Por Karla Lobos

 

En lo que se llamaba “el barrio del Centro”, que no coincidía con el centro geográfico de la ciudad, entre las calles Corrientes y Florida, es donde sucedía todo lo importante para los salteños. Uno de esos eventos era de índole religiosa, la festividad en honor al Señor y la Virgen del Milagro y congregaba a la feligresía católica cada 15 de septiembre, sin distinciones sociales, frente a la Catedral. Igualmente, incluso en el culto a los patronos de la ciudad de Salta la costumbre estableció diferencias que hastan hoy vemos: sólo algunos visten, cargan y entronizan las imágenes, elaboran los arreglos florales que las acompañan en cada procesión, y tienen sus lugares reservados en la catedral. 

Hasta mediados del siglo XX la mantilla negra sobre la cabeza era parte de la vestimenta común entre las damas, que ingresaban a las iglesias seguidas de las niñas de su servidumbre. Éstas, a las que llamaban despectivamente “chinitas”, eran las encargadas de transportar sobre sus hombros los reclinatorios que sus señoras usaban para participar de la misa con más comodidad. Esta costumbre era un rasgo de distingo social que “separaba” a las “señoras” de las “mujeres de pueblo”, quienes cargaban con sus propias manos la clásica alfombrita además de un rosario de gruesas cuentas.

El carnaval era otro acontecimiento que tenía lugar en el centro de la ciudad con corsos  y juegos de agua. Los desfiles carnestolendos comenzaron como festividad organizada por la elite en las calles que circundaban a la plaza principal. El primer corso se realizó en 1891 organizado por el jefe de Policía de entonces, Antonino Días, quien cinco años despues fuera gobernador de Salta. A principios del mes de enero, una circular instó a los vecinos a realizar un aporte económico para cubrir los gastos que ocasionaría la festividad carnavalera. Un edicto permitía jugar con agua entre las 9:00 y las 20:00 y castigaba con seis pesos de multa a todo aquel que mojase a un policía en servicio, sacerdote o cualquier autoridad constituida. El desfile de los carruajes, devenidos en carroza, también fue objeto de reglamentación, ya que debían recorrer el circuito de alrededor de la plaza a tranco de los caballo y no podían detenerse en la marcha. La obligación de jugar con pomos, flores y papel picado contribuyó a garantizar el distanciamiento físico y social con los “otros”. En las afueras de la ciudad, desde los arrabales y por todo el valle, el carnaval se desataba en las carpas que inspiraron más de una copla y canción folclórica, dando cuenta de la trascendencia de estos encuentros en la sociedad provinciana hasta el presente. Las carpas, por costumbre, estaban vedadas a las mujeres de elite. No así a los hombres. Funcionaban todos los sábados y la jornada bailable se extendía hasta el domingo. 

Zulema Usandivaras, una escritora con perspectiva de genero y de elite, mostró las profundas distancias sociales que se expresaban en el carnaval salteño. Las mujeres de la sociedad no se permitían un acercamiento a las carpas que parecían reservadas únicamente para las mujeres de lo que ella llamó la “población autóctona”. Las más famosas eran las de Cerrillos, pero también había dos muy importantes en San Lorenzo, con población autóctona que bajaba de los cerros próximos. “Tiras con banderines triangulares multicolores, anunciaban ya desde el callejón próximo la alegría melancólica de la carpa, de la cual provenía un monocorde golpear de los parches. Ya más cerca se advertían los otros instrumentos y se veían girar las plegadas polleras de las criollas, mientras el compañero, con traje de gaucho y espuelas zapateaba frenéticamente”…

Estas distancias socialmente construidas y la existencia de latifundios hicieron que muchos se refieran o califiquen a la sociedad salteña como feudal. Los estudios de Mijail Bajtin señalan que el carnaval significa el triunfo de una especie de liberación transitoria que excede la órbita de la concepción dominante. Es el espacio donde las diferencias jerárquicas son abolidas, como así también los privilegios y los tabúes. Este sentido que arrastra el carnaval desde las saturnales romanas no se hizo presente en la sociedad salteña, donde las desigualdades, consagradas por la costumbre, no dejaron lugar ni siquiera para las antiquísimas tradiciones occidentales.

Las festividades carnavalescas en Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX, a diferencia de los carnavales salteños se caracterizaron desde un primer momento por su convocatoria masiva, multiclasista y multiétnica. Así, comerciantes, terratenientes, abogados y médicos, changarines del puerto, artesanos y albañiles, no dudaron en bailar, cantar y disfrutar juntos de la fiesta del carnaval. Las barreras sociales sólo se hicieron presentes en la conformación de las comparsas. Los Negros fueron la comparsa de elite más famosa del primer lustro de 1870, integrada por jóvenes de elite, futuros herederos de la Pampa húmeda, como Cambaceres, Luro, Martínez de Hoz, Pinedo, Castex y Roberts. A la par el corso, el propio desfile carnavalesco, incluía e igualaba social y étnicamente. Unos y otros, inmigrantes y criollos, ricos y pobres, blancos o negros danzaban y expresaban la alegría del carnaval al ritmo del candombe. Esto se explica por la extensión del asocianismo y la vigencia de las instituciones republicanas que actuaron como materia prima con la cual habría de constituirse la nueva nación argentina.

Pero este ideario de nación cosmopolita se vio confrontado con otro proyecto de nación xenófobo, que rechazaba la concepción moderna de una nación entendida como una asociación independiente de individuos, que habitan en un territorio y se hallan unidos bajo un mismo gobierno, rigiéndose por leyes comunes. Indalecio Gómez, hombre vinculado a las familias de elite salto-peruanas por nacimiento y luego por casamiento, fue entre los representantes en el Congreso Nacional quien más se opuso a esta idea de asociación de hombres.

La propuesta que esgrimió y finalmente triunfó fue la de una nación entendida como cuerpo homogéneo en lengua, raza, tradición e historia. Esta concepción no era otra cosa que el reflejo que las elites tenían de sí. Esta distancia social no se construyó en el aire. Fue cimentada sobre ciertos principios diferenciadores que no estaban formalmente enunciados pero que se revelaban en la práctica. El color de la piel fue uno de los más potentes. Organiza las prácticas sociales de la época con tal fuerza que permite comprender la rápida incorporación de los extranjeros europeos -la mayoría de ellos sin fortuna- a la elite local por la vía del matrimonio. Lejos de la creencia generalizada, los grupos dominantes salteños no fueron cerrados. Estuvieron abiertos y dispuestos a integrar a esos europeos “blancos” recién llegados. Las madres veían en aquel rubio, alto, un atisbo de realeza europea. Apellidos como Klix, Sylvester, Serrey, Fleming, fueron algunos de los tantos que, llegados a estas tierras en la segunda mitad del siglo XIX, vieron a sus hijos posicionados en lugares claves del espectro político local y a sus nietos portando el tradicional doble apellido (indicador de la filiación paterna y materna) que caracterizó y operó como diferenciador del grupo de elite hasta hoy inclusive.Esta idea de una unidad cultural con la Europa blanca, se hizo presente también a la hora de planificar el futuro provincial:  “Hagamos por traer a Salta inmigrantes agricultores e industriales, que es lo que nos hace falta; favorezcamos por todos los medios sobre todo la inmigración inglesa, alemana, austriaca, suiza y vascongada, que son las mejores para estos países, que se asimilan mejor a nuestras costumbres, usos, hábitos y lenguaje”. 

En términos relativos, en 1865 la población señalada como blanca ascendía al 13,49% del total, mientras que en 1889 este porcentaje prácticamente se cuadruplicó. Esta supuesta “blanquización” de la población no se debió al aluvión migratorio que recibió la Argentina por esos años. El Censo Nacional de 1895 contabilizó en Salta un total de 4.538 extranjeros, de los cuales el 62,31 % era de origen boliviano. El resto se distribuyó entre italianos (687), españoles (442), franceses (130), chilenos (129), alemanes (73), austríacos (55), uruguayos (37), peruanos (22), suizos (21), turcos (21), asiáticos (17), ingleses (13), chinos (8), norteamericanos (8), belgas (7), suecos (5), brasileros (4), dinamarqueses (3), paraguayos (3), rusos (3), africanos (1), griegos (1), holandeses (1) y 18 sin especificar.  Los criterios para clasificar a unos y a otros se habían relajado en las últimas décadas del siglo XIX. Muchos que no eran visiblemente blancos estaban en la cúspide de la pirámide, aunque los biógrafos y los apelativos se empeñaron en recordar permanentemente sus “oscuros” orígenes. Dos casos paradigmáticos fueron los de Victorino de la Plaza e Indalecio Gómez. Las biografías del primero no repararon en remarcar su ascendencia indígena, mientras que el segundo recibió el mote de “Indio” por sus rasgos. 

En el último cuatro del siglo XIX los términos usados para desglosar a la sociedad cambiaron su denominación: el concepto de gente decente fue desplazado por el de clase culta o clase alta y el de clase mestiza por plebe, clase baja o pueblo. El uso del concepto de ciudadano se extendió en los registros de leyes de la Provincia, tanto para nombrar al gobernador como al agente de policía. En idéntica dirección fue el uso del antiguo y jerarquizante “don”.

En los censos nacionales y demás documentos se impuso el neutro y genérico concepto de “habitante”. A pesar de esta ola conceptual igualadora, la visión de “unos” y “otros” continuó en Salta. La Constitución provincial de 1855, en su artículo 14 estableció que para ser elector en la provincia de Salta, se requerían como condiciones ser ciudadano en ejercicio, tener la edad de 21 años cumplidos, hallarse inscripto en el registro cívico, saber leer y escribir, o en su defecto tener una renta proveniente de propiedad, profesión, arte o industria, que produzca 100 pesos anuales. Las Cámaras de Diputados y Senadores de la Confederación observaron este artículo y obligaron a la Convención Constituyente provincial a modificarlo. A pesar de ello recién seis años después, en 1861, la Provincia contó con una ley electoral que contempló los cambios solicitados, la que rigió sin necesidad de otro marco normativo en materia electoral hasta 1906. 

Algo peculiar sucedió en 1882, cuando una nota del diario La Reforma informaba: “En la calle Caseros, frente al Hotel de la Paz notamos en la noche del domingo que un señor de galera y una mujer hacían algo que nos parecieron caricias: él pegado a la pared y ella también como si apostaran a quien la derribaba primero con el peso del cuerpo, al fin, él concluyó por retirar la mujer de unbrazo, con muy poca cortesía hasta bajo la vereda. Ella le amagó un golpe y él no sólo le amagó un golpe sino que se lo dio huyendo. La mujer gritó tratándolo de atrevido. Recién nos explicamos las causas de esta cómica escena: todo un señor de galera disputando un rincón de la vereda a una tal Eustaquia Flores, mujer de pobre estampa”. Eustaquia consideraba que ella, como aquel señor de galera, tenía derecho a transitar por las altas veredas de la Salta de la época. Sin embargo, el cronista retrató el altercado con un tono malicioso y burlesco tendiente a remarcar los desmedidos atrevimientos de la mujer. La supuesta comicidad radicaba en el hecho de que todo un señor de galera vea disputado su rango y su espacio por una mujer de pobre estampa. Por ejercer su derecho Eustaquia Flores fue infamada con nombre y apellido y ubicada en el lugar social que, a juicio del cronista, le correspondía. No pertenecía al grupo dominante y se atrevió a transgredir costumbres impuestas por la elite, pero instaladas en el sentido común de los hombres y mujeres de la época. Los periodistas contemporáneos dieron suficiente cuenta de ello. 

Los grupos dirigentes salteños de la época eran nuevos y necesitaban construir una historia y un pasado que los legitime. Las familias Uriburu, Güemes u Ortiz remiten a un pasado en que el dinero tenía una importancia preponderante. Sumados a Benguria o Patrón, integraron el nuevo grupo que se incorporó al espacio de fines de la colonia como consecuencia de la política de liberalización comercial. 

Por ejemplo, en un libro generoso en información genealógica, el historiador salteño Fernando Figueroa resaltó acerca de su propio apellido: “El apellido salteño Figueroa pertenece a un antiquísimo linaje español, cuya génesis se ubica en el Valle de las Figueras y entronca con la monarquía goda, la más antigua de la península. En el año 791 unos caballeros cristianosenfrentados con los moros adoptaron por armas las hojas de higuera y comenzaron a llamarse Figueras”. 

En la misma línea, la pintora Carmen San Miguel Aranda resaltó los rasgos su abuela y el antiguo origen de la familia Arias: “Tenía el tipo de los godos, como su padre y sus hermanos Federico y Fenelón, debido a que los Arias descienden de príncipes suevos que conquistaron Galicia en el siglo XII y se proclamaron reyes”. 

También Carlos Ibarguren, ex ministro de Justicia de Roque Sáenz Peña, fue uno de los tantos que bucearon en los antepasados para posicionar a su familia ante otras: “La vieja cepa, cuyas raíces se hunden profundamente en la madre patria, retoñó en mi terruño traída en la noble sangre hispana de los conquistadores de América. De ese linaje proceden mis padres, Federico Ibarguren y Margarita Uriburu”. Los Ibarguren, habían llegado con la corriente colonizadora del Perú y esposado en América a hijas y nietas de encomenderos. El origen ganadero de las fortunas familiares era otro de los atributos asociados al concepto de familia tradicional. Que la riqueza proviniera del comercio o de la actividad minera no era bien considerado en la sociedad de la época. Mucho menos el dinero emparentado con el oficio de prestamista. 

Otros, menos serios, los descendientes de Serapio Ortiz, precursor de una de las familias más acomodadas de Salta, afirmaron que el origen de la fortuna estaba en tres ollas de barro llenas de oro que habían sido halladas durante la demolición de la casa de Serapio. Los descendientes de Ortiz optaron por inventar la leyendadel supuesto “tapado” antes que admitir un pasado que no los relacionaba con actividades económicas que, según la concepción dominante, otorgaban el prestigio. 

Otro caso es el de Damián Torino, casado con Amelia Uriburu, diputado nacional por Salta en 1900 y ministro de Agricultura durante la presidencia de Manuel Quintana (1904-1906), dejó escrita la visión compartida en la época. 

Mientras unos contaban con el poder de hacer grupos, de establecer distancias e imponer la propia cosmovisión dominante, a los otros no les quedaba más que compartirla. 

Cualquier semejanza con la realidad actual, es mera coincidencia…