Los libros no hacen la Historia pero hay libros históricos. El autor de uno de ellos murió el pasado lunes. Hablamos de Eduardo Galeano, ese hombre que uno nombra con una familiaridad y un dejo de ternura propio de quienes hablan de un amigo al que, sin embargo, nunca conocieron en persona. (Daniel Avalos)
La cercanía se explica porque la relación con él estuvo mediada de manera fundamental por ese libro que acá calificamos de histórico: “Las venas abiertas de América Latina”. Un libro que como todos, es producto de un determinado proceso histórico -el de una Latinoamérica devenida en botín de guerra de las potencias a lo largo de los siglos- aunque aquellos que se sumergieron en sus páginas experimentaron la convicción de que ya podían explicar el insólito devenir de un continente rico en el que millones viven miserablemente. Galeano había logrado con ese libro lo que otros muchos autores habían querido lograr escribiendo otros muchos libros: que el lector llegara a la página final y cerrando la publicación exclamara para adentro o para afuera que “Ahora sí sé porque somos un continente desgraciado. Ahora sí sé contra qué hay que luchar para dejar de serlo”.
He ahí la diferencia fenomenal de Galeano con respecto a muchos intelectuales que acumulan conocimientos que sólo les sirven para levantar murallas que los incomunican con el mundo que los rodea. Galeano no. Él acumuló sabiduría, estimuló el rigor analítico, buscó información, procesó la misma, deseó no ser cómplice de la enajenación colectiva y, muy fundamentalmente, sintió la necesidad de compartir con el otro aquello que sabía y sentía. Algo que sólo puede alcanzarse cuando el dueño de ese deseo siente que no alcanza con contar una historia sino que hay que hechizar al que escucha. Objetivo que los escritores sólo pueden cumplir inventando una forma de contar, obligándose a crear las palabras y desarrollar un instinto certero sobre aquello que sí debe decir y aquello que debe ocultar para excitar y prolongar la atención de quien lo lee. Galeano era eso no por formalismo del lenguaje, sino porque quería que los demás escuchen con atención la medula del mensaje que tenía para compartir con “Las venas abiertas…”: Latinoamérica ha sido condenada a la pobreza por aquellos que a partir de ella se garantizan su propia opulencia.
Ese es el núcleo de aquel libro histórico. Un núcleo de absoluta vigencia. Y para confirmarlo podemos extraer algunos extractos. Por ejemplo aquel que dice “Cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea”. La escribió a principios de los setenta para explicar lo que habían significado para los latinoamericanos de la época colonial productos como el azúcar o los minerales; pero que bien podrían emplearse para explicar lo que hoy sigue significando para provincias como las nuestras el mismo azúcar u otros productos desgraciados como la soja que a todo le impone un color verde. Sea por los dólares que acumulan los ingenios de capitales peruanos (San Isidro en Campo Santo), o norteamericanos (El Tabacal en Orán) o los apellidos portugueses, uruguayos y no pocos argentinos que se han convertido en los dueños de alfombras kilométricas de un verde intenso color soja al que se ha reducido el paisaje, amenazando así la diversificación productiva y desplazando a cientos de campesinos que ven cómo se asesina la tierra en la que alguna vez soñaron desarrollarse.
La frase de Galeano explica bien el proceso: todo desarrollo primario atado al mercado mundial trae opulencia para unos y desgracias para muchos otros. Magistral frase escrita en 1971 en clave Teoría de la Dependencia, la cual, simplificando, decía más o menos así: nuestros países son estructuralmente dependientes de los países industrializados y esa dependencia explica el buen vivir de aquellos. Para que ellos vivan en la opulencia nosotros debemos sangrar. “Es América Latina, la región de las venas abiertas (…) nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena: nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad del otro: los imperios y sus caporales nativos…”. La frase, insistamos, es de una vigencia lacerante. Tan vigente que en todo se parece con esta otra escrita en 2008: “La nueva inflexión marca el (re) descubrimiento e interés en América Latina, como continente rico en materias primas, minerales y vegetales, agua y biodiversidad (…) La nueva etapa consiste en la generalización de un modelo de producción extractivo y exportador que se traduce en el saqueo y destrucción de los bienes materiales” (Maristella Svampa, “Cambio de época”. 2008).
Por supuesto que al núcleo duro del libro de Galeano habría que complementar con las situaciones que él no podía ver al escribir aquel libro. Porque si bien la vigencia de ese planteo está vinculada a las continuidades de un tipo de capitalismo, no es menos cierto que el capitalismo que describió Galeano experimentó modificaciones. El de 1971 precisaba del caporal nativo del que el capital puede prescindir porque si el mercado mundial requirió en el siglo XX de los Patrón Costas para exportar azúcar, hoy ese mercado mundial considera mejor instalarse directamente en Salta: la Searbord Corporation en Orán ha desplazado a Patrón Costas. Ella, como muchas otras multinacionales, luego de la devastación menemista, es la que se instala para extender el monocultivo y extraer los recursos. Es ella, directamente, la que administra una región según los mandatos que el mercado mundial asignó al territorio contando con los agentes del Estado provincial que montan toda una ingeniería legal para que así ocurra. Porque la multinacional sabe perfectamente qué recursos buscar, dónde buscarlos, cómo extraerlos, cuándo venderlos y cómo producir mayores volúmenes reduciendo costos. La multinacional, en definitiva, sabe muy bien cómo estructurar un país que no es el suyo. Y sabe muy bien que ahora para acumular dinero hace falta “explotar” como en el siglo XX pero también “excluir” que es una marca del siglo XXI. De allí que su agenda incluya reprimarizar la economía, potenciar la precariedad laboral y reforzar los sistemas represivos porque quieren que los pobres entiendan de una buena vez que en el nuevo capitalismo millones de hombres y mujeres sobran.
En fin, variables de análisis que creemos pertinentes a la época pero que sólo vienen a sumar y no a desplazar aquello que Galeano estampó en su libro. Desde entonces, ese libro es el mejor de los manifiestos libertarios de América. Porque si la función de un manifiesto en la tradición de izquierda es llamar a los oprimidos a la luchar contra la injusticias, “Las venas abiertas de América Latina” es el mejor de todos por contar con los elementos centrales de escritos de ese tipo: una explicación sobre el por qué luchar, un claro intento de seducir a los que deben involucrarse en la pelea y mostrarles a los potenciales combatientes los inconvenientes y las virtudes de la lucha misma. De allí que ese libro sea un espectro que recorre Latinoamérica. No lo espectral tétrico asociado a lo sobrenatural y diabólico; sino lo espectral bueno que, como diría Ricardo Forster, reinstala lo olvidado y reaparece allí donde algo está inconcluso: la unidad de América Latina y su propia liberación.
Por eso el carácter de “libro histórico” de la obra de Galeano. Un libro que sólo pudo haber sido escrito porque un tema central encontró tras mucho buscar al gran autor que lo presentara. Un escritor genial que al vivir la época que vivió, sólo pudo trascenderla por su condición de gran guerrero. Uno de características especiales que como otros de su generación (Rodolfo Walsh, Osvaldo Bayer, Juan Gelman entre otros) parecen ser dueños de una tristeza rabiosa, esa que los lleva a denunciar las peores injusticias con férrea determinación pero con ademanes sobrios y pausados. Guerrero dispuesto a dar las batallas culturales que fueran necesarias, pero que parecía querer ganarlas para ir en busca de un prado lleno de flores donde dejarse caer y así quedar oculto entre las mismas. Guerrero que tras miles de batallas decidió recoger anécdotas edificantes de miles de héroes anónimos que habitan el planeta. Guerrero que amablemente iba en auxilio de aquellos que volcados al mundo de letras, amaban las pasiones populares como el fútbol que en el mundillo selecto y elitista de la academia, el progresismo y la revolución se asociaba a una maniobra del imperialismo para mantener en edad infantil a los pueblos oprimidos.
Puede entonces que la mejor forma de describir a Galeano sea recurriendo a Galeano mismo. Al relato que hizo del zaguero brasileño Domingos Da Guía en su libro “El futbol a sol y sombra”. Para tratar de probarlo lo único que aquí haremos es reemplazar las palabras “domingada” y “pelota” que uso Galeano en aquel escrito por los términos “galeanada” y “palabras” que usara ahora Cuarto Poder. Creemos que el lector y el oyente de Eduardo Galeano coincidirá con nosotros en que esos 292 caracteres pincelan bien a ese uruguayo que siempre sentimos nuestro: “Hombre de estilo imperturbable, todo lo hacía silbando y mirando para otro lado. Él despreciaba la velocidad. Jugaba en cámara lenta, maestro del suspenso, gozador de la lentitud: se llamó “galeanada” al arte de salir del área a todo calma, como él hacía, desprendiéndose de la “palabra” sin correr y sin querer, porque le daba pena quedarse sin ella”.