Urtubey pretende una reforma judicial a medida de sus años venideros cuando no ostente la gobernación. Pretende que la Corte de Justicia conformada durante sus gobiernos sea “inamovible” y a ella se sumará Sandra Bonari, una protegida del actual presidente del cuerpo: Guillermo Catalano. (Franco Hessling)
Esta semana se confirmó lo que Cuarto Poder anticipó en su edición semanal del sábado último, la reemplazante del jubilado Guillermo Félix Díaz como juez de la Corte de Justicia sería una mujer, o al menos esa es la intención manifiesta del Ejecutivo, parte central del “poder misceláneo” (véase la nota “Poder misceláneo” del sábado 19/08/2017).
En ese adelanto, se proponían tres nombres: Mirta Lapad, de quien se sabía que estaba apadrinada por el senador por Rivadavia, Mashur Lapad, Teresa Ovejero, quien por estos días anida en el Tribunal Electoral, y Sandra Bonari, la preferida del actual presidente de la Corte, Guillermo Catalano.
Finalmente se impuso esta última, quien fue anunciada como candidata del Ejecutivo junto a la presentación de un proyecto para modificar las dinámicas institucionales a través de las cuales se forjan los tribunales y la propia Corte de la Provincia. La iniciativa fue presentada por el gobernador, Juan Manuel Urtubey, quien acompañó a su ministra de Derechos Humanos y Justicia, Pamela Calletti, en la exposición sobre las reformas que pretenden introducir en el sistema judicial.
Por un momento obviemos la cuestión de la postulación de Bonari y ocupémonos puntualmente de la intención del Ejecutivo, retomando parte de los argumentos ya esgrimidos en la citada nota del sábado pasado. Hay un eje central que ocupa las discusiones del sistema de gobierno tanto en los ámbitos académicos como en la agenda mediática: la independencia de los poderes, sobretodo del poder judicial, al que se le endilga una preeminencia en el principio de contrapesar las atribuciones de los poderes que, por su constitución vía elecciones, podríamos llamar “políticos” (el legislativo y el ejecutivo).
Las repercusiones no tardaron en estallar, pese a que ciertos organismos que debieron manifestarse al respecto sostuvieron un silencio sepulcral. Entre estos se cuentan el Colegio de Abogados, la Asociación de Jueces y el Consejo de la Magistratura, por citar sólo a los más notorios. El proyecto de Urtubey y Calletti significaría modificar la Constitución Provincial por ley, a todas luces una incompatibilidad con el respeto por la carta magna provincial.
Además de ello, dos aspectos específicos despuntan en las críticas que, como se dijo, no vinieron de ninguna de las instituciones vinculadas a la Justicia salteña. La primera es que se propone que el Poder Legislativo imponga ciertas prescripciones en los plazos y modalidades de los pliegos que el Ejecutivo presenta para la postulación y renovación de jueces, lo cual, según especialistas que charlaron con este medio, invadiría una facultad que le es propia al gobernador. ¿Acaso Urtubey quiere restarse poder de maniobra a sí mismo? No, está preparando el terreno para que su sucesor sea quien padezca esta reforma.
El segundo aspecto que se observa como pernicioso para la salud republicana es que la propuesta haría que los cargos de jueces de corte sean “inamovibles”, lo cual los convertiría prácticamente en jueces vitalicios. El gobernador defendió este aspecto afirmando que de este modo se mejoraría el marco para garantizar la independencia del Poder Judicial. Lo dijo amén de que el presidente de la Corte, Guillermo Catalano, que llegó al máximo tribunal sin antecedentes en la Justicia, bajo su gobierno y tras haber sido apoderado del Partido Justicialista durante varios años.
Arquitectura del poder
¿Qué valor tiene la independencia judicial en términos institucionales cuando los manejos intrínsecos del Poder Judicial responden a armados faccionales que, paralelamente, obedecen a alineamientos con diversos partidos políticos, familias de alcurnia u organismos estatales? Llegados a este punto, revisitemos la situación actual de la Corte, que reemplazaría al retirado Díaz por la jueza Bonari, protegida de Catalano.
Bonari tiene un hijo de su primer matrimonio, quien se forjó como secretario personal de Catalano y que, con el paso del tiempo, abrió su propio camino dentro de la Justicia provincial, incluso llegado a convertirse en titular de la Asociación de Jueces de Salta. Se trata de Luciano Martini. Éste fue apuntalado por Catalano, quien ahora logró imponer a su madre como candidata a integrar el máximo tribunal que él preside. La triangulación es perfecta, la independencia inexistente.
Poder misceláneo II
Quienes manejan al dedillo los pormenores institucionales, reaccionaron con vehemencia cuando Urtubey anunció los cambios que pretendía introducir en la Justicia. No es que antes hubiese habido independencia judicial y con esta reforma se perdería, se trata, sí, de una nueva avanzada en condicionar mutuamente a los engranajes del poder, que más que contrapesarse, se alían para encubrirse unos a otros, y así garantizar que el “orden” no se subvierta. Es que si eso pasara, la impunidad tendría poca vigencia y los estados republicanos y democráticos desaparecerían porque dejarían de tener sentido.
Cuando se piensa el estado no como un ente abstracto, ni como un gobierno en particular, ni mucho menos como una ingenua construcción de la que “todos somos parte”, se vislumbra su función más visible: contener a todos los miembros de la élite gobernante para que ninguno abuse de su poder, al mismo tiempo que aglutinarlos en un discurso mancomunado de “orden” para que se licuen las esperanzas de que un “desorden” cambie esa asimetría vergonzante. El estado no es otra cosa que la cristalización de una situación de desigualdad en la que los que manejan las decisiones, se ocupan de, a través de discusiones internas, administrar los recursos para que ninguno de ellos se alce con demasiado poder al tiempo que ninguna expresión colectiva ponga en jaque esa cristalización.
Por eso los estados modernos están minados por corruptelas e impunidades, que se van dando a conocer a medida que las internas de esa élite gobernante van recrudeciendo. En algo acuerdan las distintas facciones del poder misceláneo: sostener ese estado instalando la idea de que es un orden insuperable. Pretenden disuadir a los que idealizan otras formas de gobernanza sembrando la falacia que, defectuosa o no, “nuestra democracia” tal como la conocemos es lo mejor que nos puede pasar.
Puede discutirse la distribución de los recursos, la inclusión o exclusión, lo público como gestión o lo público como emplazamiento de lo popular, la laicidad o confesionalidad, entre otras cosas, pero nunca se llevará ese debate más allá de los límites del orden en su conjunto. Esa limitación no es pragmatismo, ni reformismo, ni conformismo, ni posibilismo, es en cambio, el triunfo de la élite gobernante en aquello que, a principios del siglo pasado, intelectuales frankfurtianos llamaron “opinión pública”.
Acierto de A. Gramsci al conceptualizar la hegemonía como la supremacía por consenso, la decisión inducida que a veces pasa como opción voluntaria. No ver más allá de lo “posible” es transigir al consenso conveniente para las élites del poder misceláneo.