Por Alejandro Saravia.

 

 

Hace mucho, mucho tiempo, tanto que gobernaba Cristina Kirchner, como ahora pero bajo otro título, escribí una columna titulada “La jibarización argentina” en la que, de rondón, trazaba un parangón entre Costa Rica y nuestro país.

Los costarricenses, los ticos, solían ser denominados “los argentinos de América Central” por su extendida clase media y su organización social.   Es un país que se vanagloria, precisamente, de esa clase media y de haber suprimido, en 1949, las fuerzas armadas.  Es obvio que ya no hay motivos para ese parangón, para esa comparación con nuestro país, ya que, en nuestra decadencia  empobrecimos a la clase media, que dejó de serlo, y pauperizamos a la clase baja, la expulsamos del mapa social.

Ahora, ¿eso fue un accidente que nos ocurrió o fue algo deliberado? Esa es la pregunta del millón. En aquella columna sostenía la hipótesis de que se trató de algo intencional. Que un gobierno venido de una provincia extractivista, rentística, como Santa Cruz, no entendía el fenómeno productivo y que aborrecía a la clase media por su tendencia a la libertad. Entonces, el proyecto fue achicar el país para hacerlo manejable. Es decir, llevarlo a la dimensión de Santa Cruz, en donde la mayoría de sus habitantes dependen del presupuesto estatal.  A lo Procusto. Recordemos que Procusto era aquel posadero de Ática que, según las leyendas griegas, acomodaba a sus hospedados al lecho: si eran más cortos que éste, los estiraba; si sus extremidades sobraban, se las cortaba. Pues bien, acá se achicó al país para hacerlo manejable mediante el presupuesto. Por eso tantos empleados públicos, tantos planes y tan poca producción. Aún más: la persecución a los productores. Recordemos que el trabajo y la producción liberan. Su ausencia esclaviza.

Es interesante la caracterización que hace José Nun, el sociólogo que fuera Secretario de Cultura del primer Kirchner, cuando hipotetiza la conversación que tuvieron Alberto y Cristina Fernández en el departamento de ésta en la Recoleta, cuando aquél fue a pedirle la embajada en España y salió con la candidatura presidencial. Allí acordaron, según Nun, que Alberto habría de ser el Jefe de Gabinete con el título de presidente y que ella iba a ser la presidenta con el título de vice. Les salió redondo.

Pero más redondo les salió por esta pandemia de coronavirus que le vino mal a todo el mundo, menos a ellos dos. Con el argumento o el discurso de salvar vidas, se concentra el poder político y se achica aún más la economía. Tanto se achica, y tanto se manipulan los fondos públicos, que el propio presidente del radicalismo, Cornejo, ex gobernador de Mendoza, llegó a plantear aquello del Mendoexit, es decir, separar a Mendoza de Argentina y hacerla un país independiente. Esto, que puede resultar risueño, sin embargo es el emergente de la crisis profunda que nos aqueja de años y que en lugar de solucionarla se la profundiza: la de que nuestro país sea, en definitiva,  un Estado fallido, categoría de la ciencia política que señala a las sociedades disfuncionales, incapaces inclusive de autogobernarse.

A este desaguisado hay que añadirle, aún, otros ingredientes. En primer lugar lo de Vicentín. ¿Qué hay detrás de eso a la luz de lo que estamos diciendo? Pues, el manejo de la renta agraria, la única disponible, para que la utilice el Estado en el sentido apuntado. Es decir, como instrumento de opresión y sojuzgamiento social. De manipulación.  Todos dependientes de un Estado manejado autoritariamente.

Autoritaria e ilegalmente. Está claro que los decretos de necesidad y urgencia emitidos por el Poder Ejecutivo nacional con motivo de la pandemia, son inconstitucionales. El propio Roberto Gargarella, distinguido constitucionalista, lo dice cuando afirma que  los DNUs son “nulos de nulidad absoluta e insanable” cuando fueran emitidos fuera de las circunstancias  autorizadas. Es decir, cuando el Congreso no pueda funcionar.  Sobre todo, insiste, la Constitución exige -para admitirlos- la imposibilidad fáctica de que el Congreso funcione; y establece la prohibición total de utilizar DNUs en ciertas materias (i.e., penales).   En nuestro caso esas condiciones no se cumplieron, tal como el propio Gargarella lo afirma. Con el agravante, además,  de las delegaciones legislativas al Poder Ejecutivo, luego autoprorrogadas por el mismo. Insólito.

Y, por último, el relato. Es decir, el discurso de justificación. Está dado por el argentino más ilustre: el papa Francisco y su glorificación del pobrismo. Estamos todos de acuerdo en que el mundo tal como hasta hoy lo vivimos se agotó. Que es necesario dilapidar menos en aras del vacuo consumismo. Pero de ahí a igualar a todos en la miseria y que nuestro país sea un modelo de ese derrotero, hay un buen trecho. Trecho que haríamos mal, muy mal, en recorrerlo solos, aunque sea acompañados por los pobres de nuestra América. Sólo incrementaríamos las condiciones de nuestra dependencia en una transición que aún no muestra lo que podría ser nuestra conveniencia nacional. Todo muy complicado para tanta improvisación. Sin siquiera un plan económico, la solución no debiera ser pobreza para todos y todas.

En definitiva, no volvieron mejores. Volvieron peores y aún más berretas. Que, en definitiva, fue lo peor que tuvieron, peor aún que el ilícito enriquecimiento de algunos a costa de todos…y todas.