Cuando hace cinco años murió Alfonsín me sentí abatido. Luego, mientras participaba de una improvisada y distante transmisión radial empecé a escribir una semblanza. Cuando la releo pienso que exageré en algunos párrafos pero creo que su figura vale, tal vez, esas exageraciones. (Gonzalo Teruel)

Sucede que Raúl Alfonsín fue para el mundo el hacedor del “Núremberg Argentino” y el primero en la cruzada democratizadora de América Lantina. No es poca cosa pero, Raúl Ricardo Alfonsín fue mucho más que eso. Fue Concejal, Diputado Provincial, Diputado Nacional, Presidente de la Nación, Convencional Constituyente, Senador Nacional. Fue un hombre de la política y fue un hombre de bien.

Sus aportes lo trascienden mucho más allá de su tiempo y de su propia vida. Por ejemplo, en la década del 70, durante los años más oscuros de la Argentina, fundó junto a destacadas personalidades la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. En tiempos de la dictadura que enlutó al país entre 1.976 y 1.983 y en su calidad de abogado, defendió presos políticos y se opuso a la guerra de Malvinas. Antes y después, discutió con fervor pero siempre desde el respeto al peronismo y al conservadurismo.

Consolidado como figura principal del radicalismo se animó a desafiar al poder militar y todavía resuena en la memoria de muchos su respuesta al dictador de turno que había dicho que las urnas estaban bien guardadas. “Que las preparen porque las vamos a llenar de votos”, profetizó y el pueblo argentino llenó las urnas para siempre. Durante su campaña proselitista, anticipó la oposición a la autoamnistía declarada por los militares en retirada. También dijo “con la democracia se come, se educa y se cura”. Ganó las elecciones y cumplió: sentó en el banquillo de los acusados y aseguró, con el debido proceso, el juicio a los integrantes de las Juntas Militares que desangraron al país. Hecho único en la historia de la humanidad.

Su paso por Casa Rosada fue muy difícil. Ganó la lucha contra los tiranos del pasado pero perdió unas cuantas batallas en lo económico y lo político. No pudo lograr la aprobación de la ley que buscaba la democratización de los sindicatos y tuvo que sufrir 13 paros generales declarados por la CGT.También perdió la pelea contra la inflación y contra los mercados.

Sufrió también los rigores militares que, tal vez no querían derrocarlo, pero condicionaron a la incipiente democracia y tuvo que retroceder. Su frase más criticada fue “la casa está en orden”. Con las leyes de Obediencia debida y Punto Final, es cierto, la casa no estaba y no estuvo en orden por muchos años pero también es cierta, muy cierta, la oración que seguía en aquel discurso de Semana Santa “no hay sangre derramada en Argentina”. Desde Alfonsín y por Alfonsín no hay más sangre derramada en Argentina.

Cuando lo despedía pensé que era el último estadista argentino. Un lustro después pienso lo mismo. Él pensó al Estado más allá de su propia persona y de su tiempo: como logros para la historia quedan la paz con Chile, el fin de las tensiones bélicas con Brasil, la piedra fundamental del Mercosur, los pactos internacionales de derechos humanos, civiles y políticos y las figuras de la democracia semidirecta como el referéndum, la iniciativa popular, la revocatoria de mandato incorporados a la Constitución Nacional.

También dejó leyes civiles de avanzada como la del divorcio vincular, la de patria potestad compartida y la de renovación de la educación laica. No pudo con su sueño de llevar la Capital Federal a la Patagonia, a Viedma, para consolidar el federalismo pero la idea perdura. “Sigan ideas, no hombres”, solía decir y sus ideas quedan como la idea de una gran coalición que dirija los destinos del país en consenso y sin autoritarismos. Coalición de radicales y socialistas, liberales y peronistas.

Raúl Alfonsín fue un hombre de la libertad, la justicia y la decencia. Es el único presidente desde la recuperación de la democracia que no tuvo que dar explicaciones a la justicia por su desempeño en la función pública y eso lo pone a contraluz de todos los que lo sucedieron.

Sus últimos desvelos obedecieron a los peligros que asechan a la división de poderes y la ética pública. Las pocas veces que lo vi personalmente lo escuché gritar, con esa forma única que tenía para discursear, pidiendo ética. Eso, junto a sus méritos políticos, lo distancia del país en el que vivimos y agiganta su figura. Con Alfonsín, tal vez, se murió una forma de ser que entre todos deberemos hacer renacer.