El viernes a partir de las 21 en la Ventolera se realizará una muestra por parte de artistas visuales como homenaje al chileno Pedro Lemebel, fallecido a principios de este año.

Lemebel fue uno de los más reconocidos artistas chilenos de los últimos años.  Nacido en una familia humilde de Santiago en 1952, pasó por la universidad para recibirse como  profesor de Artes Plásticas. En los años 80 comenzó a publicar en distintas revistas y antologías. Años complejos del régimen pinochetista y durante los cuales sufrió la persecución por su abierta homosexualidad. En los noventa pasó de ser un performer y escritor casi marginal a ser una de las figuras del arte contemporáneo chileno. Conocido por su histrionismo, el uso de maquillaje y tacos altos en sus presentaciones que siempre fueron provocadoras y lo llevaron al punto de convertirse en un casi mito dentro de la contracultura trasandina. Además de los cuentos también se dedicó a la crónica y la novela.

Murió el 23 de enero de 2015, a los 62 de años de edad, aquejado de un cáncer a la laringe. Y este viernes distintos artistas plásticos realizarán un pequeño homenaje en La Ventolera, O`Higgins 585 a partir de las 21 horas.

A continuación compartimos uno de sus escritos:

Una chica con polera del Che entre los pinochetistas

Como un gran teatro de marionetas, la patria de marzo en 1998, abrió su cortinaje al espectáculo donde asumía el tirano al Parlamento. Y si bien es cierto, muchos sabían que esto tarde o temprano se iba a producir, no pocos esperaban inocentemente que la Concertación haría de puente cortado para que el vejete no completara el itinerario prepotente de su Constitución. La misma carta política que él preparó como un ajuar corrupto para legalizar su cochina gestión. Más bien éste fue otro golpe de Estado, oficial y democrático, ahora de terno y corbata para estar ad hoc con la facha parlamentaria de los nuevos tiempos. Y fue como una teleserie, en que todo el país presenció perplejo el episodio caradura de su rodaje. Hasta el gran final, que culminó cuando el ñoño dictador juró como senador vitalicio, plenipotenciario, designado y divinidad sinvergüenza. Luego todo pasó y el pueblo chileno hizo gárgaras para guardar este nuevo golpe bajo en su memoria. Alguna escena de esta película desfilará en esta crónica, para que el devenir de los acontecimientos no borre la traición maloliente de aquéllos que no dijeron nada, de aquéllos que le estrecharon la mano, de ésos que brindaron por su nombramiento, de otros que se hicieron los lesos, y todos concertadamente juntos, hipócritamente le dieron la pasada.

Y el mismo día, como cualquier otro en que una chica de 17 se enfunda su polera taquillona estampada con la foto de Guevara. Porque hace tanto calor y el mediodía le transpira y le empapa la imagen tibia del guerrillero en sus tetitas progresistas. Sobre todo un 10 de marzo, cuando Pinochet, después de jurar como senador, entrega el mando del Ejército, y en las esquinas de Santiago, el blindaje verde oliva de la repre dirige el tránsito con su escuadra motorizada. Pero ella va primavereando la mañana del barrio alto, con su libertario desparpajo de llevar esa polera del Che frente a la Escuela Militar, donde se intercambia el mando del Ejército y la vereda hierve de viejas fans de Augusto. Señoras de peluquería, esposas de los mandos medios que no fueron invitadas al acto oficial. Pero igual están allí, gritando, llorando emocionadas, agitando las mismas fotos del anciano dictador. Y nada más son un grupete de fachos integrantes del Porvenir de Chile, juventudes de la UDI, Renovación Nacional y beatos del Opus Dei, todos de poleritas blancas, marciales junto a su patrono que esta mañana abandona los hábitos con el dolor del marcapasos que lleva por corazón. Igual la trifulca milica retumba en el pecho de la barra derechista que aplaude a los generales y comandantes que llegan como ekecos bolivianos cargando un boliche de medallas, tintineando como campanilleo de burdel. El panorama tiene aires de Tercer Reich, y ni las palomas afean el cielo sobre las tropas formadas en el patio de la Escuela Militar, esta mañana de macabro resplandor. La policía ha puesto barreras para encauzar al pinochetismo, que se encarama en los fierros, para ver de cerca a los ministros del pasado régimen bajando de los autos con sus esposas, todas decoradas y terneadas para la ocasión. Alguna de ellas saluda levantando la mano derecha; y la chusma eufórica le contesta con un «Viva Chile Pinochet». Allí todos están de acuerdo y festejan su complicidad en el ondear del trapo chileno que colorea el ambiente. Más bien casi todos, menos la chica desprevenida que cruza la calle luciendo su polera con el Che. Y ella va sin darse cuenta todavía porque las viejas la miran con cara de asco. Y luego la insultan y más allá la escupen y le dan carterazos, diciéndole ándate a Cuba, maraca marxista. Entonces ella se da cuenta de que está en medio de la jauría que quiere lincharla por usar ese símbolo. Apenas es una pendeja, pero atina enfrentando al grupo, diciéndoles que ella está en su barrio y se pone lo que quiere. Entonces la reacción del gentío es peor al saber que es una niña bien, pero que traiciona a su clase, llevando al guerrillero dibujado en su pecho. Ahí recién le baja el terror al ver la mirada de los muchachones nazis cargada de odio y morbosidad. Allí apura el paso para alcanzar la reja de su casa, pero un bofetón le quema la cara, y tambalea pero no cae, ni llora tratando de esquivar los arañazos y manoseos en ese callejón oscuro que amenaza destriparla. Y ahí mismo por suerte, los pacos que observaban indiferentes este alboroto, intervienen rescatándola, mientras apaciguan el odio ciego del fanatismo fascistón. Esa rabia deshumanizada del derechismo que al momento estalla en aplausos y vítores porque se aproxima la comitiva de Pinochet. En los altos edificios los tiradores vigilan atentos cualquier desliz, cualquier sombra ajena al jolgorio militar que pretenda empañar la ceremonia. En tanto, la chica con la polera del Che ha cruzado la reja de su casa y avanza por el amplio jardín. Y aún nerviosa cuando entra por la cocina, se prepara a recibir los retos de su familia, la reprimenda burguesa que le echa en cara su desatino al usar esa provocativa polera. Esa inocente polera que hasta ese día era un trapo más, pero ahora se ha convertido en su tierno baluarte, y al sacársela, la dobla cuidadosamente y la guarda como una bandera, mientras en la televisión se escuchan los sones del himno nacional.