El discurso de Francisco en Bolivia durante el II Encuentro Mundial de Movimientos Populares sella el cambio doctrinario de la Iglesia a partir de la asunción de este Papa que reconoce que este sistema impuso una lógica de las ganancias sin pensar en la exclusión o la destrucción de la naturaleza. (Daniel Escotorin)

Cambio inesperado, en tanto el Vaticano dominado secularmente por la filosofía europea había llevado a cabo una reversión extrema respecto de lo establecido en el histórico Concilio Vaticano II bajo Juan XXIII a principios de los sesenta, sus encíclicas posteriores hasta Pablo VI y el Encuentro de Medellín de 1968.

No se puede subestimar de ninguna manera el efecto que tendrán a mediano plazo, sobre todo en nuestro continente, sus palabras, su gestualidad y la visión de la nueva realidad continental. No es que su discurso se limite a la realidad continental, muy por el contrario, entiende el contexto de globalización y reclama una “globalización de la esperanza”, pero es en este continente, su pueblo, sus pueblos, los más receptivos a su mensaje. Latinoamérica es el territorio que alberga a la mayor cantidad de población católica del mundo, es a su vez donde el sincretismo religioso cultural entre el catolicismo hispánico impuesto violentamente y las identidades originarias dieron a luz a nuevas formas, ritos y creencias: una Fe latinoamericana. Fe que con sus contradicciones a cuestas, con oposiciones y antagonismos sociales, supo sumar a la construcción de proyectos políticos emancipadores desde la misma conquista hasta el presente. En este hoy y aquí es donde se procesó la resistencia que puso un límite al neoliberalismo criminal de los noventa y se abrió el camino hacia nuevos proyectos aún indefinidos, nebulosos, inciertos y la llegada de Francisco viene a echar una oleada de fortaleza a este caminar popular.

“queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta (…) no lo aguantan los Pueblos… y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra…”

Francisco está sentando una nueva doctrina social, tanto desde este discurso como otros anteriores y su última encíclica publicada en el mes de mayo es superadora de la esencia original de la visión equilibradora de la postura oficial frente a la desigualdad, la pobreza, el capitalismo y el socialismo no siempre con suerte. Finalmente se trataba de mantener el status quo dosificando las injusticias sociales, así fue durante los dos primeros tercios del siglo XX. Vaticano II abriría las puertas hacia reformas impensadas. El Papa establece como prioridad el “bien común”, la relación y equilibrio Humanidad – naturaleza como anterior y primordial en relación a la economía – lucro – explotación. Así el concepto filosófico de “propiedad privada” como derecho natural se pospone en función de un sistema basado en la armonía social y ambiental: el buen vivir.

Si la DSI era la búsqueda de un equilibrio entre el capitalismo y el socialismo, a partir del concilio aparece el ecumenismo como base de diálogo entre iglesias, doctrinas e ideologías; la Iglesia se acerca al marxismo y en América Latina en 1968 tras el Encuentro Episcopal de Medellín se desarrollan nuevas líneas pastorales como la Opción Preferencial por los Pobres y la Teología de la Liberación, el encuentro más íntimo entre marxismo y catolicismo. Uno de los ámbitos donde se recrearán estas líneas serán las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), espacios de reflexión evangélica y social surgidos en las comunidades campesinas, barriales, indígenas, populares de toda América. Fueron una fuente excepcional de dirigentes sociales y políticos comprometidos con el cambio social y así también fueron blancos de la represión desatada en cada país donde el orden establecido percibía su fragilidad y el peligro de cambio.

“La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos. La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la casa común”

Dictaduras militares, intromisión norteamericana (doctrina de seguridad nacional) y la llegada de Karol Wojtyla (Juan Pablo II, 1978-2005) al Vaticano será el cóctel con el que se atacará el peligroso germen de una Iglesia al servicio de los desposeídos y explotados. Como claro ejemplo (y estos abundan) el silencio miserable del Papa en 1980 cuando el arzobispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero, fue asesinado por sicarios de ultraderecha apoyados por el ejército salvadoreño que combatía y reprimía a las organizaciones populares de ese país. Luego vendría la guerra civil encabezada por el hoy partido gobernante el FMLN. En definitiva se atacó a un sector importante de la Iglesia, tanto que desde entonces se habla de una “iglesia latinoamericana” en referencia a los valores propios sustentados a diferencia de la postura dominante del sector europeo.

Su sucesor se encontró con un verdadero caos mezcla de corrupción moral y económica. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) provenía de la línea más ortodoxa y conservadora promovida por su antecesor. En su calidad de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el Tribunal de la Santa Inquisición del siglo XX) el cardenal alemán había llevado a cabo una celosa purga de elementos cercanos a cualquier postura progresista. Condenó la Teología de la Liberación y “silenció” a sus referentes más prominentes, entre ellos el hoy exsacerdote Leonardo Boff.

Benedicto XVI, crecido en un ambiente puramente intelectual, no pudo o no tuvo armas reales para enfrentar el oscuro y silencioso mundo de la poderosa burocracia vaticana, ni los desafíos de una Iglesia que ya no tenía razón de ser luego de la debacle socialista de 1989 en un mundo multipolar tras el fracaso del “pensamiento único” y las consecuencias del neoliberalismo. Superado y agobiado renunció y abrió las puertas a una necesaria renovación.

“La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano (…) es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece”

La elección de Jorge Bergoglio como nuevo Papa (Francisco) tiene características que lo ponen en el grado inédito: 1) primer papa no europeo (en dos mil años de pontificados) 2) de origen americano (lo argentino no es relevante, salvo para los argentinos) y 3) su carácter de jesuita. El Vaticano asumió así el desafío y el riesgo de afrontar una nueva etapa histórica que reclama esa obligada reforma. Riesgo puesto que una vez puesta la cabeza para este proceso, las derivaciones podían ser, y de hecho lo son, inesperadas y convulsionantes para una institución nada proclive a cambios bruscos o radicales.

El andar de Francisco viene levantando un oleaje de críticas, apoyos, dudas y expectativas. Por izquierda y derecha, dentro y fuera de la Iglesia, desde Europa hasta América. Los sectores conservadores o ligados al poder económico protestan entre murmullos la “politización” de la Iglesia (o de Francisco), por izquierda subestiman y tildan de oportunismo o impostura el discurso papal, sectores que hasta ahora no habían reprobado las posturas de la Iglesia porque de hecho no eran afectados por sus palabras. Desestiman la influencia que ejerce la institución, sus ritos, sus símbolos sobre millones d personas; la Iglesia (y la figura papal) en tanto factor de poder, penetra en la conciencia y en los valores de la sociedad. Pretender una definición “marxista” o la propuesta programática revolucionaria es por lo menos absurdo. Que un discurso religioso no se ajuste a los apotegmas políticos de rigor no implica que en sí mismo no contenga el germen que desarrolle o fomente la política, por otra parte no forma parte del “debe ser”. La izquierda miope, acostumbrada a interpretar la realidad con su propio catecismo y manual, no comprende la potencialidad de estos gestos en una etapa donde se vivió una verdadera y profunda restauración conservadora que desarticuló los componentes transformadores y comprometidos del cristianismo en América. La Iglesia no va a hacer la revolución, pero sus valores, como en las décadas del sesenta y setenta (incluso los ochenta en Centroamérica) cuando se esparcieron en el conjunto de las organizaciones populares, en el seno de las clases populares, fortalecieron y galvanizaron las diversas fuentes de identidad política de estas.

“El destino universal de los bienes (…) es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad debe estar siempre en función de las necesidades de los Pueblos”

El discurso de Francisco propone el diálogo (ecuménico) de las tradiciones y las identidades sociales, culturales y étnicas de nuestro continente: los pobres (categoría sociológica pero también evangélica), trabajadores, originarios, jóvenes, mujeres, cristianos, etc., unidos bajo una causa que nada tiene de abstracto, espiritual o extemporáneo: la defensa de los bienes comunes, los recursos naturales, nuestro medio ambiente devastados por “la ambición desenfrenada de dinero que gobierna (…) pone en riesgo esta nuestra casa común”. La casa común, la madre tierra arrasada por el colonialismo (los colonialismos enajenantes).

Finalmente, no se trata de una Iglesia que se pone a la cabeza de nada, no lo pretende, ni se lo propone, por el contrario Francisco retoma aquella histórica definición de Salvador Allende (“la historia es nuestra y la hacen los pueblos”) cuando afirma: “La historia las construyen las generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino”) he ahí la terrenidad de sus palabras, la comunión entre Historia y Fe. La conclusión en una identidad que se transforma en una Fe revolucionaria.