Miembro del ala extrema de la Revolución de Mayo, ejecutor del “Plan de Operaciones” con que Mariano Moreno buscara aniquilar definitivamente  al régimen español, Belgrano fue el intelectual-guerrero que, en batallas como la de Salta, practicó una piedad que lo enalteció en las victorias. (Daniel Avalos)

 Entre el 20 y el 25 de febrero de 1813, nuestra ciudad se convirtió en escenario y testigo del triunfo patriota y la retirada de los realistas vencidos. El protagonista excluyente de esa victoria es, lo sabemos, Manuel Belgrano. Revolucionario desde el inicio mismo del proceso en mayo de 1810; rubio como su primo Juan José Castelli según las crónicas, a diferencia de este último -que era el orador de la revolución- Belgrano era más bien un pudoroso que se exaltaba fácilmente, aunque en él todos coincidan en señalar que la amabilidad era su rasgo distintivo. Amabilidad que nunca lo privó de tramar y formar parte de las conspiraciones que posibilitaran el avance de la Revolución, de mandar a sus soldados  desarrapados con rigor espartano, de fusilar cuando lo considerara necesario, o de protagonizar numerosos actos y gestos de valentía.

Según Bartolomé Mitre, la victoria de Belgrano en Salta representó el mayor logro militar de las armas nacionales en toda su historia. Seguramente por ello, los trofeos de guerra fueron recibidos en Buenos Aires los primeros días de marzo de 1813, en medio de una euforia que atravesó a la Asamblea Constituyente de aquel año y al pueblo mismo, que se había reunido en la plaza mayor de esa ciudad. Días después, el 8 de marzo, la misma Asamblea decretó recompensar al héroe de Salta con un sable con guarnición de oro y 40.000 pesos. La suma alcanzaba en ese entonces para pagar el sueldo de 100 maestros (B. Mitre: Historia de Belgrano y la independencia nacional, p. 277). Con la amabilidad que lo caracterizaba, Belgrano se negó a que le tasaran el patriotismo y prefirió destinar los 40.000 pesos para la construcción de cuatro escuelas a las que nunca vio nacer. Belgrano, en definitiva, fue aprendiendo que, para ser argentino, hay que estar preparado para experimentar la amarga sensación de ver cómo el sacrificio de algunos realizado en beneficio de muchos, casi siempre puede perderse.

Pero volvamos a febrero-marzo de 1813. A la euforia por el triunfo. También al reconocimiento a sus protagonistas que eran enteramente esperables. La victoria, después de todo, había sido fruto del valor y de la creatividad que siempre suelen deparar grandes sorpresas. El jefe español, Pío Tristán, esperaba al ejército revolucionario en el Portezuelo de nuestra ciudad. Estaba seguro de que el estrecho ingreso facilitaría su propio ataque y permitiría resguardar lo que aparecía como el único ingreso a nustra misma. Enterado de los movimientos, Belgrano siguió los consejos de un salteño conocedor de la zona. Ingresó entonces al Valle de Lerma por la Quebrada de Chachapoyas, formada por “las dos serranías del sur y del norte que circundan Salta por el este, entre la prolongación del cerro San Bernardo (…) y la cadena montañosa que limita el inmediato valle de Mojotoro más al norte” (íd. p. 266). A ello siguió la acampada en la casi siempre derruida y hoy cerrada Finca de Castañares. Un día después vino la batalla final que culminó con los realistas sitiados en las inmediaciones de la plaza central y en la Catedral misma. Concluía, así, el impulso revolucionario en el Norte que después de perder terreno hasta Tucumán, recuperó terreno hasta liberar a esa provincia, a la nuestra y a Jujuy.

Belgrano, sin embargo, no se libró de las quejas y reproches encarnizados. Muchos le reprobaron su blandura ante el enemigo; que haya aceptado la demanda realista de una claudicación honrosa; que la retirada de Salta de los vencidos, días después del 20 de febrero, estuviera acompañada con todos los honores de la guerra; que 2.776 prisioneros recuperaran la libertad con sólo prometer ante el ejército patriota no tomar nuevamente las armas contra las Provincias Unidas del Río de la Plata. Todas medidas, según los detractores, que volvieron inútiles muchas de las ventajas que la victoria militar había otorgado. El prócer dio sus explicaciones. Argumentó que las medidas eran de corte político. Confiaba en que los “liberados” se convertirían en agentes que difundirían las virtudes de la Revolución en el campo de batalla, pero también en el campo de las ideas y de los valores. He allí la naturaleza de Belgrano: era un político, no un militar. Uno que empujado por la Revolución a asumir un rol militar, poseía una formación que lo alejaba de los objetivos meramente militares, esos que siempre ven en la guerra la posibilidad de imponer la voluntad propia a partir de la aniquilación del enemigo. Belgrano era otra cosa. Un político que obligado a recurrir al aniquilamiento físico del otro, seguía confiando en la posibilidad de acumular fuerzas y razones que convencieran al enemigo de que la guerra era inútil porque las causas populares eran indetenibles. Puede que confiara, incluso, en que muchos de los soldados del ejército realista al que capturó y luego dejó partir, engrosarían después las tropas revolucionarias. No era una idea descabellada. La mayoría de los soldados realistas eran originarios del Alto y Bajo Perú.

El razonamiento político no debería privarnos, sin embargo, de otras reflexiones. Unas que hacen de Belgrano un pensador que, entregado a las urgencias de la guerra, víctima luego de una cruel enfermedad que vino acompañada por una aliada letal como lo es la pobreza, no pudo teorizar lo que otros sí teorizaron. Y no pudo hacerlo aun cuando ya había identificado una de las características centrales de la guerra como dimensión tétrica de la humanidad. Esa característica la explicitó en una carta que dirigió a Feliciano Chiclana el 1° de marzo de 1813. Allí trata de explicar el origen de las críticas que recibe por su supuesta blandura. En esa carta termina afirmando lo siguiente: “siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos” (íd. p. 271). Se refería a los 481 realistas y 103 revolucionarios muertos. También a los 114 heridos del primer bando y los 433 del segundo. Y es que la guerra, hecha carne en los hombres y mujeres concreto, posee perversamente en medio de la locura, un lado bueno: el sufrimiento, el dolor, las privaciones y la muerte que se vivencian casi siempre impulsan a los que la protagonizan a tratar de terminarla.

Eran los horrores de la guerra, en definitiva, lo que empujó a los Estados a tratar de que en vez de constituir una regularidad histórica, el conflicto bélico fuera una excepcionalidad a la que había que evitar. Si las potencias imperiales del siglo XXI que protagonizan guerras permanentes contra pueblos desarrapados contradicen esa premisa, la situación responde a condiciones de existencia y de guerra nuevas. A una en donde las soberanías nacionales se reformulan según los lineamientos de la nueva soberanía global. A una en donde la guerra actual realiza usos tecnológicos que buscan excluir del riesgo a soldados convertidos en piezas de una maquinaria electrónica con pretensiones de infalibilidad. A guerras imperiales que buscan, también, privar al soldado que mata y destruye del sufrimiento que provocan. Una guerra, en definitiva, que busca descorporizar el horror, aunque esa descorporización del horror es asimétrica: priva de esto al bando de los poderosos y no al de los desesperados que, tratando de terminar con la opresión de los primeros, llegan al punto de convertir al propio cuerpo en un arma mortal. Ilustre bien esa condición el siguiente párrafo: “…la nave espacial Enterprise es enviada en misión diplomática a un planeta que lleva más de 500 años en guerra con otro planeta vecino. Cuando Kirk y el señor Spock se hacen teletransportar al planeta en cuestión, el líder local les explica que las batallas (…) se programan con ordenadores, en una especie de juego virtual (…) la manera más civilizada de librar una guerra. El capitán Kirk se queda horrorizado (…) si bien las batallas son virtuales, los designados como bajas deben introducirse en unas máquinas de desintegración para ser efectivamente eliminados: “esto no es civilizado –exclamo- ¡es una barbarie! (…) El estado de guerra entre estos dos planetas se eterniza porque han convertido la guerra en “racional”, aséptica y tecnológica” (Hardt y Negri: Multitud. Guerra y Democracia en la era del Imperio. Ed. Debate. 2004 p. 71)