Más de diez millones de niños nacieron en Afganistán durante los 20 años de ocupación de Estados Unidos, entre 2000 y 2021. Esa ocupación nunca tuvo que ver con hacerle el bien a sus habitantes, sino con adueñarse de los grandes yacimientos hidrocarburiferos en los que Afganistán ocupa los primeros puestos del top ten mundial.
Los niños de los últimos 20 años crecieron escuchando historias de horror, castigos físicos y falta de libertad que sus padres padecieron durante la época talibán, desde 1996 al 2000, cuando la ley Sharía se aplicaba a raja tabla y cuyo incumplimiento se castigaba con ejecuciones públicas, amputaciones y latigazos.

Estas historias estaban más cerca de la ficción que de la realidad para la generación que -nobleza obliga- gracias a EEUU, creció en un entorno donde los niños podían ir a la escuela, las mujeres podían trabajar, los hombres se podían afeitar la barba y cualquiera podía escuchar música occidental sin temor alguno.
A pesar de eso, la guerra, los reclutamientos forzosos por grupos armados, las sequías, las epidemias, la pobreza, los matrimonios infantiles, los abusos, el retraso y la desnutrición seguieron siendo parte de la vida de Afganistán, uno de los peores lugares del mundo para crecer.
De acuerdo a los datos arrojados por Unicef, desde el comienzo de 2021, murieron 550 niños y 1400 resultaron heridos como consecuencia de la guerra. Más de 200000 niños fueron desplazados a otras zonas del país, para alejarse del conflicto. Pero, todo esto en comparación con la época talibán de sus padres, era un paso hacia el progreso y la libertad.
En este momento, todos esos avances se diluyeron, porque Afganistán retrocedió a sus años más oscuros con la nueva victoria del régimen talibán. Y esos más de diez millones de niños se enfrentan ahora a un futuro casi tan oscuro como la niñez de sus padres.
Actualmente, los colegios de Kabul y Kandahar permanecen cerrados como consecuencia del COVID, pero sus alumnos esperan volver a la escuela en septiembre, cuando la pandemia dé tregua. Aunque ahora uno de los principales temores es que los colegios no vuelvan a abrir sus puertas a las niñas.
Anteriormente, las niñas debían abandonar su formación al cumplir diez años.
Por el momento, los portavoces del nuevo régimen aseguran que no se va a prohibir la educación de las niñas y para corroborarlo, Unicef dice que en las zonas que han ido tomando los talibanes, las escuelas han seguido abiertas.
El régimen talibán no permite que las niñas mantengan contacto con los niños una vez alcanzada la pubertad y esta prohibición se mantiene. Por lo cual, tendrían que construirse escuelas para las niñas y como su educación no es una prioridad, lo más probable es que tengan que abandonar su formación.
Hasta ahora, nadie sabe qué futuro espera a los 9.500.000 menores afganos en edad escolar.
Gowardesh, ubicado en lo profundo del valle de Nuristán. Limita al este con Chitral, en el noroeste de Pakistán y está rodeado por las provincias de Badakhshan y Panjshir, en el noreste de Afganistán. Es un territorio inhóspito, bastión de la crueldad de las distintas milicias religiosas. Durante la ocupación soviética, en los 80, la zona se convirtió en el centro de la secta salafista puritana. La dureza de su gente hizo que la región permaneciera en gran parte libre de la presencia soviética. Varios grupos que luchan en la región actualmente se inspiraron en el Islam salafista. Durante ese período, Mawlawi Afzal, afirmó que había establecido un mini-estado islamista.
En 2001, tras la invasión norteamericana, Nuristán se convirtió en un foco de insurgencia. Era una de las provincias más peligrosas para las fuerzas internacionales. Wanat, el sitio de un remoto puesto militar estadounidense, fue el escenario de una gran batalla en 2008.
En estas tierras, la tradición se ha mantenido fuerte y los años de sumisión a la ley religiosa, alimentados por las numerosas madrasas financiadas por Pakistán, han seguido presentes en los ancianos y en la mujer, condenada al burka como símbolo de la negación de su condición de ser humano.
A pesar de eso, Gowardesh, es una zona en la que se respiraban aires de cambio. Los niños corrían a recibir a los soldados. No tenían miedo. Las niñas también. Esos «infieles al profeta», no sólo les traían golosinas en sus visitas, sino que también abrieron un colegio, donde todos podían ir a estudiar.
Las mujeres no tenían miedo de mostrar su rostro. Los hombres tarareaban canciones pop occidentales sin temor a ser reprendidos o azotados. Formaban parte de una generación, llamada a construir un Afganistán postalibán. Un nuevo estado donde la barbarie fuera parte de un pasado oscuro. Un país donde la institucionalidad y la libertad no se sometieran a una interpretación retrógrada del Corán.
Pero, antes del 11 de setiembre de 2021, plazo establecido para la desocupación militar, Afganistán volvió a la pesadilla.
A Gowardehs ya no llegan más «infieles». Regresó el burka y la música islámica vuelve a oírse en las emisoras de radio. El terror ha vuelto a los profundos valles del Nuristán.