Antes de que una joven wichi fuera hallada muerta en la ruta 86, el cacique Modesto Rojas hablo con Cuarto Poder. Profetizaba desgracias que la miseria provoca y las estadísticas confirman: los aborígenes de Salta son las más pobres del país. (Daniel Avalos)
En el hall de la sala de internación de lactantes del Hospital Materno Infantil de nuestra ciudad, sobre las sillas de color azul plegadas unas a otras, una hilera de hombres y mujeres descansan sin que nadie los moleste mientras esperan novedades sobre sus pequeños seres queridos. Allí fuimos en busca de Marisa Rojas, una joven madre wichi que el domingo último arribo a ese nosocomio en el helicóptero provincial cargando a su hijo Rufino -de un año y seis meses. La información provino de Modesto Rojas, el cacique de la comunidad El Caburé. Las referencias de Modesto sobre Rufino estaban acompañadas de otras dos: la de los niños Axel y Jorgelina quienes también habían sido internados pero en el hospital de Tartagal.
El doctor Aldana, pediatra responsable de la sala de internación del Materno Infantil, nos explicaba que la situación de Rufino no era la mejor aunque estaba controlado. El médico se apresuró a aclarar que el cuadro del niño no respondía a problemas de mal nutrición sino a una infección respiratoria. Mientras el galeno detallaba aspectos de ese cuadro, Rufino dormía sin que las sondas le perturbasen el sueño en la cunita 111 de ese pabellón. Al lado, su madre Marisa se había acomodado lo mejor que lo permitía una reposera para disfrutar también de un sueño tan profundo que de cuando en cuando suspender para atender al nene o despabilarse deambulando por los pasillos de ese hospital que seguramente para ella es el futuro mismo.
Sobre Axel y Jorgelina, las novedades eran distintas. De la segunda ninguno de los consultados en el Hospital de Tartagal sabía algo. Del primero sí. El niño de once meses efectivamente había ingresado al nosocomio el fin de semana por problemas de mal nutrición. Para el día jueves su estado era estable aunque su grado de anemia era tal que para combatirla tenían que someterlo a una transfusión de sangre en tanto la medicación oral era ya insuficiente para aportarle el hierro necesario que le permitiera recuperarse.
A esta altura del relato, una digresión se impone. Será para decir que tratando de comunicarnos con el ala de pediatría en donde reposaba Axel, Cuarto Poder dio por error con la sala de “Recuperación” del mismo nosocomio. Del otro lado de la línea telefónica una amable voz de enfermera nos aclaraba que allí no estaba Axel, aunque sí otros siete niños de entre cinco y 18 meses internados por problemas de desnutrición, aunque con cuadros menos complicados que el del propio Axel. Algunos de esos siete eran indígenas, otros criollos.
Finalizado el breve rodeo, aclaremos que Axel, Rufino y Modesto Rojas son de la comunidad wichi El Caburé. La misma se ubicada en el kilómetro 5 de la ruta 86 y a corta distancia de la ciudad de Tartagal. Una comunidad que cómo muchas otras tiene una historia oscura y plagada de miserias que los involucrados viven como una imposición implacable que los funcionarios provinciales admiten, aunque siempre aclarando que hacen todo lo posible para impedir la barbaridad que no cede.
Digresión censal
Entre esos funcionarios una habitualidad enunciativa se impone: aseguran formar parte de una gestión que no invisibiliza esos dramas dolorosos y juran estar estregados a centralizar información que permita al gobierno diseñar y ejecutar las políticas necesarias que aminoren la tragedia. Todos recurren a fórmulas y palabras desconocidas para la mayoría y que según los casos pueden sonar convincentes, aunque nunca hayan logrado modificar en serio una situación de pobreza y exclusión que ya fue reflejada por el Censo 2010.
Veamos: según ese Censo en la provincia fueron 79.204 personas las que declararon pertenecer a algún pueblo originario. El número representaba el 6,5% de la población provincial que en ese año era de 1.214.441 habitantes; porcentaje indígena casi tres veces superior a la media nacional que era de 2,4%. En Salta esa población se divide en ocho etnias de las cuales la wichi, la guaraní, la ava guaraní, la toba, la chane y la chorote que mayoritariamente viven en el norte tropical de la provincia, concentraban el 61% de esa población.
Volviendo al total, el mismo censo precisa que el 57% vivía en zonas urbanas mientras el restante 43% lo hacía en franjas rurales; el conjunto de esa población habitaba 22.700 viviendas de las cuales 16.312 eran clasificadas como deficitarias representando el 72%. Del total de esas viviendas 12.540 (55%) recurrían a la leña y el carbón para cocinar, mientras 14.412 – es decir el 64% – contaba con baños de pozo sin cámara séptica (6.256), un hoyo cavado en el suelo (3.63299 o directamente carecía de algo parecido a un retrete (4.524). El acceso al agua era aún más alarmante para esa población, porque muchos dependían de las lluvias, las acequias, los ríos o los camiones cisternas para acceder al recurso. Sin olvidar que según las mismas estadísticas, mientras la población analfabeta total de la provincia estaba medida en el 3,1% de la población, el porcentaje se estiraba al 9% cuando se midieron a los iletrados que viven en las comunidades.
Esos datos poseen un enorme valor analítico. No sólo revelan la precariedad en la que viven las comunidades originarias salteñas y particularmente las que habitan en los montes o ciudades de los departamentos de Rivadavia, San Martín y Orán; también muestran que comparados con otras provincias argentinas, los pueblos originarios salteños padecen la peor de las situaciones.
Si la comparación se realizara con la provincia de Jujuy, por ejemplo, notaríamos que de las 52.545 personas que se declararon miembros de pueblos originarios el 67% vivía en zonas urbanas. Esa población habitaba en la vecina provincia 19.378 viviendas de las cuales el 53% eran deficitarias (10.2919) contra, recordemos, el 72% de las salteñas. En las mismas el 28% (5.498) usaban leña o carbón para cocinar contra, volvamos a recordar, el 55% de los casos salteños; mientras las viviendas con baños que poseían descargas a pozos con o sin cámaras sépticas o que directamente carecían de baño llegaba al 46% contra el 64% de las por las comunidades aborígenes en Salta. Sin olvidar que en Jujuy, la población indígena declarada analfabeta era del 3,7% contra el 9% del caso salteño.
Siempre se puede estar peor
Ello explica que en la comunicación del día martes con Modesto Rojas, el cacique nos asegurara que en “La última recorrida que hice me puse tan triste. Ver a mis hermanos así. Y llore por ver así. Los chicos sin comida…. hasta hoy sigo pensando hasta cuando la pobreza, hasta cuándo. El IPPIS, el ministerio de Asuntos Indígenas, no ayudan a las comunidades. Tampoco el Primer Infancia [sic] ni el ministerio de Economía. Ya basta”. Rojas venía de recorrer la comunidad Sopota, un paraje que nuclea a unas 30 familias wichis y que está ubicada a unos 90 kilómetros al sureste de General Mosconi y en donde de todos los males que se padecen, el peor de todos es la carencia de pozos para proveerse de agua.
Modesto Rojas nos pide que hagamos visible esa situación. Lo hace pidiendo disculpas y con una infinita tristeza en su voz. Le decimos que sí, que no hay nada para disculpar, que al otro día retomaríamos la comunicación y cuando al otro día lo hacemos, descubrimos que el campo minado, peligroso y traidor en el que vive Modesto le había asestado otra piña a las comunidades que pueden bloquear las mismas: Juliana Ceballos de 17 años quien era buscada desde el lunes, había sido hallada muerta a la vera de la ruta 86 y a metros de la comunidad Sarmiento.
Juliana, según relata Modesto, era de la comunidad El Quemado. La misma se ubica a unos 80 kilómetros de Tartagal y sobre la ruta 135 a la que muchos llaman “el camino del olvido”. Nace en la ruta nacional 34 -entre General Mosconi y Coronel Cornejo- y llega a Santa Victoria Este. La joven era analfabeta como muchas mujeres de su pueblo y la causa de la muerte habría estado relacionada con una sobredosis. Modesto no niega la versión pero aclara que lo que informaron los medios debía ser corroborado por los médicos que realizaron la autopsia. Esa prudencia no le impide enfatizar que a las muchas desgracias con las que conviven se suma ahora el problema de las adicciones a las drogas que empieza a provocar en jóvenes de las comunidades lo que hasta hace poco ellos creían exclusivo de los jóvenes criollos y urbanos: seres completamente amodorrados por sustancias tóxicas que van minando la voluntad ya maltrecha de quienes la consumen, pero también la de una comunidad que teme recurrir a las viejas normas de convivencia por miedo a provocar un estallido.
Antes de que el cuerpo de Juliana fuera entregado a la familia, versiones daban cuenta de que ello se había complicado porque la víctima del desquicio generalizado era indocumentada. Si la versión era cierta o no, este medio no ha podido confirmarlo aunque ellos no inhabilita a renegar de una situación que ocurre con los miembros de los pueblos originarios: el Estado que entre otras cosas monopoliza la facultad de otorgar identidad, es perezoso para ir en búsqueda de esos pueblos para certificar su nacimiento aunque exige tal certificación que permita legalizar y numerar la muerte.
“Yo te lo pido que Agemos esto”, escribe finalmente Modesto en un mensaje de texto. Quiere que las dificultades y tragedias de su pueblo se conozcan. También explicita sus intenciones en el mismo mensaje: “boy a pedir que El ippis sea intervenido”. Se refiere al Instituto Provincial de Pueblos Indígenas de Salta cuyas autoridades son representantes de los pueblos originarios aunque según él, nada hagan por sus representados. Y entonces uno escribe. Y mientras lo hace piensa que ese hombre se parece mucho a Aureliano Buendía, el personaje de Gabriel García Márquez quien en Cien años de soledad salió a librar cientos de batallas aun cuando supiera que podía perderlas a todas.