Entre el 6 y el 15 de septiembre, la plaza 9 de Julio se vuelve un lugar tomado por los creyentes. Novena en mano, ortodoxia y necesidad de cambios. Cómo se vive una jornada de fe en el centro de la ciudad. (Federico Anzardi)

Es un día de semana, hace frío después de un verano inesperado, son las nueve de la noche, y la plaza 9 de Julio se muestra como un campo poblado e inquieto. La novena del Milagro está en pleno desarrollo y todo parece normal. Hay pantallas gigantes colocadas a cada lado de la catedral. Las cámaras muestran lo que sucede en el interior del templo. Apuntan al altar, que está vacío. En cambio, cuando enfocan los pasillos y los bancos, se ve que la iglesia principal de la provincia está hasta las manos.

Afuera, la plaza está tomada por feligreses, vendedores ambulantes y policías. Cerrada al tránsito, la zona es de los que la caminan. La gente va y viene. Muchos tienen la cabeza gacha. Rezan sus novenas. El que no tiene la suya puede comprarla a alguno de los que las ofrecen a grito pelado, pero no muy fuerte, para no molestar. En la calle, cuesta veinte pesos. Al frente de la catedral, en la librería religiosa, quince.

“Hay un incremento de las ventas en función con las cosas que tienen que ver con el Milagro. Novenas, imágenes, libros, recuerdos. Además de otros elementos, sobre todo la gente que viene de afuera, que compran cosas que no llegan a sus lugares”, cuenta Felipe Medina, licenciado en Ciencias Religiosas y director de la librería, que depende de los padres calvinos. Agrega que durante el Milagro se trabaja a tiempo completo, un promedio de doce horas diarias.

“La novena tuvo algunos pequeños arreglos, retoques, cambio de lenguaje, pasar del vosotros al ustedes. Pero en cuanto a contenido, quedó intocable, es la misma de 1760. A veces hay elementos que deberían cambiarse: no creo en un dios que castigue o amenace. Quizás ahí habría que trabajar la teología del Milagro, pero es un proceso muy lento”, opina Medina.

Durante estos días de celebración hay misa desde las seis de la mañana hasta la medianoche. Las campanadas marcan presencia todo el tiempo. Interrumpen las charlas, asustan a las viejas. Adentro de la catedral casi no hay lugar. La gente está en silencio, rezan mentalmente. Hay de todas las edades. Un chico de unos catorce años, vestido con equipo de gimnasia bordó, con una mochila con la cara de Gustavo Cordera que le cuelga de la espalda, está arrodillado, confesándose frente a un cura que lo mira desde arriba.

Una familia de cuatro integrantes reza alrededor de un solo libro de la novena. Una chica al costado de la Virgen llora y se seca las lágrimas con expresión acongojada. Más cerca del pasillo, una señora dice “no pechen”. Muchos llevan claveles rojos (para el Señor) y blancos (para la Virgen). Los depositan al pie de las imágenes, que están más custodiadas que Kennedy después de los balazos en Dallas. Hay oficiales y voluntarios de saco, mirada adusta y credencial colgando. Están allí para cuidar las imágenes, hacer circular a la feligresía y ordenar el fenómeno.

Hay chicas coquetas.

Hay señoras paquetas.

Hay un par de crotos.

No hay muchachas hippies de Humanidades con olor a sahumerio.

El silencio es casi completo. Los presentes no hablan mucho entre ellos. La mayoría reza en voz baja. A lo sumo lo hacen en voz alta para alguien que no puede leer. El aire está atravesado por una música instrumental a un nivel muy tenue. Una guitarra acústica, entre dulce y hi-fi mainstream Banana Pueyrredón. Aristimuño sin las letras de Pizarnik.

Afuera otra vez, las carpas se alzan frente al templo. Al centro está el puesto de la Cruz Roja, con botellas de agua mineral en gran stock, tensiómetros manuales, mesas, planillas y estudiantes de Enfermería de segundo año, que como ya es tradición en la carrera, deben pasar varias horas trabajando en el lugar durante los días de novena.

“Mucha gente se acerca porque tomamos la presión y aprovechan”, cuenta Alejandra, una de las estudiantes que está sentada frente a una pequeña mesa. Dice que hasta ahora todo estuvo tranquilo. “Entramos a las cinco de la tarde y nos vamos a las diez de la noche. A la mañana abren a las ocho”, revela. Cuando lleguen los peregrinos y la muchedumbre se incremente, deberán estar más tiempo.

“Hacemos control y prevención, entonces buscamos que la gente se acerque a nosotros para verificar su estado de salud. Mucha gente no sabe qué tiene. Algunos se descompensan, recién había una señora que tenía pánico por toda la gente que hay. Salta es una provincia que se ve muy afectada por la hipertensión”, dice Andrés, compañero de mesa Alejandra. En total, unos ocho estudiantes trabajan por día en el puesto. No se encargan de casos de gravedad. Para eso están los médicos, en otros lugares de la plaza.

En el medio de la calle España, un cura da una nota para la televisión. A dos metros, un oficial hace lo mismo para otro canal. Iglesia y Policía, las voces autorizadas para este lugar.

Cerca de allí hay un puesto que busca defender el derecho a la vida desde la fecundación. Para eso junta dinero que servirá para mantener la campaña, reparte folletos y despliega un banner horroroso con imágenes de fetos destrozados tras diferentes abortos. Horrible. Es como esos procesos que se conocen pero no hacen falta ser difundidos, como la elaboración de las salchichas, por ejemplo. No por conocer cómo se fabrican uno las va a dejar de comer con lluvia de papas incluida.

Casi en la esquina de Mitre y España está Mariela, voluntaria de Gravida, un “centro de asistencia a la vida naciente” que se dice laico pero que está avalado por la Iglesia Católica, se maneja con sus dogmas y tiene imágenes de la Virgen en la mesa.

“Es un servicio que tiene presencia a nivel nacional y desde el mes de marzo está en Salta. Es una asociación de fieles laicos y el fin es acompañar y proteger la vida naciente. Acompañar y apoyar a la mamá que está embarazada pero en riesgo de aborto por problemas naturales o alguna circunstancia social o psicológica. Nosotros ofrecemos un acompañamiento para la mamá, para que pueda definir con claridad y que decida conservar la vida de ese bebé”, dice Mariela.

Respecto a su condición de laica pero bancada por la Iglesia, la mujer explica que “Gravida es una asociación de fieles laicos de la Iglesia Católica pero abierta a toda la comunidad, sin distinción de nivel social, de credos”. “Nos interesa apoyar a esa mamá para que pueda tener ese hijo. Nos asentamos en lo que es la opción por la vida. Apoyar la vida que se está gestando. Por supuesto, tenemos un respaldo que es una creencia, pero eso no es un limitante para que nosotros podamos acercarnos”, completa.

La tenacidad de Gravida para que la vida se abra paso ante casos de aborto puede llegar a cuestionar a la ciencia misma. Según Mariela, aunque un médico asegure que lo mejor es abortar, desde Gravida buscarán otra solución. “Uno puede pedir otras opiniones, no quedarse con una sola mirada. Puede pedir otro tipo de estudios, lo que fuera. A eso apuntamos nosotros: tratar de aconsejar lo que creemos que es viable, que siempre será la opción por la vida. Incluso en situaciones en las que la mamá ha sufrido un abuso, el aborto no es la mejor opción. Porque por ahí termina siendo un mal peor”, cuenta.

La misa empieza en la catedral y se transmite hacia la calle a través de las pantallas y altoparlantes. Cuando el cura tira el anzuelo, todos pican. El “amén” generalizado retumba en toda la plaza.

Algunos opinan que ya no hay tanta gente en la plaza como en años anteriores. Desde que se empezó a rezar la novena en todas las parroquias barriales, muchos optaron por celebrar allí sus días de fe. La falta de dinero para costear transporte público de ida y vuelta durante más de una semana también influye.

A un costado de la catedral, bajo el techo del Banco Macro, hay más bancos, pero de iglesia. Todos están repletos de gente rezando. Más que nada, viejas que se sientan y no se mueven. Los jóvenes se quedan parados. Los niños deambulan. Los adultos van y vienen. Apuran el rezo para llegar a casa.