Las Fiestas del Milagro incluyen a varios que confluyeron en el “milagro” mayor que se rememora por estos días. El relato es exitoso e invisibilizó lo que la disciplina histórica muestra: un proceso que en el XVII apeló a los “milagros” como recurso de evangelización en toda América del Sur. (Daniel Avalos)

Un rodeo se impone. Es para retomar ese concepto que por cuestiones de estricta política nacional, se ha convertido hoy en día en una habitualidad del lenguaje: el relato. El antikirchnerismo entiende por “el relato” a un proceso por medio del cual un sector, deformaría la realidad para imponer un sentido de las cosas que si se apodera de las masas, provoca que éstas vivan en una especie de estado alucinatorio que aún siendo ajeno a los hechos, les permite vivir un estado de no angustia. Todas las religiones tienen un relato. Y casi todos esos relatos fueron exitosos.

El caso de las Fiestas del Milagro en Salta es un ejemplo de ello. En ese relato salteño, la figura del milagro lo atraviesa todo porque las Fiestas del Milagro son una confluencia de “milagros” que desembocan en uno mayor que hace de momento fundante para la celebración que hoy convoca a la provincia. El primero de ellos consistió en el arribo, en 1592 al puerto del Callao, de los cajones que contenían las imágenes del Cristo Crucificado y una Virgen del Rosario. Nadie sabía ayer, ni sabe hoy, qué ocurrió con la nave que los transportaba y allí, justamente, radica el hecho sobrenatural acaecido por intervención divina, tal como se definen a los milagros. Lo que, a priori e inexplicablemente, sí sabemos es que la Virgen tenía por destino final Córdoba, y el Cristo, Salta.

Cien años después, la secuencia milagrosa reaparece con los terremotos de septiembre de 1692. Los mismos se atribuyen a la ira divina por la relajada moral de los habitantes de estas tierras. En medio del obvio pánico colectivo, milagrosamente el cura jesuita José de Carrión escucha una voz que le aconseja rescatar a la imagen del Cristo olvidado por el rebaño y venerarlo. Era esa la forma de atemperar el castigo. Igualmente milagroso resultó que la entonces imagen de la Virgen de la Inmaculada Concepción de María, hoy del Milagro, se mantuviera intacta en medio de la destrucción causada por el terremoto, y que la leve sonrisa de su rostro transmutara en gestos de súplica hacia la imagen de su poderoso Hijo, Cristo, a favor del ya por entonces escarmentado pueblo de Salta.

Finalmente, el milagro mayor: la quietud de la tierra en compensación por la renovada devoción del pueblo mediante penitencias colectivas y procesiones que también fueron popularizadas en otras tierras de esta América, como lo prueba el caso de del Señor de los Temblores en todo el Perú, pero particularmente en el Cusco: un Cristo crucificado pero de color cobrizo que tallado en España, fue embarcado al Perú como regalo de los reyes en la segunda década del siglo XVII; imagen que en altamar intervino “milagrosamente” para apaciguar una tormenta que amenazaba con hacer desaparecer la embarcación; Cristo crucificado que terminó reposando en el pueblo de Mollepata (cercano al Cusco) en donde, como en Salta, dejó de ser objeto de devoción de los creyentes hasta que, en marzo de 1650, un terrible terremoto provocó que la imagen fuera sacada en procesión con el objeto de apaciguar la ira divina. Ira divina que finalmente cedió ante la intervención de la imagen que desde entonces, también como en Salta, es objeto de procesiones multitudinarias que se repiten año a año con religiosa regularidad.

Una primera conclusión se impone: durante buena parte del siglo XVII en América Latina, la iglesia aseguró a la feligresía que el Creador garantizaba protección y gracia al rebaño, pero sólo si este se compromete a las devociones públicas que en el caso de Salta sorprenden hoy a propios y extraños, permitiendo, además, que los salteños puedan pensarse como parte de un pueblo elegido y en firme alianza con el Creador. Alianza celosamente administrada por la Iglesia que se auto faculta a ser la guardiana de los valores religiosos y culturales de la salteñidad que casi siempre promueve un tipo de salteño en el que no anidan rebeldías, y por ello mismo acostumbrado a dejar que las cosas pasen.

Lo imprudente

He ahí el mito fundacional de las fiestas del milagro. Contradecirlo es arriesgarse a la impopularidad, pero corramos el riesgo e hilvanaremos un linaje argumentativo alternativo. Uno que apelando a la Historia, apueste a explicaciones dadas por preguntas que demandan respuestas no sobrenaturales. Un excelente y ya viejo libro del historiador francés Serge Gruzinski (La colonización del imaginario. Siglos XVI-XVIII. F.C.E., 1988) ayuda. Y es que indagando sobre los métodos de evangelización de la iglesia colonial, Gruzinski va probando cómo el “milagro” fue parte de ese proceso de evangelización y que hubo periodos en donde parte importante del clero sentía repulsión por la idea del “milagro” como intervención divina en el mundo de los hombres. Ocurrió durante los primeros años de la evangelización en América, cuando los primeros franciscanos arribados a México rebosaban de optimismo y sentían que indígenas y españoles no precisaban de golpes mágicos para aceptar y seguir la fe católica. Golpes mágicos que, además, esos franciscanos consideraban peligrosamente cercanos a ciertas prácticas paganas.

Recién a fines del siglo XVI, y particularmente durante todo el siglo XVII, la Iglesia abrazó a los “milagros” como instrumento de evangelización. Desgarrada por crisis que terminaron en cismas, amenazada por el naciente racionalismo, impotente al descubrir que los indígenas americanos continuaban practicando sus creencias prehispánicas y los españoles se sumergían en los “vicios” terrenales, esa Iglesia perdió el optimismo original e imploró por la intervención directa de Dios en la labor pastoral. El “milagro”, como fenómeno, vino a ser el golpe mágico que convertiría y disciplinaría al rebaño descarriado. Método que siempre es más fácil de cumplir si la imagen de ese Dios es la de un ser que se presenta como implacable ante la insubordinación.

De allí que cien años antes de 1692, probablemente el jesuita José de Carrión habría sido sospechado de hereje al declarar que voces del más allá le sugerían cargar en procesión al Cristo Crucificado por las calles de Salta. Simplemente porque cien años antes de los terremotos que originaron el relato, los estados no ordinarios de conciencia como canal de comunicación con lo Divino eran objeto de sospecha. En 1692, sin embargo, ese tipo de “contactos” resultaron de gran ayuda en la evangelización y los jesuitas, además, se percibieron como la orden privilegiada en la materia. Una forma de evangelización que empezó con el siglo XVI y que puede rastrearse en los informes anuales que los provinciales jesuitas, con responsabilidad escrupulosa, remitían a Roma para informar los avances y límites de la evangelización en territorio americano.

Esos documentos, las Cartas Anuas, también se escribieron desde el noroeste argentino durante todo el siglo XVI y todos registraron los favores milagrosos de la Providencia: sueños con ángeles y santos que informan los pasos a seguir; pequeños milagros que resolvían problemas cotidianos y que van desde una donación, hasta la muerte de algún obstáculo a la obra del Señor y la Orden. Sesenta años antes de que José de Carrión testimoniara que una voz le había sugerido sacar en procesión al Cristo como condición insoslayable para frenar el terremoto, el jesuita Juan Darío, que había misionado entre 1599 y 1633 en Santa Fe, Santiago del Estero, San Miguel, La Rioja y Salta, era recordado como un virtuoso que había conseguido el permanente favor divino en el cumplimiento de tareas espirituales: “Los años 30 y de 31 fueron para toda la Provincia y principalmente para toda esta ciudad esterissimo y de grandissima hambre, la jente mas abastada no tenia que llegar a la voca y mucho perecian de hambre, pero nunca le faltaron al Padre dos grandes zurrones llenos de maíz, y con estar continuamente sacando (porque no se baciaba de pobres la casa) no se agotaron. Tuvolo el Padre rector (..) por cosa milagrosa y como tal la contava admirada, y el mismo padre no la negava, antes decía que el ponía sobre los Currones la cruz y que con esto nunca le faltaba…” (Daniel Avalos: “La guerra por las almas. El proyecto de evangelización jesuita en el Tucumán temprano”).

José de Carrión, sesenta años después, era parte del mismo proceso, aunque protagonista de un hecho que tuvo una dimensión insospechada en la historia provincial. Trama que tiene su hecho fundacional en la revalorización del milagro como técnica de evangelización, acompañada a su vez por el acecho constante de un Satanás empecinado en destruir la obra de la Iglesia. Trama histórica surgida al calor de un catolicismo barroco y medieval, en donde la culpa y el dolor primaron sobre el mensaje de amor de un Dios representado como un ser implacable ante las ofensas y, por ello mismo, dispuesto a castigar a fin de recuperar el equilibrio perdido. La leyenda sobre la destrucción de Esteco lo ilustra bien. Una ciudad que el relato oficial hace desaparecer con los terremotos de 1692 por la soberbia pecadora de sus habitantes. Y plagio casi exacto del texto bíblico del Antiguo Testamento que narra la suerte de Sodoma y Gomorra: lenguas de fuego que surgen de la tierra para consumirlo todo, y hasta la conversión en piedra de esa curiosa mujer que osó observar el espectáculo cuando se había comprometido, ante el profeta que anunció la catástrofe, a no hacerlo.

El éxito de ese relato es tal que, sin que nadie prohibía referirse en contrario, es muy difícil leer en la provincia trabajos históricos que indiquen que esa ciudad -Esteco- siguió existiendo después de los famosos terremotos y que su desaparición estuvo lejos de ser ocasionada por aquellos movimientos telúricos. Para mostrar lo primero conviene recurrir a una historiadora tucumana que sigue hablando de lo que ocurre en Esteco, aun cuando esa ciudad ya debería haber desaparecido del mapa: “los indios chaqueños quedaron alzados y se transformaron, para el Tucumán, en un enemigo tan peligroso como fueron antes los calchaquíes. Así, en 1696 los mocovíes casi destruyeron totalmente la ciudad de Esteco…” (Teresa Piossek Prebisch: Relación Histórica del Calchaquí. Archivo General de la Nación. 1999, nota 268 de pág. 114).

Para indagar sobre cómo fue languideciendo esa ciudad, conviene precisar que la consolidación de las ciudades de Jujuy, Salta, San Miguel, Santiago del Estero y Córdoba, la dejaban por fuera del circuito comercial que iba desde las minas del Potosí al puerto de Buenos Aires. Fue ese proceso el que convirtió a Esteco en lo que hoy denominaríamos un pueblo fantasma por la desaparición del ferrocarril. El proceso había empezado mucho antes y por ello mismo en 1634, el Obispo del Tucumán, al informar sobre el estado de su diócesis, registra que en Esteco hay sólo 30 casas y unas 2.000 almas, contra las 50 casas y 3.000 almas de Jujuy, y las 60 casas y las 6.000 almas de Salta (Carta del Obispo Maldonado al entrar en su Diócesis, en “Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán·, T.I, pp 137).

Pero el relato oficial prefiere lo otro. El relato exageradamente tenebroso que reclama penitencia por las ofensas a Dios. Los pocos documentos históricos que nos hablan de los hechos fundantes del Milagro registran procesiones propias de flagelantes. Ceremonias públicas que tampoco eran desconocidas en aquel siglo porque, entre otras cosas, los propios jesuitas las impulsaban con fervor. Las ya mencionadas Cartas Anuas del siglo XVII lo confirman al describir las formas como evangelizaban indígenas: “los miércoles y viernes de la cuaresma se les cuenta, por la noche, ejemplos y se sigue una disciplina”; “tres veces cada semana a tomar diziplinas precediendo un exemplo”; “se hico una famosa misión por todos los pueblos de indios de la comarca, fue extraordinaria la moción que ubo y frecuencia de sacramentos y fervor de las penitencias…en todos los pueblos se hacían disciplinas publicas como en Semana Santa y acudían los indios las demás noches con gran concurso a tomar sus disciplinas en la Iglesia” (Daniel Avalos: “La guerra por las almas…” Idem).

Las disciplinas, por supuesto, es el eufemismo entonces utilizado para referirse a las flagelaciones que buscan expiar las culpas por aquello que la Iglesia dictaminó como excesos. La novena misma puede entenderse en ese sentido. Por eso San Jerónimo, escribió hace siglos que el número 9, en la Biblia, indica “sufrimiento y dolor”. Sufrimiento y dolor que para una parte importante de la jerarquía eclesiástica actual, es la condición de posibilidad para alcanzar la gracia cristiana. Esa especie de llamado milagroso que permite que los hombres y mujeres abandonen un estado de confusión y pecado, para así abrazar el bien y la luz. Algo que, confesamos, no nos interesa saber si existe o no, aunque indudablemente resulte muy útil para quienes siguen interesados en convencer a los hombres y las mujeres de ser criaturas miserables e imperfectas.