Los desmontes concitan una vez más, el repudio de miles. A esos miles se suman ahora actores que para Urtubey son cruciales: medios nacionales de comunicación. Medios que nunca fueron “U”, pero que no hacían lo que ahora sí hacen: presentar al gobernador tal como lo caracterizan los ambientalistas. (Daniel Avalos)

La linealidad que desembocó en este resultado fue vertiginosa. Primero denuncias de los propios afectados; luego las organizaciones ambientalistas; más tarde el Defensor del Pueblo de la Nación que repudió el avance sojero que perjudicaba a criollos e indígenas y señalaba al Estado salteño por no remediar las injusticias; hace unos meses, los auditores de la nación publicaron un informe acusando a Urtubey de burlar la ley para dejar que la arremetida siguiera su curso; hace unas semanas fue el turno de celebridades del espectáculo; a principio de mes hizo lo mismo el Consejo Federal de Medio Ambiente (COFEMA); y ahora periodistas y programas de medios nacionales insospechados de fanatismo ambientalista, se comportan de igual manera. El resultado es obvio y digno de celebración: al menos por ahora, la problemática irrumpió como hecho traumático incorporándose a la agenda de miles que se preguntan qué es lo que pasa con el avance de la frontera agropecuaria salteña. Justamente aquí viene el refrite periodístico del que haremos uso en estas líneas. Refrite como técnica por medio de la cual volvemos sobre problemas, conceptos e información que ya habíamos tratado, pero que creemos conveniente volver a tratar porque lo que siempre creímos dramático, ahora parece serlo para muchos otros.

Ante el escándalo, Urtubey evitó presentarse como víctima de una operación mediática que convirtiéndolo en adversario político, busca dañarlo con titulares que resumen las denuncias de las que es objeto. Hizo bien. Recurrir a esa técnica lo hubiera mostrado como un paranoico que siente que el ambiente está repleto de mensajes y conspiraciones tramando su destrucción. Las variadas procedencias ideológicas y geográficas de las criticas, lo privaron también de ese recurso fácil del silencio o el olvido prefabricado que suponen el ninguneo. Por eso, tal vez, Urtubey optó por la defensa obstinada; por el silabeo que no desmiente la denuncia sino la magnitud de la misma. Lo indudable, en todo caso, es que esa defensa mostró una cara cada vez más común del gobernador. Ya no basa su estilo en la vanidad, sino en la obstinación. No es lo mismo, porque la vanidad se satisface cuando el vanidoso siente que la gente ve en su persona lo que él pretende que vean; mientras el obstinado prescinde de la aprobación de los otros para escuchar sólo el mandato de los caprichos que lo aíslan cada vez mas del todo.

Y entonces, la pregunta que se impone es otra. ¿Si la obstinación de Urtubey hace cada vez más improbable su propio éxito, porque insiste en un tipo de obstinación que sólo lo desgasta? ¿Por qué insiste en comportarse con los desmontes como lo hizo Romero cuando la experiencia de éste mostró que ese fue uno de los grandes suplicios del exgobernador? Desechemos una respuesta de tipo culpo-religiosa, esa que indicaría de que a los hombres les gusta sufrir para así alimentar el espíritu. Optemos por una respuesta más mundana. Una que pueda integrar a Urtubey o al mismo Romero como piezas necesarias de un plan que no es divino, pero que parece diagramado por un dios que, como todos, quiere gobernar sobre todo el orbe y que en este caso se alimenta de beneficios económicos. Dios maligno que para saciar su sed de poder y dinero, desarraiga a miles de familias de sus territorios, familias finalmente arrojadas a un peregrinar lastimoso en busca de una tierra soñada a la que nunca llegan, familias de andar errante y harapiento que terminan resignándose a la implacabilidad de un poder que no se conmueve con nada porque, como alguna vez escribió un novelista genial, “esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así (…) El monstruo muere cuando deja de crecer”. (John Steinbeck: “Las uvas de la ira”).

Monstruo que deglute bosques y vomita de sus entrañas hombres, mujeres y niños. Monstruo que es hijo de milenarios intereses locales que ataron su destino a los requerimientos del mercado internacional. Condición que nos hace recurrir a Eduardo Galeano y “Las venas abierta de América Latina”, cuando decía que cuanto más codiciado por el mercado mundial es un producto de estas tierras, “mayor es la desgracia que [ese producto] trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea”. Verdad históricamente verificable que confirma, además, que no es tan errada esa sentencia que dice que los hombres, sea cual sea la época en la que vivan, son contemporáneos de los hombres de otras épocas. Sentencia a la que aquí adscribiremos sin complejos, porque es irrefutable la idea de que el indígena de hace cinco siglos, los campesinos de hace un siglo y salteños de hoy, han sufrido iguales cosas en nombre de una misma causa. La causa es un tipo específico de “progreso”. Las similares cosas son la perdida de sus tierras, el deterioro del ambiente que les posibilitaba vivir, la semi esclavitud, la desestructuración de pautas culturales, desmontes que borran del terreno los caminos que antes conectaban a esas comunidades que por ser chicas y por conocerse todos, hicieron de la solidaridad una palabra menos vana que en las ciudades, aunque esa solidaridad nunca parezca alcanzar para detener la arremetida de un progreso que así como lo conocemos, efectivamente avanza chorreando sangre y lodo.

Es lo que ocurre cuando la totalidad de las fuerzas de las víctimas es infinitamente inferior a la totalidad de las fuerzas de los poderosos. Y prescindamos acá de resaltar lo obvio: que esos agentes se valen del poder del Estado para reprimir a los díscolos o para generar las condiciones jurídicas que posibilitan que la ley esté al servicio de ellos. Evitemos referirnos a ello. No porque sea impertinente hacerlo, sino porque también conviene enfatizar que del fervor del “progreso” participa parte importante  del pueblo mismo. Hombres y mujeres que nunca gozarán de las rentabilidades de esas riquezas concentradas, que en muchos casos serán víctimas del modelo que se monta y que, sin embargo, dejan que las cosas pasen porque son dueños de viejos prejuicios que desde hace siglos susurran la misma idea: que los empresarios blancos generarán la riqueza que no generaron los indios y criollos idiotizados, aun cuando estos últimos vivieron siempre sentados sobre una riqueza que nunca pudieron reconocer.

Habría que recordar otras cosas. Que la destreza empresarial blanca, por ejemplo, suele comportarse de la misma manera en Salta o en Liberia, y que depende del dinero e influencias que casi siempre se heredan o se compran. Es esa la condición insoslayable que permite al gran empresario preguntarse qué es lo que demanda el mercado mundial; indagar si las tierras que anhela desmontar son aptas para producir esa demanda; excluirse del cumplimiento de la ley; iniciar los desmontes; y finalmente producir lo que el mercado externo demanda de la manera menos costosa. Y acá, otra vez, Eduardo Galeano viene a nuestro auxilio: el desarrollo atado al mercado mundial trae opulencia para algunos y desgracias para muchos otros. Frase de vigencia lacerante, aunque haya sido redactada en 1971 y en clave Teoría de la Dependencia que, simplificando, decía más o menos así: nuestros países son estructuralmente dependientes de los países industrializados y esa dependencia, justamente, explica el buen vivir de aquellos. Para que ellos vivan en la opulencia nosotros debemos sangrar. “Es América Latina, la región de las venas abiertas (…) nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena: nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad del otro: los imperios y sus caporales nativos…”. Vigencia lacerante, insistamos, que explica por qué se parece tanto a otra escrita en 2008: “La nueva inflexión marca el (re) descubrimiento e interés en América Latina, como continente rico en materias primas, minerales y vegetales, agua y biodiversidad (…) La nueva etapa consiste en la generalización de un modelo de producción extractivo y exportador que se traduce en el saqueo y destrucción de los bienes materiales”. (Maristella Svampa, “Cambio de época”)

Conviene, sin embargo, complementar estas frases. Porque si bien sus vigencias están vinculadas con las continuidades de un tipo de capitalismo, no es menos cierto que ese capitalismo descripto por Galeano experimentó modificaciones importantes. La más importante de todas fue que las nuevas formas de producción y la revolución tecnológica permitieron al capitalista descubrir que acumular no sólo implica “explotar”, sino también “excluir”. De allí que la agenda “extractiva” que padecemos, incluya reprimarizar la economía, potenciar la precariedad laboral, reforzar los sistemas represivos y que los hombres y mujeres entiendan, de una buena vez, que en este modelo hay millones de hombres y mujeres que sobran. Ese es el curso en el que la historia provincial se ha inscripto desde hace dos décadas. Los protagonistas del proceso son los mismos: el capital que extrae riquezas y exporta; y las víctimas que también son las mismas: sectores populares devenidos en extranjeros en su propia Patria, hombres y mujeres que alguna vez habrán creído que la patria era la geografía en donde se desarrollaban sus vidas; sectores que ahora descubren que la patria oficial es otra cosa: el encantamiento que el poderoso tiene por una geografía vacía, explotable comercialmente y a la que considera exclusiva y auténticamente suya. Por ello avanzan desaforadamente. No para legar a sus hijos una provincia grande y pujante, sino para heredarle una finca enorme y rentable.