Por Karla Lobos
Después de la muerte de Güemes y del armisticio firmado con los realistas en agosto de 1821, los hombres de la Patria Nueva se ocuparon de dar a la provincia un Reglamento también conocido como la Constitución de 1821. Desde entonces se sucedieron una serie de gobernadores y en 1824 asumió la primera magistratura provincial el propio José Antonio Álvarez de Arenales. Éste, en palabras de Bernardo Frías, aceptó ser el apóstol armado de la gran causa de la organización de la República, dispuesto a constituirse en el brazo fuerte del gobierno nacional en el interior del país.
En 1825, a la hora de liquidar las deudas de la independencia, el general Arenales, entonces gobernador, exponía un penoso balance: “…De aquí resultaba que una provincia opulenta que se sentía en otro tiempo oprimida con el peso de un número inmenso de ganados de todas especies, habitada de capitalistas pudientes y acaudalados, dotada de una población robusta y floreciente, se viera ahora reducida a una pobreza general y a una miseria espantosa: destruidos sus capitales, arruinadas sus crías, aniquilada su población, empobrecidas sus familias y tocándose por todas partes los estragos de la guerra y los terribles efectos de la cruel venganza y del odio envenenado de los españoles. Esta situación de miseria económica y provisionalidad política incidió para que desde la temprana etapa independiente Salta se aferrara a los designios y a la protección política tejidos desde Buenos Aires, capital desde 1776 del Virreinato del Río de la Plata, del cual dependía desde 1782 la Intendencia de Salta del Tucumán”.
El mapa político de las Provincias Unidas cambió de color en poco tiempo. Hasta ese momento la situación era favorable para las fuerzas unitarias dirigidas por José María Paz. Su derrota dejó el territorio en manos de Facundo Quiroga, Estanislao López y Juan Manuel de Rosas. Este fracaso trajo aparejado el fracaso de la Patria Nueva. Muchos de sus hombres se vieron obligados a emigrar durante la etapa rosista. El propio Arenales, Dámaso Uriburu, Facundo Zuviría y Marcos Zorrilla formaron parte de la legión de 2000 emigrantes que abandonaron Salta. El lugar de destino elegido por la mayoría fue la república de Bolivia. Los que no emigraron, adhirieron a las tendencias autonómicas. Aunque hubo algunas excepciones. José Evaristo Uriburu, esposo de Josefa Arenales y padre de José Evaristo, pasó de no emigrado unitario a ferviente partidario y hombre de la más absoluta confianza de Rosas en el Norte del país.
El hecho de pertenecer al partido unitario no sólo suponía una filiación política, sino que un componente familiar se hacía presente. Así tenemos a los hermanos Gorriti. Su padre, Ignacio Gorriti Arambarri, siguió una trayectoria semejante a la de otros vascos afincados en estas tierras. Instalado en Jujuy, ocupó cargos en el cabildo, la milicia y contrajo matrimonio con Feliciana Cueto Liendo, en 1758. El matrimonio contaba once hijos, seis mujeres y cinco varones, de los cuáles tres fueron protagonistas centrales en tiempos de independencia. Juan Ignacio, el mayor fue ordenado sacerdote. José Ignacio, cuatro años menor, contrajo matrimonio con Feliciana de Zuviría. José Francisco, más conocido como “Pachi Gorriti”, se emparentó con Josefa Manuela Arias, referente de una familia salteña distinguida. Sólo él apoyó incondicionalmente a Güemes y fue un gran federal. Los otros dos adhirieron a la Patria Nueva y fueron decididos unitarios. Pachi fue quien propuso deponer a Arenales del gobierno. Juana Manuela Gorriti, por su parte, pensaba que derrocar a Arenales era una gran idea y acompañó a José Francisco, junto a los Puch, Pablo Latorre, Agustín Arias y Apolinar Saravia.
Según Bernardo Frías, la llamada “revolución a Arenales” fue exitosa. Abandonó el gobierno y se autoexilió para regresar en tiempos más calmos. El 9 de febrero Pachi Gorriti asumió la primera magistratura provincial en el marco de una Junta, entre unitaria y de la Patria Nueva. La familia Gorriti dominó políticamente Salta desde 1821 hasta 1831. Esa fue la muestra de cómo los vínculos familiares y los intereses particulares estaban por encima de las adhesiones partidarias a nivel local o a nivel nacional.
En Salta, a diferencia de otros espacios de las Provincias Unidas, las elites dirigentes mostraron claras intenciones de continuar bajo el dominio español durante la primera década de vida independiente.
Treinta años después, Facundo Zuviría se reconocía partícipe de la idea de sus antecesores ante el Congreso Constituyente de 1853: “En proporción a los muchos años que he vivido anhelando ver constituída mi patria, es el ferviente deseo que me domina al presente por ver realizada mi esperanza, siquiera en el último período de mi vida… Como simple ciudadano, puedo sin responsabilidad entregarme a los sueños de mi imaginación, a los impulsos de mi voluntad”.
Ante la derrota de las fuerzas del Directorio en Cepeda y el inicio del proceso de derrumbe del poder central de las Provincias Unidas, Bernabé Aráoz, gobernador de Tucumán, no dudó en proclamar la República del Tucumán el 6 de septiembre de 1820. Idéntico camino siguió Francisco Ramírez, el 6 de noviembre de ese año cuando proclamó la República de Entre Ríos. Meses antes, Buenos Aires, renunció a su rol de capital de las Provincias Unidas para convertirse en defensora de su independencia soberana.
En 1819, Martín Güemes juró la Constitución de las Provincias Unidas de Sudamérica y en 1826, Arenales intervino en la nueva Constitución de la República Argentina. Ambas privilegiaron proyectos centralistas que colisionaron con las autonomías de las provincias. Igual posición tuvo Juan Ignacio Gorriti, opositor al sistema de Güemes, quien representó a Salta en el Congreso Constituyente de 1826 y apoyó la Constitución que surgió de esa convención. Cuando la oposición, encabezada por Dionisio Puch, cuñado de Güemes y por Pachi Gorriti, derrocó al gobernador Arenales, tampoco se abandonó la concepción de las acciones de la dirigencia salteña por encima de todos sus antagonismos.
La persistencia de esta idea se hizo manifiesta en el discurso que dio Zuviría, casi tres décadas después, junto a su informe sobre el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos: “En él ha visto la comisión satisfecha las esperanzas y deseos de la provincia de Salta; conciliados, en cuanto es posible es una asociación, los intereses materiales y políticos de las demás de la Confederación… No, Señores; la provincia de Salta no quiere ni puede desmentir sus antecedentes gloriosos. En la paz y en la guerra siempre se ha sacrificado por el bien de toda la nación, sin que jamás una sola vez se haya opuesto al voto de ella, ni a la mayoría de las demás provincias de la Unión. La provincia de Salta jamás se ha manchado con ningún escándalo contra poder alguno nacional, ni con un solo voto emitido contra una idea que tendiese a organización nacional bajo cualquier forma”.
Cuando le tocó a Juan Solá ser gobernador de Salta, reelaboró la relación de Salta con el gobierno central en un telegrama dirigido en forma confidencial al presidente Julio Argentino Roca, en 1886: “Esté Ud. seguro que su programa de Paz y Administración será cumplido por mí a costa de cualquier sacrificio que sea por mayor que exija… Tengo verdadero interés de que en Su administración la provincia de Salta que tantos sacrificios hizo por la emancipación política de la nación sea también la que dé el ejemplo de hacer prácticas las instituciones sin sacrificios de los intereses bien entendidos de la Nación y del Estado. Me he convencido en conciencia sin que para esto nada tengan que ver los frailes que la tolerancia y la honra de la razón y el buen sentido son la base de la felicidad de los individuos que forman las asociaciones humanas. Le ruego encarecidamente tenga fe en la sinceridad franca y en la lealtad inconmovible de su viejo compañero y amigo”.
A más de seis décadas de los posicionamientos de Güemes y Arenales y a más de tres décadas del discurso de Zuviría, el gobernador Solá recuperaba los registros de esa memoria épica construida para legitimar su apoyo a “los intereses bien entendidos de la Nación y del Estado” y, por lo consiguiente, al presidente Julio Argentino Roca y a su programa.
En el primer párrafo del fragmento transcripto, Solá, evocaba a la Nación como un sujeto de derecho político, soberano, indivisible, propio del régimen representativo liberal. En el segundo, entendía que la Nación era una sociedad de hombres que tenía por objeto la conservación y felicidad de los asociados.
En 1829, Juan Gorriti sucedió a su hermano José Ignacio al mando del ejecutivo provincial, mostrando que la certeza de que la modernidad había logrado retirar todo resabio familiar de la práctica política no era tal.
La fracasada Constitución Nacional de 1826 indicaba en forma explícita que la familia era un “instrumento peligroso de la política y del Estado”. En su primer artículo deja establecido que la Nación Argentina era para siempre libre e independiente de toda dominación extranjera. Mientras que en el segundo determinaba que ésta no sería jamás patrimonio de una persona o familia. Idéntica cláusula estuvo presente en otros textos constitucionales de los nuevos Estados independientes de Perú (1823), El Salvador (1824), Chile (1828) y Uruguay (1830). Este segundo artículo fue tomado de la Constitución Liberal de España de 1812, conocida como La Pepa, con la que se propuso instaurar sin éxito una monarquía constitucional. Con el tiempo el mencionado artículo fue eliminado de las constituciones que se sucedieron y se expandió la certeza de que el Estado funcionaba en forma despersonalizada bajo el imperio de la norma.
La familia de elite formó parte de la compleja trama del poder político de la época y era a la vez sujeto y objeto de gobierno. Sujeto, por la distribución interna de sus poderes: tanto la mujer, los niños como todas las personas asociadas estaban sometidas al jefe de familia. Objeto, porque el jefe de familia también se situaba en relaciones de dependencia y por intermedio de la familia se inscribía en grupos de pertenencia. Es así que cuando alguien era apartado del poder también era común que parientes y clientes decidieran tomar represalias.
El medio siglo que transcurrió entre el gobierno del último de los Gorriti, José Francisco (1829), hasta la asunción a gobernador de Moisés Oliva (1879) estuvo signado por la influencia de los dos grupos políticos opositores que se habían formado en los inicios del proceso independentista: la Patria Vieja y la Patria Nueva.
El ascenso de Rosas al gobierno de Buenos Aires mostró cuan fuertes eran las tendencias centralistas que abrigaba la elite salteña, por las que muchos tildaron a Salta como unitaria. Güemes, Arenales, Gorriti, estaban convencidos que para concretar la Nación había que garantizar la incorporación voluntaria de las provincias. Y mientras terminaba de consolidarse, producía nuevas alianzas, como el caso del caudillo riojano Facundo Quiroga, quien a diferencia de los representantes salteños se opuso al gobierno central de Rivadavia y a la Constitución de 1826.
Tras avanzar sobre el Noroeste y Cuyo, sus huestes terminaron en Salta con el último gobernador de tendencia centralista, Rudecindo Alvarado (1831), quien había sido nombrado por el unitario cordobés José María Paz, encargado militar del Norte. Ante la situación, Evaristo Uriburu, que había asumido como gobernador delegado, renunció y decidió emigrar a Bolivia. Idéntica decisión tomaron los Zorrilla, Puch, Gorriti, Ormaechea, Frías, Beeche, Chavarría, Benguria y Arenales.
Los emigrados encontraron en Bolivia el apoyo del presidente Andrés de Santa Cruz y desde allí crearon una serie de intrigas que desembocaron en una declaración de guerra de Rosas a la vecina República. Evaristo Uriburu se quedó poco tiempo y regresó a Salta para evitar que sus bienes fuesen confiscados. La situación política había variado y en medio de la sucesión de gobernadores federales Uriburu se convirtió en rosista y “evolucionó” hacia el federalismo. Se plegaron su cuñado, Juan Bautista Navea; uno de los descendientes vascos afincados en Salta a mediados del siglo XVIII, José Ormaechea; José Benito Graña y los coroneles Boedo, Pereda, Chávez y Cabrera.
Aunque los gobiernos salteños de esos años tuvieron un tinte federal, los Uriburu no contaban con apoyos suficientes para afianzarse en el Ejecutivo Provincial. El grupo opositor se había hecho depositario de la confianza de Justo José de Urquiza y cuando éste venció a Rosas en Caseros, en febrero de 1852, celebró esa victoria con un fastuoso baile convocado en la residencia del exgobernador, Manuel Solá.
Los Uriburu también tendieron redes para congraciarse con Urquiza, algo que consiguieron por gestiones de Pedro Uriburu, enviado para lograr el acercamiento de las provincias en instancias previas al acuerdo de San Nicolás, 1852, al que Salta adhirió semanas después, junto a Córdoba y Jujuy.
Pedro se desempeñó como diputado en el Congreso de la Confederación entre 1854 y 1858. El nuevo orden constitucional nacional también contó con la presencia en la Cámara alta de dos fundadores de la Patria Nueva. Dámaso, el hermano mayor de Pedro, representó a la provincia de Salta entre 1854 y 1857 y Facundo Zuviría, que presidió el Congreso constituyente y fue senador nacional entre 1854 y 1860. Pero la presencia de los Uriburu y su red de contactos no terminó allí. El jefe del Ejército Nacional del Norte, Anselmo Rojo, estaba casado con Damasita Alvarado, prima de la madre de José Uriburu.
Este reacomodamiento de los Uriburu recibió la misiva difamatoria de Manuel Puch, quien dijo a Urquiza que “los únicos empleados de esta Provincia que disfrutan de sueldos concedidos por el Gobierno Nacional son los cuatro hermanos Uriburu, (Dámaso, Evaristo, Pedro y Nepomucemo) y que esta familia trabaja para perturbar el actual orden de cosas en la Confederación”.
La presidencia de Urquiza no duró mucho tiempo, como tampoco el avance de sus seguidores a nivel local. En el nuevo esquema, los Uriburu encontraron eco en Bartolomé Mitre, quien gobernaba la provincia de Buenos Aires. Una vez que venció a Urquiza en Pavón y asumió como presidente de la República Argentina, en 1862, se consolidó la presencia política de la familia en el nivel nacional. A partir de allí, los Uriburu fueron identificados como “liberales”.
Lo cierto es que los Uriburu siempre fueron oficialistas. Ellos no tuvieron la culpa de que los gobiernos cambien.
Cualquier semejanza con la realidad actual, es mera coincidencia.