Por Elio Daniel Rodríguez
En la calle, me cuesta muchas veces identificar los rostros de las personas conocidas. Tal vez por problemas de la vista -que padezco desde muy pequeño- o simple distracción, hay amistades que pasan junto a mi sin que me dé cuenta. A veces, tardíamente logro reconocer una cara y saludo convenientemente, pero otras, alguien con quien compartí experiencias o tal vez una charla, pasa a mi lado sin que pueda darme cuenta para saludar a tiempo o detenerme un rato a conversar. Muchas veces me he culpado por esa dificultad, y sé de gente que se ha ofendido, creyéndose menospreciada, ante mi aparente falta de cortesía. Agradezco cada vez que alguien, tomando la iniciativa, me dirige la palabra, advirtiéndome su cercanía.
En algunas personas, la imposibilidad de identificar caras conocidas no obedece a la distracción ni a problemas de visión, sino a un trastorno llamado prosopagnosia. Se trata de una discapacidad relativamente rara también conocida como “ceguera facial”, que hace dificultoso o imposible para quien la padece el reconocer los rostros de personas conocidas o de los miembros de su familia o amigos, e incluso, en los casos de mayor gravedad, su propia cara en un espejo o en una foto. Una persona con esta dificultad puede ayudarse reconociendo ropas que sus amistades o parientes usan con regularidad, o distinguiendo peinados, o identificando las voces que esos rostros enigmáticos emiten una vez que comienzan a hablar.
Durante 2020 y 2021 -e incluso aún hoy- nos hemos encontrado con rostros en gran medida irreconocibles detrás de fragmentos de tela que cubrían parte importante de la cara de las personas que podíamos encontrar en nuestro camino o, en el peor de los casos, caras tapadas no solo con telas sino también con plástico, que se extendían desde la frente hasta el cuello. De pronto, de la noche a la mañana, millones nos hemos hallado ante la imposibilidad de reconocer los rostros de personas conocidas y hasta de reconocer en los otros, “nuestros desconocidos”, expresiones de tristeza o alegría, de algarabía o zozobra, de angustia o de añoranza, propias de nuestra condición de seres humanos. De golpe y porrazo, como se dice, nos hicimos de alguna manera invisibles para los otros y los otros se han vuelto más extraños y lejanos para nosotros. Un día ya no supimos qué cara tenía aquel sujeto que pasó a nuestro lado, ni aquella niña que, de la mano de la madre, jugueteaba con el perro callejero. La humanidad perdió su rostro y nosotros lo hemos perdido ante ella.
Cuando la mitad de una cara desaparece bajo un barbijo, la persona que lo porta pierde parte de su configuración física, esa que lo identifica ante el resto de los mortales como alguien distinto y único. No es aventurado pensar que, con caras ocultas tras una tela, no reconocibles para la gran mayoría, nos transformamos en seres inescrutables, incapaces de expresar con gestos nuestras emociones y sentimientos.
Despojados de la topografía facial, los seres humanos renunciamos, mientras nos cubre el tapabocas, a una parte constitutiva de la expresión de nuestra personalidad. Entonces, quizás más que nunca, nos convertimos en parte de una totalidad borrosa, indefinida, y colocamos en el bolso, para sacar algún día -cuando la peste o las ocurrencias de las autoridades lo establezcan- nuestra unicidad debilitada. Así va desgastándose el individuo y se va fortaleciendo la masa, que, como tal, es indiferenciable en sus componentes.
Es aquella, tal vez, la aspiración máxima de quienes buscan reducir la libertad a una prédica constante del ciudadano para desarrollar su vida, desde abrir su negocio hasta poder respirar con normalidad, transformando a la sociedad en un todo abatido y resignado, que solo obedece y agacha la cabeza. No se dan cuenta quienes asienten sin cuestionar que las libertades a las que renuncian hoy son las libertades de las que no disfrutarán sus hijos o sus nietos.
Es que la alteridad -o, para expresarlo en términos más sencillos, la otredad- parece no ser algo que se aprecie ni respete demasiado en estos tiempos, a pesar de los discursos oficiales. En lo profundo y esencial, y a pesar de los enunciados grandilocuentes, que en teoría buscan proteger la diversidad, todo debería verse igual, uniforme, invariable. Es más, se pretende que todos deban pensar igual, ver las cosas de la misma manera. Y en muchos casos el objetivo se logra, pero cómo. En importante medida se apela a lo profundo de nuestro sistema nervioso, a la denominada amígdala cerebral, la patria del temor. Porque el miedo es el medio.
Daría la impresión de que al menos para parte del poder no solo es malo disentir, sino que también el que disiente es malo, y hay que castigarlo. Cuando se lo impuso como obligatoriedad, quien no aceptara cubrir su rostro con un barbijo, no podía ingresar a un supermercado o le era negado el simple hecho de subirse a un colectivo. Una evidente vocación policíaca fue apoderándose de la mente de ciudadanos comunes. En los tiempos de la peste, investidos del poder conferido por el discurso único de los gobernantes y el apoyo de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, que repetían consignas como si fuesen verdades reveladas, el otrora amable y en apariencia juicioso cohabitante dio paso en no pocas ocasiones a un hábil delator, denunciante, sermoneador o, directamente, a una persona que, apelando a la fuerza bruta y pródigo en agravios, bajaba del ómnibus o echaba de un local comercial a quien pretendía ejercer el derecho a respirar sin barreras, tomando una decisión de la que, en última instancia, siempre fue, es y será responsable. La prepotencia se hizo presente en las calles.
Es que las proclamadas “solidaridad” y “bien común” avasallaron al individuo, que quedó sin el derecho a tener miradas particulares acerca de cualquier asunto. Entonces, tuvo que hacer lo que se le ocurrió al gobierno o, peor aún, al COE, organismo antidemocrático que dictaminó sin autoridad alguna más que la conferida ilegítimamente por el poder de turno, sobre la vida y los bienes de las personas. Muchos fueron los que acompañaron tal desatino, y lo siguen haciendo. Es llamativa la forma en que autoproclamados defensores de la democracia y la libertad comulgaron con decisiones y modos de actuar que cercenaron la libertad de raíz, imponiendo una supuesta verdad que no podía cuestionarse y, peor aún, incluso sin argumentaciones demasiado sólidas.
Aún en momentos en que las exigencias cedieron el paso a cierta cordura liberadora, más motorizada por los reclamos sociales que por reflexiones o investigaciones gubernamentales o del campo de la salud, la dictadura sanitaria, que entre otras cosas imponía el uso obligatorio del barbijo, tuvo su conato de resistencia en clínicas, sanatorios y hospitales. Allí, personal de seguridad, en su mayor parte de empresas privadas, permaneció siempre presuroso para advertir al ocasional visitante de cara descubierta. “Póngase el barbijo”, “levántese el barbijo”, “no puede ver al doctor sin barbijo”. Es asombroso el pensar cómo la más mínima oportunidad revela el ánimo autoritario de personas hasta ayer cordiales y tolerantes, o de qué forma se imparten normas injustas, incoherentes y arbitrarias, que de ninguna manera serán cuestionadas o sometidas a prueba por muchos de quienes deben velar por su cumplimiento.
A más de dos años de las disposiciones que obligaban a la gente a usar barbijos en todo el país, hay personas que los siguen portando, incluso al aire libre. Muchos, particularmente adolescentes, han desarrollado lo que se denomina el “síndrome de la cara vacía”, un tipo de fobia que se caracteriza por la sensación de inseguridad que se experimenta al dejar al descubierto la cara por la retirada de las mascarillas (Parra, 2022). Millones de niños se acostumbraron a ver en la cara de sus compañeros de colegio escenas del hombre araña o escudos de clubes deportivos en años cruciales para su crecimiento como personas, sin poder ser testigos de la risa de sus amiguitos o de los gestos de aprobación de sus docentes. Nadie conoce a ciencia cierta los efectos en el desarrollo psicoemocional que se derivarán de todo esto.
Pero, como se comprenderá, no estamos a salvo de la arbitrariedad si no indagamos, cuestionamos y ejercemos nuestro derecho a un reclamo justo. Como alguien dijo, es difícil definir la libertad, pero sí es seguro que su ejercicio depende de dos palabras: SI y NO. Ahora, la libertad que nos costó sangre conseguir en nuestra historia, por autoritarismo ajeno e indolencia propia, depende de un decreto o de una resolución ministerial. Los tempos de las imposiciones despóticas nunca se fueron y están volviendo con renovada fuerza. Regresan con la ayuda de algunos poderosos y la indiferencia de millones de resignados habitantes que solo obedecen.
A contramano de lo que dicen los gobernantes, no se persigue tanto al proclamado bien común como al hombre que decide vivir en libertad. Parece no ser tanta la guerra a la peste como el combate al individuo con criterio propio sobre las cosas, porque no hay nada que irrite tanto al poder absoluto como la capacidad de discernir de un individuo. Cada mente que piensa y cuestiona es el enemigo de esta “nueva normalidad” en la que nos quieren sumergir, o ahogar.
Vale decir que las conclusiones acerca de la utilidad del uso de la mascarilla no son concluyentes. Aseguran sus defensores que casi son la diferencia entre la vida y la muerte, pero, por ejemplo, investigaciones realizadas en Dinamarca informaron que las mascarillas quirúrgicas no protegieron a quienes las llevaban contra la infección del coronavirus (Kolata, 2020). Por otra parte, es lógico pensar, a pesar de que se niega sistemáticamente, que no puede ser saludable o inocua ninguna barrera física para la respiración; es importante recalcarlo, aunque esto no sea materia de análisis en el presente escrito.
El poder del relato, reiterado millones de veces, convence al desprevenido de que un trapo en la cara, cubriéndole nariz y boca, logrará salvarlo de un amenazante virus, y el individuo, convencido de la utilidad de su acto, participa junto a los demás miembros de su comunidad del ritual mediante el cual cree exorcizar, con la sola colocación de su mascarilla, parte de los males del mundo. La reiteración casi hasta el infinito de un mismo mensaje obra en la mente de las personas como el cimiento de cualquier construcción discursiva, por inconsistente que fuere. No importa que vaya montado en una bicicleta o esté chapoteando solo en una playa de la costa atlántica; tener el barbijo perfectamente puesto representa casi un amuleto, desde el momento en que su servicio solo se reduce a una desmedida creencia en él.
No sería descabellado pensar que el verlo colocado permanentemente en la cara de las personas que nos rodean, procure recordarnos de manera constante que nuestros hermanos, los miembros de la misma comunidad que habitamos, se han vuelto una amenaza para nuestras vidas. Así se plantea y así es recibido y decodificado por una gran cantidad de seres humanos. Ver personas con sus rostros cubiertos nos recuerda permanentemente que debemos sentir miedo, y es ese el mismo sentimiento que refuerza el hábito de usarlo. En lo superficial el discurso oficial pretende decirnos que así podemos estar tranquilos, pero en lo profundo no es la tranquilidad lo que predomina sino el permanente retorno al temor. No vimos los muertos por covid, no pudimos visitar a seres querido internados, y ni siquiera pudimos despedir sus restos una vez fallecidos. Era el barbijo, omnipresente en las calles, el que no se cansaba de gritarnos que la tragedia se estaba desarrollando y que no debíamos olvidarla. No nos liberaba del miedo, nos aprisionaba en él.
El hombre con barbijo está acosado por múltiples temores. Tiene miedo a enfermarse, tiene miedo a enfermar a otros y tiene miedo a ser excluido o rechazado. Si por ventura decidiera dudar de “la verdad” que plantean medios, gobernantes y referentes de la salud debería enfrentarse tal vez a su propio convencimiento de que él, individualmente, no es importante, o al menos no es lo más importante, ya que lo verdaderamente trascendente, aquello para lo cual debe sacrificar su normal respiración, es el colectivo que integra, la sociedad que habita, la comunidad de la que forma parte.
El miedo a la enfermedad es, en síntesis, el miedo a convertirse en víctima, el miedo atroz a morir, en tanto el miedo a enfermar a otros es el temor a ser victimario, el miedo a matar. No es culpable de ninguno de los dos temores; le han convencido de ello, y sólo le es reprochable su vulnerabilidad. Por otro lado, en una sociedad en la que sus integrantes viven atormentados por la búsqueda de aprobación, expresada, por ejemplo, en los “me gusta” o los “me encanta” de las redes sociales, el hombre con barbijo teme no gustar o, peor aún, ir cosechando a su paso una marea de “me enfada”. Todo debe ser políticamente correcto. La lapidación fue reemplazada por la cancelación, que es el equivalente moderno a una muerte pública de la persona humana.
Su individualidad, su esencia humana, única y distinta de cualquier otro, se transforman en cuestiones secundarias y se supeditan al “bien común” decidido por la autoridad de turno. Y esto pone a los seres humanos ante el grave riesgo de no ser ya más los artífices de sus propias vidas –dentro siempre, por supuesto, de límites razonables– sino de tener que seguir los mandatos de quien en un determinado momento se autoproclama rector de la vida de los demás. La excusa de tal poder omnímodo y discrecional es una palabra vaciada de contenido y significado, solidaridad. Por solidarios, deben los seres humanos tapar sus caras; por solidarios deben convertir sus cuerpos en tubos de ensayo de productos farmacéuticos, por solidaridad deben dejar de trabajar y de estudiar, por solidaridad deben cerrar su negocio. No estamos lejos del día en que se diga, tal vez, que por solidaridad deben morir.
Hay quienes, como obedeciendo y no, llevan el barbijo en la barbilla. Muchas veces se trata de ciudadanos cansados de que les llamen la atención o recelosos de encontrar el acceso prohibido a algún lugar. Otras veces, en cambio, se comportan al modo de un caracol que de por vida estará obligado a cargar su refugio, su zona de confort, y que, ante la más mínima proximidad de la amenaza –una tos sospechosa o un hombre sin barbijo–, disimuladamente o no tanto, con sus dedos índice y pulgar reubicará su mascarilla en el lugar que crea más propicio, tapándose la nariz hasta cerca de los ojos. Como el caracol se repliega en su caparazón ante la aparición de una amenaza, el ser humano con barbijo se refugia en la seguridad de una tela de unos diez por veinte centímetros. Ahí, así lo cree, estará a salvo.
En la enorme mayoría de las personas que portan el barbijo absolutamente seguras de lo que hacen, la creencia ha reemplazado al conocimiento. Tienen un convencimiento casi religioso. No les hacen falta argumentos y tampoco los desean. Están seguros de que hacen lo correcto. No cuestionan ni se cuestionan. Ante la más mínima puesta en duda de lo que podría ser calificada como su fe, preguntarán con media sonrisa dibujada en el rostro: “¿No ves que cuando se usó barbijo disminuyeron los casos de otras enfermedades respiratorias?”. Y olvidarán que cuando se hizo obligatorio el barbijo, tampoco había colectivos para tomar, ni se iba a clases ni al trabajo… Ante la ausencia de circulación humana, tampoco había circulación viral. Pero quizás sería en vano decirles eso. No lo creerían o no lo considerarían.
Bibliografía consultada.
Evans, Max. 2019 (7 de marzo) Prosopagnosia, la rara enfermedad que hace que no pueda reconocer mi cara ni la de mis seres queridos. BBC News Mundo.
https://www.bbc.com/mundo/noticias-47482217
Kolata. Gina. 2020 (18 de noviembre). Un estudio en Dinamarca cuestiona la protección que dan los cubrebocas a los usuarios. The New York Times.
https://www.nytimes.com/es/2020/11/18/espanol/ciencia-y-tecnologia/cubrebocas-protegen-covid.html
Parra, Mari Cármen. 2022 (19 de abril) ¿Qué es el síndrome de la cara vacía? El curioso efecto secundario de las mascarillas. ABC Actualidad.