Luego del comunicado del Subcomandante Marcos a 20 años del alzamiento zapatista en Chiapas, reproducimos 2 crónicas que Daniel Avalos publicara en este medio en el 2006 mientras cubría lo que México conoció como “La Otra Campaña”. Las crónicas fueron publicadas en el libro “A veintiséis manos” que reúne crónicas salteñas.
Un encuentro con el Sub[1]
1.-
La gorra estilo Mao desborda remiendos, pero el tiempo no ha sido suficiente para disimular el color verde-oliva. Por encima de la visera corta se hallan tres estrellas de cinco puntas. Todas debieron ser rojas alguna vez, pero dos de ellas están reducidas ahora a un rosado claro. Sólo la ubicada al medio conserva el color original. El pasamontañas que lo hizo famoso deja ver, por la zona de los ojos, que la piel es decididamente blanca, igual a la de esos hombres y mujeres presentes en las gigantografias publicitarias que cuelgan de los edificios del Distrito Federal y que yo no reconozco en los millones de mexicanos que transitan por allí. Esa piel clara que quiso ser usada por el gobierno mexicano para desprestigiarlo cuando el presidente Zedillo[2], en febrero de 1995, anunció que habían descubierto la identidad de los jefes zapatistas y presentó a Marcos como un profesor de clase media, blanco y sin relación con los indígenas. Pero los resultados fueron “muy otros”. La sociedad admiró al personaje que, teniéndolo todo –cargo universitario, buen sueldo, reconocida inteligencia, etc.-, lo sacrificó para internarse en la selva Lacandona en 1984 y luego encabezar el levantamiento indígena de 1994.
Los ojos que el pasamontañas también deja ver se adivinan claros. Pero difícil concentrarse en ellos cuando, recurrentemente, se vuelven hacia abajo para realizar algo que los intelectuales de todo el planeta le reconocen: tomar nota de todo y de todos los que hacen uso de la palabra. Tampoco hay dudas sobre la veracidad de observaciones más banales. Es el caso de esa nariz, más bien prominente, que el pasamontañas no logra disimular. Tiene las manos granes y los dedos largos. La derecha se ocupa de las notas y la pipa que humea constantemente. Ambas muñecas cobijan un reloj. Puedo ver el de la muñeca izquierda que indica las 14,42 del martes 11 de abril. El dato es incorrecto. El mío marca las 15,42, pero conserva el horario argentino que está dos horas por delante del mexicano. El reloj del “Sub” debería indicar las 13,42. Cosas que pasan, pienso. Ya sabemos, después de todo, que la abundancia de instrumentos de medición no siempre asegura una precisa medición de ese tiempo. Se me ocurre pensar entonces que el detalle habla bien de este Marcos, que parece llegado de otros tiempos y vivir también otros tiempos. Mientras México entero está invadido por un proselitismo que lo atraviesa todo para las elecciones presidenciales de julio, el Delegado Cero remarca en cada encuentro que esos tiempos y esos objetivos electorales no son los del zapatismo y “la Otra Campaña”.
Pero esa sensación de atemporalidad que irradia Marcos trasciende, también, la coyuntura electoral. Sus palabras están atravesadas por cosmovisiones indígenas y campesinas que relatan los orígenes del mundo, los avatares de los dioses mayas que, a diferencia de muchos otros, no saben todos los secretos de la vida, sufren traspiés y se equivocan. Como los hombres, como el zapatismo. Cuando los representantes de las distintas organizaciones han terminado de exponer sus problemas y sugerencias, el encapuchado se pone de pie, sostiene el micrófono, mira a las poco más de 200 personas que ocupamos ese baldío que es propiedad de una cooperativa, y se apresta a hablar. Todos terminan por acomodarse y hacen silencio para escuchar al que fueron a escuchar.
2.-
El día había comenzado mal. La tarde anterior, después del frustrado encuentro con el zapatismo en Cuautla – capital del Estado de Morelos – los organizadores informaron de la reunión en Anenecuilco al día siguiente y me apuntaron la dirección: calle Real 10. La combi me dejó esa mañana en la plaza central del poblado que vio nacer a Emiliano Zapata. La calle Real serpentea a lo largo de unas 20 cuadras con la particularidad de albergar, en cada una de ellas, una casa con la numeración 10. La particularidad me sume en el desconcierto y me arranca algunos insultos en esa búsqueda infructuosa. Termino sentado en la única mesa de una casa que ofrece tortas de jamón y jugo de naranjas, y allí confirmo que la joven que me atiende poco sabe del evento que busco y de la dirección que no encuentro. Una camioneta estaciona y deposita en el lugar a sus dos ocupantes, que ordenan jerez con naranjas y dos huevos crudos. Ante las preguntas de la joven que pretende ayudarme, los recién llegados no sólo dicen saber dónde queda el lugar, sino que también eran los encargados de instalar el sonido. Las cosas decididamente empiezan a mejorar, y a bordo de la camioneta de sonido llego a los terrenos de la Cooperativa Unidad, Desarrollo y Compromiso.
El recibimiento es cordial y, enterados de mi procedencia, Cirilo y Felipe comentan que siguieron por televisión el desmadre (quilombo) de diciembre de 2001 en nuestro país. Me siento obligado a romper esos silencios incómodos de los encuentros no previstos y comento que creo percibir en el país azteca una fuerte cultura cooperativista. Dicen que sí, que es una estrategia necesaria de los de abajo en un país donde el Estado parece estar en todos lados, pero que en realidad no garantiza servicios y coberturas indispensables a gran parte de la población. Aclaran que a su cooperativismo lo entienden como parte de un movimiento social de la clase trabajadora, y a su cooperativa en particular como la organización de las personas físicas que adhieren a ese principio. Que no están abocados a la producción concreta, sino a suministrar a sus miembros coberturas de salud, servicios velatorios, educación y eventuales prestamos. Se quejan de la Ley de Cooperativas que impulsa el oficialismo y la resisten, pues afirman que restaría autonomía a los emprendimientos y aclaran que es siempre igual: el Estado los abandonan a su suerte, ellos se organizan y, cuando empiezan a lograr resultados, ese Estado pretende regularlos. Mientras los escucho pienso que Antonio Negri tiene razón: el neoliberalismo presume perseguir un Estado mínimo, pero en realidad supone una particular forma de regulación.
La mañana trascurre entre el ruido de sillas que se acomodan y la producción de carteles que se pegan en los baños casi químicos indicando que, en caso de defecar, debemos “usar cal” y que no debemos recurrir a ella si el cuerpo solo exige desprenderse de líquidos. Cirilo, mientras tanto y desde su silla de ruedas, se entretiene relatándome la historia de Morelos y preguntándome impacientemente por los piqueteros. Su padre, un campesino que supera los 80 años, pide la palabra sólo para inquirir si Argentina está muy lejos. Felipe, en cambio, relata sus años de trabajo en Nueva York. Cuenta, orgulloso, que el esfuerzo valió la pena y que ya construyó su casa en Anenecuilco. Le pregunto por qué volvió y la respuesta es predecible pero igualmente sorprendente: sus hijos entraron a la adolescencia y esa es una etapa en que necesitan la guía de un padre.
Cerca de mediodía, las lonas que cuelgan de los árboles están ya desplegadas y garantizan la sombra. El equipo de sonido nos regala canciones en donde Emiliano Zapata es el protagonista excluyente. El lugar, de a poco, se va llenando de personas que llegan a pie o en autos con pintadas que explicitan la adhesión a “La Otra…” Después del mediodía, los gritos informan que el invitado especial ha llegado. Los “concheros”, personas vestidas a la usanza azteca con caracoles que cuelgan de las canillas, comienzan a danzar produciendo un rítmico y agradable sonido. Mientras danzan, bendicen y espantan a los malos espíritus de la camioneta que transporta al “Sub”. Los encargados de la seguridad se entrelazan de brazos y forman un sendero protector que, desde la camioneta a la mesa principal, garantiza el andar tranquilo del encapuchado. Son jóvenes de entre 17 y 25 años, sin un uniforme particular, salvo que entendamos por esto a las bermudas beiges repletas de bolsillos, las remeras negras con símbolos zapatistas en color rojo y unos borcegos gastados y sucios que les tapan la mitad de las canillas. Son amables, pero celosos del rol que cumplen. Algunos manifiestan un exceso de protagonismo, pero nada incomprensible en jóvenes convencidos de formar parte de un trozo de la historia de su país. Marcos baja y camina hasta la mesa. Los cordones se han roto pero no hay histeria, sólo curiosidad. Cirilo, desde su silla, grita “Zapata Vive” y el público responde “La lucha sigue y sigue”. El encapuchado se deja fotografiar durante unos minutos y luego se sienta escoltado por dos mujeres que forman parte de la cooperativa anfitriona. Una de ellas informa que hablarán primero los representantes de los colectivos, entre los que resaltan las Comunidades Eclesiales de Base y después de una hora de exposiciones el encapuchado se pone de pie. Ya dijimos que todos se acomodaron para escuchar al que fueron a escuchar, quien comienza exclamando: “Compañeros y compañeras. Hemos escuchado sus palabras y quisiéramos comentar algo sobre ellas”.
3.-
El discurso es de una prolijidad asombrosa. Ese orden permite identificar los ejes que el orador quiere resaltar. Explica que en el capitalismo todo se vuelve mercancía y que la política no ha escapado a esa lógica, refiriéndose a la campaña electoral que viven los mexicanos. Enfatiza que en esa lógica cayeron todos, aun los que creen poder resolver problemas concretos de los de abajo. Que los candidatos y sus proyectos se intentan vender a un ciudadano asemejado a un consumidor que paga con la tarjeta electoral un proyecto que facultará al candidato triunfante a hacer y deshacer durante seis años. Que el capitalismo tiene, en los partidos, gestores confiables que permiten al sistema cambiar para continuar. Ya no identifica a los hacendados como símbolos de la explotación, sino a los empresarios turísticos, inmobiliarios, etc., que, sin embargo, representan a un sistema idiota que persigue la ganancia destruyendo la naturaleza, aun en contra de sus propios intereses. El pasaje da cuenta de la impronta ecológica en el discurso zapatista, que confiesa no pretender humanizar al capital. La idea tampoco es desinteresada. Supone una crítica al candidato de centroizquierda Andrés López Obrador y al Partido de la Revolución Democrática (PRD) con amplias posibilidades de consagrase ganador en la contienda presidencial de julio. El progresismo mexicano critica esta actitud de Marcos por considerar que, sin quererlo, se convierte en funcional a una derecha representada por el PRI y el actual gobierno del PAN que, además de liberalización económica, reúne a sectores abiertamente reaccionarios[3].
Explica luego el sentido de “La Otra…”. La define como un espacio que, excluyendo lo electoral, ayudará a encontrase a los que resisten. Despliega allí argumentos que lo han convertido en objeto de desconfianza para la izquierda clásica. Si esta última ha identificado al proletariado como sujeto revolucionario desde el cual se ha construido la teoría revolucionaria, el zapatismo plantea que la transformación no debe implicar exclusión o subordinación de distintos sectores sociales a ese proletariado. Que las singularidades no deben eliminarse y que la lucha por un mundo nuevo debe incluir a todos los mundos que están abajo y a la izquierda. Reconoce las diferencias en ese campo y asume posturas. No cree en la izquierda convencida de tener la precisa. El zapatismo declara no estar interesado en reconocerse como una vanguardia leninista propietaria de la teoría revolucionaria que debe internalizarse en los sectores populares para que estos adquieran conciencia revolucionaria. Marcos ejemplifica esa posición coloquialmente, cuando se refiere a las organizaciones que adhieren a “La Otra…”, pero que plantean que “hay que decirle a la gente lo que tiene que hacer. No escucharla o perder tanto tiempo en escucharla sino que hay que decirle ‘vamos por este lado’”.
El zapatismo dice querer exactamente lo contrario. Y si esto puede interpretarse como un espontaneísmo o relativismo peligroso, Marcos aclara que ellos, los zapatistas, tienen certezas. El capitalismo y los partidos que le sirven son los enemigos a destruir. Una digresión se impone. Y es que en esa consigna enfática, puede uno visualizar ese verticalismo propio del lenguaje militar que pervive en este movimiento que ha renunciado a la lucha armada, pero mantiene una organización militar. Que Marcos se declare “insurgente” es más que una retórica poética y romántica. El EZLN posee una estructura organizativa de tres niveles: las bases de apoyo son los pueblos y comunidades zapatistas; los milicianos surgen de entre estos y reciben preparación militar aunque sin dejar sus actividades campesinas; mientras los “insurgentes” son los hombres y mujeres que viven en régimen militar permanente dentro del EZLN. Definido el enemigo, se tiene la certeza de que la única forma de derrocarlo depende de una nueva forma de entender y hacer política. Acá la ambigüedad desconcierta, pero no es objeto de complejos para una organización que entiende a esa construcción como un proceso en marcha y, todavía, con contradicciones. Lo indudable es que las dimensiones éticas se reivindican como la base de esa construcción. El zapatismo impulsa un proyecto que ya se echó a andar. Se percibe como parte del mismo y como una parte que ha ganado prestigio. A pesar de ello, declara abrir los oídos y reprimir la lengua para diferenciarse de los gobiernos y políticos que gobiernan con poco oído y mucha lengua. Pero tienen sus urgencias y no se detienen en la contemplación, y caminan preguntando. Y la urgencia, dice Marcos en Aneneuilco, está dada no por las elecciones de julio, sino por un país que no resistirá mucho tiempo más políticas como las vigentes.
4.-
Marcos ha cautivado a todos. A diferencia del político clásico, no da discursos. Tampoco agita. Se limita a exponer, clara y pausadamente, ideas. Pareciera retornar a las clases que alguna vez dictó en las aulas de la Universidad Autónoma Metropolitana de México. Se permite bromas y malas palabras, que provocan risas en los que escuchan y en él mismo. El “gracias” final indica que su intervención ha concluido. Sus jóvenes escoltas lo acompañan hasta la única habitación que hay en el predio y que ese día hará de comedor del Sub. Me dirijo al lugar y los desalineados “guardias” me dicen que en los últimos meses no ha dado entrevistas. Me quedo allí esperando, por las dudas, hasta que Felipe me grita “Oye Che. La comida es lo importante”. Y pienso que tiene razón. Ese Felipe que admira a Marcos pero confía más en su propio esfuerzo y el de sus compañeros, no parece dispuesto a las idolatrías. Mientras comemos de pie comentamos los detalles del encuentro y media hora después Marcos sale del improvisado comedor para dirigirse a otra localidad, a otro acto. Lo siguen decenas de automóviles que conforman la caravana de “La Otra…”. La gente comienza a despedirse, y yo me sorprendo al ver llegar al lugar al cantante popular que el día anterior estaba en Cuautla esperando poder ver a Marcos[4]. Sigue con el traje de algodón blanco de dos piezas y el sombrero. Su bicicleta carga la guitarra, el amplificador y la música encapsulada en cassetes o CD. Adivino por los gestos encabronados que ya le han informado que, en Aneneuilco, todo ha concluido. Después de las maldiciones recupera la calma y comienza a pedalear. Lo hace en dirección a la caravana. Y justo allí se me ocurre pensar que es buen momento para conocer Chiapas.
Bienvenidos a la selva[5]
1.-
La disposición de las construcciones recuerda al de las ciudades españolas, salvo por la irregularidad del terreno, la precariedad de los “edificios” públicos y la dimensión del poblado que, me dicen, reúne a noventa familias. El centro pretende ser un cuadrado. En uno de sus lados se levantan las oficinas de La Junta del Buen Gobierno, que incluye la de Información, Vigilancia, el de la propia Junta y el recinto para las asambleas comunales. A la izquierda de ellos se ubica la iglesia, escoltada por una escuela de dos salas a la derecha y una biblioteca a la izquierda. La iglesia abre sus puertas los sábados y domingos. La escuela y la biblioteca, en cambio, no se abrieron durante mi estadía. La primera por falta de maestros; la segunda, por cierta impertinencia de un lugar lleno de libros escritos en castellano en medio de una comunidad que mayoritariamente lo habla, pero no lo lee, y que hoy prioriza emprendimientos más urgentes como la salud.
La clínica, justamente, se encuentra al frente de ese lado y es toda una novedad. Es la única construcción de material, a diferencia de las restantes, monopolizadas por la madera. Su presencia significa, desde hace unos años, el fin de recorridos de días enteros que los indígenas debían emprender para llegar a la ciudad más cercana, Ocosingo, en busca de un médico. Finalmente, el lado del cuadrado que se halla al frente de las oficinas de gobierno, está ocupado por el “campamento”: una barraca rectangular de unos treinta metros de largo y diez de ancho en donde residimos los extranjeros. A su lado, una pequeña cocina a leña nos permite preparar el desayuno, los almuerzos o las cenas. La dimensión de la barraca-dormitorio da cuenta del gran número de visitantes que acuden a las comunidades rebeldes zapatistas para actuar como ojos del mundo en el conflicto entre el EZLN y el ejército mexicano.
En un principio, esos ojos ajenos tuvieron por misión apuntar las violaciones a los derechos humanos y denunciar la militarización de la región. Hoy, en cambio, el número de campamentistas se ha reducido y también parecen haberse modificado algunos de los objetivos de los visitantes. Unos buscan convertir a las comunidades y sus emprendimientos de autogestión en objeto de estudio de tesis de licenciaturas. Otros acuden a ofrecer servicios voluntarios en los programas de educación y salud. Los “turistas de conciencia” con los que entablé mayor contacto son del país de George Bush. Por lo general, activistas de una ideología más vieja que la socialista: la anarquista, y sensibles a adoptar revoluciones que su tierra les ha negado. No deberíamos subestimar el aporte de estos a la causa zapatista. A la ayuda material, hay que sumar su importancia para evitar que en el zapatismo indígena se desarrollaran posturas etnicistas excluyentes. La historia ha mostrado no pocos casos en los cuales colectivos explotados y humillados por ser lo que son, en este caso indígenas, terminan generando un odio comprensible pero igualmente peligroso hacia el “otro”. El indígena maya de Chiapas tuvo en el “blanco” la personificación de sus males, pero la convivencia con otros blancos consolidó la sensación de que hay otro mundo blanco, no siempre hostil y explotador, sino solidario, cercano y a veces igualmente excluido.
El interior de este cuadrado puede interpretarse como la plaza principal del Caracol. Allí se levantan otra barraca y una cancha de básquet. El recién llegado tiende a leer tales presencias como sinónimos de desprolijidad, pero los días muestran que implican progreso. La primera guarda herramientas y materiales utilizados en la construcción de la nueva clínica. La cancha, en cambio, es el lugar de encuentro que antes de la guerra no existía. Por allí desfilan siluetas mayas de todas las edades y algunas noches cobija reuniones en las que todos hablan apasionadamente y al mismo tiempo. Las construcciones que rodean ese cuadrado principal, le sirven a uno para comprobar que la pobreza sigue habitando estas tierras. Decenas de casuchas de madera de un solo ambiente y pisos de tierra en donde habitan seis o más personas.
Para llegar a la comunidad Francisco Gómez, el visitante deberá realizar un viaje con escalas. Desde la pintoresca y colonial San Cristóbal de Las Casas, deberá trasladarse por cuatro horas hasta Ocosingo, ciudad de características decididamente indígenas y que cobija algunos puntos en donde varias camionetas ofrecen sus servicios hacia la selva adentro. Dos horas y media separan a Ocosingo de Francisco Gómez. Puntos unidos por un precario camino de tierra en el interior de la selva que, desde la camioneta, parece extenderse para arriba con altas montañas y para abajo en hondos precipicios. Así se arribará a este poblado, cuyo nombre evoca a un comandante tzeltal del EZLN, muerto en combate el 2 de enero de 1994. No encontrará el visitante un cartel que diga “Bienvenidos a Francisco Gómez” o a “La Garrucha” (otro nombre con que se conoce el lugar). Encontrará, sí, uno que dice “Está Usted en territorio zapatista en Rebeldía. Aquí manda el Pueblo y el Gobierno obedece”
2.-
El estado de Chiapas se halla al sur de México, en la frontera con Guatemala. El 30% de su población es indígena. Un informe sobre Desarrollo Humano de la ONU, de 1993, lo situaba como el más pobre del país. El poco más de millón de indígenas chiapanecos conformaban cerca de 1.600 comunidades rurales que vivían en condiciones miserables, lugares inaccesibles y sin luz, a pesar de ser Chiapas el estado productor del 30% de la energía eléctrica del país. Sin agua potable ni drenajes, contaba con la mayor tasa de mortalidad infantil de México, causada por enfermedades curables como la diarrea, la desnutrición y la tuberculosis, en una región que tenía, según el mismo informe, un médico cada 1.132 habitantes, la mayoría de ellos ubicados entre la población blanca de las principales ciudades. Por cultura y lengua, las comunidades indígenas son mayas, pero divididas en cuatro etnias principales: tzotzil, poco más de 400.000 personas; tzeltal (ídem), chol (150.000 aproximadamente) y tojolobales, que alcanzan los 100.000. Igual número al anterior sumarían los zoques, único grupo lingüístico que no proviene de los mayas.
Según el antropólogo francés Yvon Le Bot, Chiapas se convirtió en las últimas décadas en una zona estratégica por sus recursos petroleros, hidroeléctricos, forestales y agrícolas. Las administraciones mexicanas han invertido en infraestructuras que permiten explotar esos recursos sin que los beneficios se “derramen” entre las poblaciones indígenas. Y aunque la situación irrita a estas últimas, fue la tierra el problema más inmediato al sentir de las comunidades. Los estudiosos consignan que, hasta 1994, tres millones de hectáreas se repartían entre 193.515 ejidatarios y comuneros, mientras poco más de 3 millones de hectáreas se concentraban en 6.000 familias que controlaban, además, el agua y las comunicaciones. Las fincas se caracterizaron por conservar relaciones de trabajo coloniales. El llamado “peonaje acapillado” es un régimen similar al que en América del Sur, y el norte argentino, se denominó “peonaje por endeudamiento”. Supone la asignación, por parte del patrón al trabajador, de una parcela dentro de la finca a cambio de servicios personales pagados con moneda emitida por el terrateniente y sólo intercambiable en las tiendas del mismo. El mecanismo buscaba endeudar al trabajador y asegurarse así la mano de obra. El mayor Moisés, uno de los líderes indígenas del EZLN, ejemplificó el caso cuando, en una entrevista realizada por el mismo Le Bot, declaró no conocer la tumba de sus abuelos salvo que se hallaban “en una finca llamada Las Delicias, cerca de Ocosingo (…) a un ladito de La Garrucha”. Esa finca, pegada al Caracol (lugar desde donde escribo), es recordada por todos en este lugar. No sólo como símbolo de explotación, sino también porque esas tierras han sido “recuperadas” por las comunidades después del alzamiento del 94. Las Delicias fue objeto de ocupaciones y tomas de tierras, como así también otras miles de unidades productivas privadas y territorios nacionales. Y aunque el Ejército mexicano logró desalojar a muchos, cientos de predios pertenecen hoy a las nuevas comunidades.
La frase “tierras recuperadas” adquiere especial significado en el contexto de la historia de las últimas cinco décadas. A principios del siglo XX, la selva Lacandona estaba poco ocupada. A partir de los 50, comenzó la colonización por indígenas que escapaban a las condiciones de explotación imperantes en los alrededores de San Cristóbal. Pero a la avanzada indígena siguió, años después, la de las oligarquías locales que terminaron apropiándose de las mejores tierras que, luego del 94, y según los zapatistas, terminaron recuperadas. El autor francés aporta también una visión que explicaría por qué el zapatismo se ha mostrado tan abierto al encuentro con sectores no indígenas y en búsqueda de reivindicaciones universales. Le Bot enfatiza que estas comunidades formaban parte de sectores enfrentados con la tradición y los tradicionalistas mayas, que monopolizaban la autoridad y el acceso a los recursos. Los conflictos devinieron en expulsiones y fueron los expulsados quienes se adentraron en la selva, construyendo nuevas comunidades y liderazgos. El ejemplo paradigmático de esa situación, en la que los cacicazgos tradicionales expulsaron indígenas de sus comunidades, es San Andrés de Chamula: municipio tzotzil dominado por un cacicazgo protegido del PRI, partido que ha detentado el poder en México durante 70 años. En los últimos 25, ese señorío maya ha expulsado a más de 30.000 disidentes que se oponían al dominio político, religioso y económico de pocos caciques a los que el poder garantizaba impunidad a cambio de los votos.
Las nuevas comunidades fueron organizándose en función de la colonización de nuevas tierras, la adopción de cultivos comerciales y una producción luego obstaculizada por blancos particulares y organismos paraestatales y estatales. En ese contexto, sectores de la Iglesia realizaron importantes aportes organizativos. Desde los 60, y a través de la Teología de la Liberación, se intentó paliar en parte los vacíos que el Estado dejaba en la provisión de servicios y programas de desarrollo. El Obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz, fue clave en ese proceso, y por ello mismo fue acusado en 1994 de ser parte de la guerrilla zapatista. Fue él el que impulsó, desde mucho antes del alzamiento, un tipo de pastoral que, a diferencia de los sacerdotes guatemaltecos que priorizaron la politización, impulsó un trabajo cultural que determinó una fuerte indianización de la Iglesia y que, incluso, terminó formando líderes religiosos indígenas, quienes en muchos casos terminaron siendo dirigentes guerrilleros. El caso más emblemático, tal vez, lo constituya el del Comandante Tacho[6]. Esa misma Iglesia, además, alentó en los años 70 el contacto de las poblaciones indígenas con grupos maoístas que pretendían organizarlas. En ese escenario de combinaciones múltiples, se instaló en 1983 un grupo de guerrilleros universitarios de clase media alta. Entre ellos, estaba el actualmente Subcomandante Marcos.
3.-
Samuel se percata de mi presencia y a la distancia me dice “Al rato conversamos”. Asiento con un gesto de manos, pero no me hago ilusiones. Han pasado dos días desde la última vez que Samuel me anunció lo mismo. Siempre supe que los occidentales nos hemos convertido en esclavos de eso que llamamos tiempo, a punto tal de que cuando nos sobra intentamos llenar el vacío con cualquier cosa. La situación me rebela, pero descubro ahora que tal rechazo no me convertirá a esta cultura, en la que el uso del tiempo desconoce la existencia de la palabra prisa. La espera me acostumbró a la compañía de perros que no se han preocupado por evaluar mi hostilidad, o no, hacia ellos. Duermen alrededor mío y suspenden el sueño sólo para, a falta de gatos, ensañarse con los cerdos que recorren el poblado. Se suma con los días Manuel, un niño que parece no superar los cinco años y que se limita a preguntar el nombre de algún objeto mío que le resulta curioso, y a colaborar con leña cuando el cuerpo me informa que precisa comer y me obliga a usar la cocina con fogón.
Las autoridades zapatistas tardan poco en evidenciarme ese uso que hacen del tiempo. La primera parada en un Caracol es la Oficina de Vigilancia, en donde apuntan los datos del visitante y los motivos de la visita. El precario escrito viaja hacia La Junta, que evaluará el informe e insistirá en preguntar lo que ya fue preguntado en la oficina anterior. Pedirán un “tiempito” para decidir y el tiempito alcanza para acomodar el equipaje en la barraca de extranjeros. En mi caso, también me sirve para reevaluar los datos sobre la organización administrativa zapatista. Las comunidades constituyen las células de organización. Un número flexible de comunidades conforman un municipio y un número también variable de municipios conforman un Caracol: el más alto nivel de administración y sede de La Junta de Buen Gobierno. El caso de Francisco Gómez es singular porque, además de sede del Caracol, es cabecera municipal. Los días y las charlas muestran que el lema “Mandar Obedeciendo” es real. La Oficina de Vigilancia vigila, en realidad, a La Junta. De allí que todos los que se dirigen a esta pasan previamente por la primera, encargada de llevar cuenta de los problemas, inquietudes o colaboraciones que se tratan u ofrecen a la Junta.
Esta decide positivamente sobre mi presencia. Me autoriza a residir los días que considere necesario, fotografiar paisajes y murales –no personas- y entrevistar a quien acceda a ello. Me recomiendan pasar por la Oficina de Información, lugar donde conozco a Samuel y su promesa de “al rato conversamos”. Pero la autorización no supone la modificación de los tiempos ni la reticencia de los pobladores al grabador. Por eso debo conformarme con retener la ilusión de que Samuel cumpla. Cuando eso ocurre, me reciben tres funcionarios zapatistas. Campesinos que pronto volverán a lo que realmente les importa: sus tareas habituales con la tierra. Aquí, de todos modos, no tienen preocupaciones. Saben que mientras cumplen su deber de gobierno, su parcela de tierra -la milpa- será trabajada por el resto de la comunidad. La entrevista tiene sus inconvenientes. La distancia cultural existe y se encarga de demostrar que el uso de una misma lengua, el español, no siempre asegura plena comprensión entre los que intentan comunicarse. Allí me entero que el Caracol es una invención reciente. La precedió lo que Marcos bautizó como Aguascalientes, foros creados por el EZLN en poblaciones rebeldes para encontrarse con la sociedad civil, pero que no lograron una efectiva centralización de los problemas y las soluciones que requerían las comunidades. Surgido en el 2003, el Caracol es un paso más en esa tarea.
Los minutos son testigos de los esfuerzos por precisar estos temas, hasta que cambiamos de tema e indago sobre aquellos aspectos que las comunidades consideran avances después de la guerra del 94. Aclaro que el acceso a la luz me parece importantísimo y ellos aclaran, también, que se apropiaron de ella. En Salta diríamos que están enganchados de las torres eléctricas que el gobierno mexicano levantó y financió para llevar el servicio a las nuevas guarniciones militares. Y es que la selva se ha militarizado después del 94. Los organismos de Derechos Humanos informan que en 1987 había en Chiapas 4.000 soldados. El número ronda los 60.000 en la actualidad. La guarnición de San Quintín cobija a muchos de ellos y para llegar al cuartel se debe pasar por Francisco Gómez. Hecha la aclaración, Samuel enfatiza que las carreteras suponen un gran avance: “Antes no había (…) teníamos que caminar ocho o diez horas a llegar a nuestras comunidades (…) y teníamos que caminar día y noche para encontrarnos a platicar y para vender un poco de productos que cosechaban nuestras comunidades. Entonces teníamos que pasar dos o tres días cargando hasta llegar a Ocosingo. Tienen que llegar hasta ahí donde estaban los coyoteros[7] y pagan con mal precio (…) y como estas allá no puede uno cargar otra vez, tiene como dejar allí…regalar”. Mientras lo escucho me pregunto si esas carreteras en mal estado por las que he arribado no son, también, producto de la militarización. Pero percibo que para Samuel hasta esos avances aportados por la militarización le son propios. El que acompaña a Samuel se dirige a este en tzeltal y toma la palabra. Lo hace para resaltar el avance en la problemática de la tierra. Apunta que “recuperar” tierras supuso para las comunidades posibilidades de trabajo que liberó a los hombres del finquero y del recurso de ir a la ciudad a “malvivir” con los sueldos de miseria. Luego se detienen en la existencia de la clínica y una ambulancia que entra en acción cuando los promotores de salud de las distintas comunidades informan que los problemas superan sus competencias.
La crónica no debe impulsar a idealizaciones. Muchos de los problemas que existían en el 94 aún persisten: la mortalidad no ha bajado, el agua potable es todavía inexistente, muchas familias trabajan en tierras marginales y con escasa agua, la pobreza se percibe en cada rincón de la comunidad. Pero sorprende que los entrevistados resalten que la lucha no supone sólo mayores riquezas y mejor distribución. Se trata también de terminar con la pobreza resignada de otros tiempos. Aparece aquí un término recurrente entre los zapatistas: la dignidad. Y Samuel la define de una manera un poco extraña, como una meta y a la vez camino “todavía no se ha llegado (…) lo que tenemos en nuestra vida es sufrimiento, sacrificio. Todo lo que hemos trabajado en nuestras vidas nunca hemos mejorado, nunca hemos conocido cómo es. Por eso le llamamos dignidad al que lucha, del que hace esfuerzos por organizar. Hay que estar reunidos, organizados ya es un digno, pues, de corazón porque no se vende. O sea que no agarra nada del mal gobierno. Entonces tenemos que resistir pues, aguantar pues”.
Y el argumento me conmueve. Mientras lo desarrolla, Samuel cierra los puños y mira hacia un vacío que se me ocurre ocupado por ese sueño que él parece estar viendo. Hasta me parece que es realmente feliz cuando habla y pienso que para él la felicidad es mucho más que acumular cosas. Es una forma de relacionarse con él mismo, con las personas y con esas cosas. Y a la vez me pregunto si el método no es un peligro político. Dicen los que saben que el concepto “resistir” entre los zapatistas se asocia al hecho de haber mantenido su identidad durante 500 años de atropellos. La noción incluiría la conducta de no aceptar nada de quienes son las causas del “malvivir”, y resolver entre ellos y la solidaridad de la sociedad civil nacional e internacional los problemas que se presentan. Recuerdo, entonces, a quienes advierten sobre la peligrosidad de desligar al Estado, no a los gobiernos, de deberes insoslayables a su condición de tal. No me atrevo a polemizar con Samuel, pero sé, por escritos de Marcos, que el zapatismo cree que esas responsabilidades serán arrancadas a los gobiernos por la presión de la “sociedad civil”. Y allí aparece otra duda. Samuel grafica bien esa apelación a la “sociedad civil” y las expectativas que deposita en ella y que a mí me parece, por momentos, exagerada. La entienden como aquella parte de la sociedad sin militancia política específica y a la que creen capaz de generar un nuevo espacio, una nueva forma de hacer política, que reemplace a los partidos y a un tipo de poder sin legitimidad y autoridad moral. Pero la definición es ambigua. Dice el español Vásquez Montalbán que puede leerse a la luz del discurso liberal preocupado por negar todo lo público, o también con un prisma gramsciano en tanto compromiso de amplios sectores para la transformación de las estructuras de poder. Pero mientras el español consideraba esa imprecisión la fortaleza de Marcos y el zapatismo, mis dudas son mayores. Sobre todo porque, al igual que en Argentina, en esa amplia franja que podemos llamar sociedad civil, anidan sectores progresistas, pero también reaccionarios y más preocupados por el orden que por la justicia.
4.-
El encuentro ha terminado con el compromiso de concretar otro. Me parece prudente dejar que el tiempo de las comunidades cumpla sus ciclos. A la mañana siguiente preparo el grabador y reviso las pilas. Mientras desayuno percibo movimientos extraños en el centro del cuadrado ya descripto. Un camión deposita en él unas quince personas. Igual número de sube a la caja del mismo camión. Entre ellos va Manuel, quien fuera mi silenciosa compañía infantil durante días. También sube Samuel. Al rato veo su brazo extendido que se despide. Había concluido su periodo de gobierno y el de toda la Junta. Me lo había anticipado él mismo: cada diez días se renuevan las autoridades para que hombres y mujeres de todas las comunidades asuman las responsabilidades de gobierno. Me parece bárbaro, pero para mí el ciclo se reinicia. Nueva incursión a la Oficina de Vigilancia, que me anunciará a la Nueva Junta. Ante esta vuelvo a exponer mi procedencia y los motivos de la visita. La respuesta será positiva, lo sé, pero me piden un “tiempito” para decidir. Respondo que no hay problemas, que ya sé como funciona y me retiro pensando que Chiapas no es el nuevo mundo… sino otro.
[1] Esta crónica fue la segunda publicada por el semanario Cuarto Poder el sábado 22 de abril del año 2006.
[2] Ernesto Zedillo asumió la presidencia de México el 1º de diciembre de 1994. Su gestión estuvo marcada por una de las crisis financieras más importantes del siglo, conocida como “Efecto Tequila”.
[3] Realizadas el 2 de julio de aquel año, los resultados electorales dieron la razón al progresismo mexicano que consideraba importante el triunfo de Andrés López Obrador del Partido de la Revolución Democrática. El candidato oficialista del derechista PAN, Felipe Calderón, ganó los comicios por el estrecho margen de del 0,56% ante el candidato del PRD. Las denuncias de fraude llevaron a que Andrés Manuel López Obrador no reconociera el resultado alegando numerosas irregularidades. Esa situación no amainó el enojo de muchos con el zapatismo dirigido por Marcos que llamó a votar en blanco.
[4] Se trataba del cantante popular Andrés Contreras, un simpático personaje que, guitarra al hombro, seguía La Otra Campaña en una bicicleta en donde cargaba una consola, un amplificador de sonido y un micrófono con el cual deleitaba a los seguidores zapatistas con temas musicales francamente desopilantes.
[5] La segunda crónica se publicó en Cuarto Poder el 29 de abril de 2006.
[6] El Comité Clandestino Revolucionario Indígena, que hizo de Estado Mayor Conjunto del zapatismo, estaba conformado por 23 comandantes a los que sólo se conocía por sus nombre de guerra. Tacho era uno de los más importantes y se lo identificaba por sus discursos de alto contenido político. En ese esquema, el subcomandante Marcos aparecía como un subordinado de los comandantes y asumiendo el rol de vocero de los mismos. La realidad marcaba que la influencia de Marcos sobre el resto era absoluta.
[7] Los “coyotes” en el sur mexicano eran los intermediarios usureros que, con la connivencia de los agentes estatales, adquirían a un precio vil la producción indígena usando todo tipo de artimañas no exentas de prejuicios raciales. Junto con los estancieros, los coyotes concentraron el mayor resentimiento de parte de los indígenas.