La escena es una de las tantas que se repiten constantemente, a diario, en los casinos y casas de juego de la ciudad. Lugares de mirada fija, fichas desde dos centavos, tragos y café sin tocar y cajeros automáticos cercanos para muchos que pierden bienes, afectos y su capacidad de decidir. (Federico Anzardi)
Son las siete de la tarde de un miércoles y la ruleta electrónica de este pequeño local de la España, entre Balcarce y 20 de Febrero, está on fire. Una voz grabada surge desde las entrañas mismas de la mesa doble y ordena “abran juego”. Inmediatamente, los quince jugadores que están sentados a su alrededor, en silencio, concentrados y hoscos, comienzan a mover sus fichas virtuales con velocidad asombrosa, de rutina. Tocan sus botones (de posición, “Apuesta”, “Cancela” y “Corona”) a lo adolescente con faso, comida y Play Station. Hay más seriedad y tensión que en una definición por penales de semifinal de Mundial.
La máquina dicta el “no va más”, hay expectativa durante algunos segundos. Una señora de unos sesenta largos se tapa la cara. Erró el penal. Inmediatamente grita “¡Fichas!” y una de las dos chicas morochas de trajecito negro y camisa blanca que trabajan en el lugar se materializa con un fajo de billetes en la mano, lista para cargarle los 50 pesos que solicita. Cuando la empleada llega, la mujer ya está concentrada otra vez en el juego. Dejó sobre la mesa un billete de 100. Pasan varios minutos hasta que se da cuenta de que tiene que agarrar el vuelto. La ruleta gira nuevamente. La bola blanca se estanca en colorado el 27. El rostro se cubre otra vez.
El lugar es oscuro, con luces bajas y música apenas audible. Casi todos los presentes superan los 40 años de edad. Hay muchos ancianos. Pocos jugadores jóvenes. Todas son personas de poco nivel adquisitivo. Ninguno destila elegancia. Acá hay vicio y necesidad.
En Salta, la reciente propuesta de prohibir la instalación de cajeros automáticos a menos de 300 metros de las casas de juego, parece una utopía. Ambos conviven en pocos metros, en diferentes puntos de la ciudad.
El Casino Golden Dreams (“Sueños dorados”), ubicado en Alberdi y San Martín, una de las esquinas más transitadas de la ciudad, es el de mayor movimiento de gente y dinero: 300 mil pesos por día. En sus amplias puertas se percibe un constante ir y venir. En diez minutos entran y salen aproximadamente setenta personas, el flujo no es desbalanceado.
Adentro, el Golden está hasta las manos. Los jugadores son casi todos viejos. Muy pocas máquinas están desocupadas. “Últimas apuestas”, dicen las jóvenes crupiers de pantalón negro pegado al cuerpo, camisa blanca y tacos que estilizan la figura. El casino es tan grande que se forman laberintos de máquinas y la salida se pierde. No hay luces exteriores, no hay distracciones. La apuesta mínima es de diez pesos. Cada crédito cuesta dos centavos.
Hay empleados que recorren el lugar con billeteras largas, a lo playero de estación de servicio. El trato es respetuoso, pero seco. Las fichas rebotan en los vasos gigantes que viajan en las manos de los jugadores. Hay distintos puestos para canjearlas.
Las máquinas muestran a jugadores con las mismas posturas concentradas y abstraídas del local de la España. Espaldas encorvadas y manos ejercitadas por el juego constante. Una anciana camina distraída. Parece perdida hasta que encuentra un objetivo al cual encarar. Se acerca y con amabilidad pregunta “Querido, ¿no querés salir a comprarme cigarrillos?”. Ante la negativa, se ofusca. Se da cuenta de que va a tener que salir a comprar ella misma los puchos. Va a tener que dejar de jugar.
Otra anciana habla con un joven sentado en la máquina de al lado. Es inexperto y no sabe cómo apostar. La mujer le explica. El chico pierde casi inmediatamente y se disculpa por consultarla. “Es que no entiendo mucho”, le dice. “Mejor”, contesta la doña.
Este año la provincia estima obtener más de 85 millones de pesos por el canon de los juegos de azar tras el quite de concesión a Enjasa. Parte de ese dinero se destina para costear los gastos que implica el boleto gratuito para estudiantes y jubilados. El arreglo se cerró con la prórroga de licencia por diez años más a las empresas operadoras del juego en Salta.
Boulevard Casino está ubicado en una zona más exclusiva, al lado del Alto NOA Shopping. Es más pequeño y elegante que el Golden. No invoca al juego constante. Se permite algunas licencias: tiene un par de mesas de madera, con sillas, una cafetera, juguera y varios televisores instalados por distintos puntos del lugar. No hay tanta gente, pero los que están repiten la tendencia: son todos viejos. Las empleadas son menos sugerentes que las de Golden. Usan chaleco y moñito.
La ruleta virtual exige un mínimo de 5 pesos para jugar. Un cartel pegado en la mesa pide buen comportamiento. Una señora de unos sesenta y pico, con el pelo teñido de rubio, la cartera colgando, ojos claros y uñas pintadas, ingresa un billete de cien pesos y comienza a manejar los botones con maestría.
Samuel, de 27 años, está sentado afuera del casino. Juega desde 2004. Conoce los casinos de Buenos Aires y Mar del Plata. Dice que desde hace dos meses acude a diario a Boulevard y gasta entre 50 y 100 pesos por jornada. Cuenta que nunca sintió que su conducta se viera alterada. No cree tener una adicción. “Es una diversión, gane o pierda. Sé retirarme a tiempo”, asegura. Sí vio a amigos y familiares perder “casi todo” por culpa del azar.
Samuel revela que su máxima ganancia en un día fue de 18 mil pesos y se ríe cuando reconoce que probablemente haya perdido mucho más en todos estos años: “A la larga terminás dejando lo que ganaste.”
Cuenta que también va al casino del Sheraton y que dejó de ir al Golden porque no le gusta su clientela. “No es por discriminar, pero acá no sentís ningún tipo de olor. En el Golden sentís todo tipo de olores”, explica. Samuel se define como “ruletero”, no juega a otra cosa.
Mientras Samuel cuenta su perfil jugador, una mujer se acerca y aprovecha para decir que los empleados del Boulevard “te tratan para el orto”. La señora, de unos cincuenta años, pelo corto y pucho en la mano, dice que viene los jueves o viernes a jugar. Y critica al casino: “No te paga jamás. No hay control, no hay nada. Podés poner mil pesos y no te tira nada”, dice.
Samuel coincide y dice que “cuando estaba Enjasa era mejor. Pagaban algo”. La mujer insiste con el maltrato de los empleados: “Hay que rogarles para cobrar”. El joven dice que en ese sentido, Boulevard es “igual al del Sheraton” y que el maltrato no debería existir ya que ellos, los jugadores, son los que les pagan el sueldo con su fidelidad apostadora. Que parece no detenerse nunca.
Una enfermedad creciente sin números oficiales
La ludopatía en Argentina no tiene estadísticas oficiales. Sin embargo, se sabe que la tendencia es creciente por la cada vez mayor oferta de lugares donde poder jugar.
Según el centro de investigación y tratamiento Entrelazar, la adicción al juego es una enfermedad de carácter psicológico en la que los factores familiares, históricos, personales y las situaciones de pérdida importantes, influyen para crearla.
El adicto al juego pierde sus bienes y afectos, pero especialmente pierde su capacidad de decidir y llevar adelante acciones responsables. No puede parar de perder y se envuelve en un círculo fatídico; cree que va a ganar y si gana quiere volver, y si pierde quiere volver a recuperar. Comprueba que si gana no para de jugar hasta perder todo, luego los reproches y la culpa lo torturan y lo empujan a volver a recuperar lo perdido y lograr cierto alivio. Una vez que se instala este circuito repetitivo el jugador no puede parar aunque quiera.
El juego gradualmente llega a monopolizar el pensamiento y las preocupaciones de la persona; se le hace cada vez más difícil justificar el tiempo dedicado al juego, a pesar de sus compromisos, y la falta de dinero resulta cada vez más difícil de aguantar, produciendo emociones negativas, ira, depresión e irritabilidad crecientes.
Las pocas ganancias se reinvierten en el juego, en el que se hace necesario tomar riesgos cada vez mayores. Al terminar la sesión de juego (por falta de dinero) el pensamiento del jugador vuelve a concentrarse obsesivamente sobre cómo encontrar el dinero para reponer, a los pretextos que justifiquen las horas pasadas jugando y el dinero que empieza a faltar. El mundo del juego se convierte cada vez más en el “mundo real”, el único para el cual vale la pena vivir y al que se puede escapar de las insatisfacciones de la vida cotidiana.