Crónica de las inundaciones ocurridas en la zona norte de la provincia de Salta. Un relato en primera persona de quien viajó a asistir a las víctimas de esta catástrofe que develó aún más las condiciones de vida precarias asimiladas por pobladores resignados al abandono estatal.
Por Joaquín Vázquez

Don Segundo, el antiguo, ya indicó el lugar donde llegaría el agua y la fecha en la que comenzaría a bajar, justo en el lugar donde llegó durante la crecida de 2008, la más grande hasta la fecha, que tapó media comunidad. Pero los cálculos fallaron, el tewok por primera vez en la historia cruzaría por medio de La Curvita. Ya de noche y lloviendo, la tierra comenzó a hundirse. Nunca antes el canto de las ranas se había oído así, a pesar de que el sonido cambia con la humedad que anuncia el agua. Pero eso no era nada, de la tierra emergían burbujas, y comenzaba a escucharse cada vez más fuerte el ladrido de los perros, que en seguida pasaron a ser aullidos y llantos. Con los animales domésticos se hundían gallinas, cuchis, chivos. Lloraban los animales, lloraban los niños, la gente.

Lloraban todos. El agua llegaba al pecho, estaban a oscuras y sin botes. Ya de madrugada lograron llegar a la ruta 54, con lo puesto, pasados por agua. Allí estaban los evacuados del día anterior, pero bajo agua quedaba la ropa, los cercos, las motos, las ollas y los platos, los recuerdos. Lo habían perdido todo.

La crecida del Pilcomayo era noticia nacional, con más de 10 mil evacuados de Santa Victoria Este que se distribuían, primero en Aguaray y Tartagal, pero que llegaron a Mosconi y a Pozo Hondo en Paraguay. Una de las organizaciones movilizadas fue la Red Intercultural de apoyo sanitario para pueblos originarios, que impulsó la Ley 7856 aprobada por la legislatura salteña en 2014 y que, luego de 4 años, aún espera su reglamentación.

Surgió viajar para acercar parte de las donaciones juntadas en el viejo hospital, pero luego un amigo de La Puntana informó sobre la situación de los campamentos en Ruta 54 y nos dirigimos hacia allí. Al pasar por Tartagal visitamos, en radio La Voz Indígena, a familias evacuadas de km 5 sobre ruta 86, cerca de la ciudad, pensaban volver a la brevedad por miedo a que les robasen las chapas que era lo único que se había salvado del agua. Nos comunicamos con un encargado de uno de los centros de evacuados: “la situación nos superó”, lo mismo nos dijo personal del Regimiento. Al regresar, trasladamos evacuados de una comunidad chorote que se dirigían a un centro de evacuados en Aguaray, y al llegar estaba toda la gente amontonada contra las rejas, en la misma situación, desbordados de gente, a la espera de encontrarse con el resto de la familia, ya que en general las abuelas quedaban con los niños y salía el resto, quedando las familias distanciadas y con poca comunicación, lo que hacía todo más desesperante aun.

Tras tomar la ruta 54, luego de cruzar campos con siembra rodeados de “cortinas” a ambos lados de la ruta, entramos en una finca que presentaba un cartel de “aquí se reciben donaciones”. Allí nos informaron que ellos juntaban y luego llegaban camiones y camionetas de los distintos organismos del Estado para cargar y acercar a los afectados, pero decidimos seguir en busca de las familias.

Sobre mano derecha, en El Rosado, se había instalado el Ejército con personal del Regimiento de Tartagal, con acceso al agua y a la luz, armaron carpas grandes y contaban con colchones, mercadería, desde donde partían los camiones unimog. Desde allí hasta el corte previo a Santa Victoria Este, donde el agua había atravesado la ruta y se había llevado cemento y postes, los campamentos improvisados al costado del camino estaban dispuestos uno al lado del otro.

Al llegar al cruce donde se dobla a la izquierda para ir a La Curvita, nos dimos con el campamento más grande: 128 familias, 38 de Monte Carmelo y el resto de La Curvita. Todos se abrazaban y lloraban, desde niños hasta adultos. Una chica se lamentaba por la moto que hacía días había comprado en Tartagal, quedando varias decenas de cuotas a pagar por algo que ya se encontraba bajo el agua, inutilizable. Más allá una niña discapacitada, había perdido su silla de ruedas y lloraba por el perro ahogado. Los abuelos perdieron los cercos con cultivos. Los bilingües y ordenanzas se lamentaban por no haber podido hacer nada con los papeles y las computadoras de la escuela nueva. La salita de salud inaugurada hacía unos meses se encontraba en la misma situación.

Dejamos las donaciones en una carpa improvisada por los caciques, donde funcionaba una olla comunitaria y almacenaban ropa, calzado y mercadería que recién repartirían al otro día, cuando consideraron suficiente la cantidad acumulada para las cerca de mil personas que se refugiaban en un terreno limpiado por las empresas que colocaron el asfalto años atrás. El INTA les había repartido plásticos negros que sirvieron como techo. Había un camión cisterna que proveía de agua, y sobre la ruta distintas carpas, junto con camionetas de criollos comerciantes. Allí un joven médico que atendía a la gente reclamó por medicamentos para diabéticos e hipertensos que habían perdido sus pastillas, y otros para la gente que se resfriaba o se descomponía. También se encontraba personal de Defensa Civil, que repartía colchones pero reconocía la insuficiencia de los mismos: “repartimos a todas las familias pero la mayoría solo recibió uno solo”. De día las familias trataban de acomodarse como podían, plantando postes, acomodando plásticos, lavando ropa, improvisando baños y “duchas”. De noche llegaban las pesadillas: muchos se despertaban soñando la crecida, escuchando los aullidos y llantos de los animales y de los niños. Por la mañana una familia de Monte Carmelo había matado a un cascabel, a metros de los colchones en el piso. Algunos abuelos dormían como no queriendo despertar pensando en un mal sueño o en el despojo, esta vez, por el agua.

Durante la noche hablamos con criollos que custodiaban sus freezers con mercadería salvada: “estamos cansados, todos los años igual, perdimos más de 200 mil pesos entre mercadería y electrodomésticos”. Al ver a los bomberos voluntarios de Salvador Mazza acompañé la evacuación del paraje Pozo La Yegua. Eran las 22:00 y el agua cruzaba la ruta en El Cruce de Santa María, las casas cercanas a la ruta estaban bajo agua, la ruta estaba “comida” y algunos changos intentaban pescar en el salto. Al llegar al cruce de Pozo La Yegua los bomberos de S. Mazza y Aguas Blancas improvisaban un campamento junto a un fuego y esperaban que el Ejército bajara los 3 gomones y algunos motores para hacer el rescate. Personal policial reconocía que ellos no tenían nada al lado del Ejército, y uno de los miembros me contaba que durante la tarde lo mandaron a hacer entrega de un bolsón, supuestamente a una familia afectada, pero que al llegar se dieron con más de 30 personas bajo agua, incluyendo bebés y un anciano con suero, por eso debieron volver y evacuar a todos.

No se encontraba personal de Defensa Civil ni asistentes sociales para recibir a los evacuados, pero sí esperaban dos colectivos para trasladarlos a Mosconi. Otra vez, la situación desbordada. A las 2 y media de la madrugada llegaron los militares y bomberos caminando por el agua, empujando los gomones con la gente. Pero la gente no quería irse lejos, mucho menos a Mosconi, preferían quedarse cerca del pago para volver pronto a cuidar los animales. Como dice la canción, el chaqueño puede salir un rato, pero al pago es volvedor. Entre la gente había paisanos wichis que se quedaron a unos metros donde acampaba el cacique junto a los niños, mientras los criollos bajaron en El Rosado, volviendo al paraje al otro día para ver el ganado.

Por último visitamos La Puntana, donde había bajado el agua que afectó a unas cuantas familias. Allí se continuaba con una situación que es característica durante el resto del año: hacía días que no tenían luz ni agua, por lo que iba un camión cisterna que no llegaba a cubrir todas las necesidades; no había médicos, sólo un enfermero, sin ambulancia y con 3 mujeres embarazadas, es decir, más allá de la inundación, hay lugares en el chaco salteño que continúan sin servicios básicos garantizados, entre ellos el acceso a una salud digna y de calidad.

Cruzamos mucha gente solidaria que aportaba lo que podía, algunos por cuenta propia repartían sándwiches en la ruta, otros más organizados, ONG y Fundaciones llegaban hasta zonas aisladas. Era importante aprovechar el agua para llegar en botes o lanchas a buscar las cosas de las casas, pero en el campamento de La Curvita no contaban con eso, y al bajar el agua el regreso se haría más difícil: medio metro de barro en las casas, el hedor de los animales muertos enterrados en el lodo, kilómetros a pie entre el barro y el agua. También cruzamos funcionarios: la Ministra de Asuntos Indígenas y Desarrollo Comunitario, Edith Cruz, hizo entrega de una silla de ruedas y colchones a la niña que se lamentaba por su perro; y Andrés Zottos, millonario de Tartagal, ex vicegobernador del FpV de Urtubey y actual diputado nacional. En 2009, mientras era vicegobernador, declaró un patrimonio de $1.500.000, y luego, como candidato a diputado por el Frente Unidad y Renovación declaró el patrimonio más grande entre los candidatos, $19.295.000. No bajó hasta el campamento, se limitó a hablar con algunas personas sobre la ruta, se sacó fotos y repartió pan en una bolsa.

Las pérdidas que declaró el gobierno provincial alcanzan los 500 millones de pesos y el gobierno nacional envió solo 10 millones. Nunca se declaró la Emergencia Nacional, lo que hubiese permitido enviar partidas más grandes a sectores como el agropecuario.
La esperanza está puesta en la gente, en jóvenes como los pertenecientes a éstas comunidades, que están estudiando en la UNSa y acompañan a su pueblo junto con otras asociaciones civiles e indígenas. Muchas familias decían no poder ni querer volver a sus comunidades, porque una vez que pasa el río por allí es seguro que va a volver a pasar ante otra posible crecida. La frase “no perdieron nada porque no tenían nada”, dicha por quien gobierna la provincia hace 12 años, expresa la impunidad de los gobernantes y contrasta con la fuerza de un pueblo solidario como el chaqueño, que convive con la diversidad y el orgullo de quien ama su tierra, y hace de una realidad tan dura el motivo para salir adelante.