Por Mario Flores

El séptimo libro de Elizabeth Soto (Jujuy, 1986), publicado por Kala Ediciones (sello independiente con sede en Cafayate) plantea un recorrido poético por lo catastrófico y lo humano, sin ignorar los grandes núcleos literarios conocidos: el amor y la muerte, la distancia y la decadencia. Los poemas de “Canciones para árboles de verano” pueden leerse a modo de viaje: un constante desplazamiento (o la necesidad de estar en movimiento) desde el cual se avizora el amor, lo terrible, la desilusión, lo bizarro y lo doloroso. Ya en un libro del año 2017 titulado “Parcial mente nublado” (publicado por la ahora extinta Almadegoma Ediciones) Soto había ahondado en una épica distópica hecha verso, en donde intentaba seguir siendo frente a lo devastador de la naturaleza. La inundación, un tema recurrente en su literatura, ahora toma nueva dimensión y completa la idea: lo apocalíptico no sólo es la descripción de la catástrofe, sino atravesar el desencuentro, la imposibilidad. Lo que no puede decirse, lo que no tiene nombre aún, lo que desnuda la desilusión a modo de crónica: una testigo imparcial que no juzga la tormenta, pero que sobrevive a la misma.

El libro está dividido en cuatro partes: Árbol de Fuego, Árbol de Agua, Árbol de Aire, Árbol de Tierra. Y los poemas de cada sección configuran un único paisaje: los textos son breves y han sido esgrimidos con desenfado, con un profundo cariño por lo irónico, un humor chueco que entiende la responsabilidad de ser cuerpo, de seguir siendo carne. No hay nada, o muy poco, de metáfora de lo abstracto, de vuelo intelectual: todas las imágenes pertenecen al realismo, sin recaer en el cliché de lo marginal sin conocimiento del margen, dan con la dosis exacta de visceralidad sin descuidar la hermosura. Estas divisiones que hacen las partes del libro reconocen la naturaleza como base primordial para la escritura: lo catastrófico, lo trágico, lo desencontrado, también es natural y también forma parte del paisaje. “Después de eso no hablamos y el ardor ya no fue el mismo”, dice en el primer poema del libro. Arranca todo así: con la conciencia plena del adiós, con la conciencia plena de que todo es pérdida y más vale prepararse para ello. “Charlamos sobre los futuros planes para las futuras inundaciones”, dice. Y es que se tratan de poemas de supervivencia: el hambre, el frío, los hongos de humedad, la desidia, son componentes de un collage que da veracidad a lo humano, lo valida, lo reivindica.

Las cosas que habito son tus manos cuando me tocan

tu cuello cuando lo muerdo

tus libros cuando los leo

el sillón floreado que ya no existe,

me preguntaste qué es el amor y creo que es esto:

ver pasar la tormenta, reír mientras acomodamos frazadas,

pensar en comida pero no decirlo,

tener miedo, mucho,

y esperar a que amanezca,

¿los gatos que mueren van al cielo?

En una entrevista reciente para Cuarto Poder Salta, Elizabeth Soto afirma: “me gusta concebir a mi poesía como barrial porque es la cotidianeidad que me habita. Escribo desde mi barrio pero también imaginando otros, viajando en colectivo, caminando calles de tierra, cruzándome con perros flacos, creo que es un intento de plasmar la crítica hacia la desigualdad económica social”. En el libro, los “ranchos de chapa a las afueras del barrio” son una imagen recurrente: los sobrevivientes de la catástrofe entienden sobre la finitud de las cosas, sobre lo random del universo (“el meteorito que tiene que caer para salvarnos la vida / de nuestras propias miserias”), sobre el gen político y social que está implícito en el acto de retratar de forma descarnada la búsqueda constante (acaso la necesidad) de un refugio que ni siquiera sabemos si existe. La pobreza puede ser carnal (“cortemos las plumas a las gallinas para que dejen de volar / no quiero ir a buscarlas en el patio de la vecina / no quiero encariñarme con la cena”) (“El desempleo estaba de moda / éramos indiferentes”), pero también la miseria puede ser afectiva, íntima (“creo que nunca me enseñaron nada del amor”) (“quiero arrancarme la piel, los ojos, la nostalgia”) (“Ma, no tengo sangre / no tengo futuro”), cuando no de índole disruptiva (“el aborto no es para cualquiera / hay que tener plata y no hay que ser tan católica”) (“un hijo no siempre trae consigo una familia tradicional / sino miralo a Jesús”). El panorama es terrible y crítico y no se romantiza la pobreza desde un ángulo meritocrático como si se tratara de una charla TED, sino que esto es poesía de alto impacto: “somos miserables / temerarios / ¿me hablas de pobreza a mí? / todavía no sabemos quién va a tener que dejar de comer / para que alcance la comida”.

El orden de lo religioso (elementos que ya no representan la esperanza ni la moral, sino el encadenamiento con la inexistencia del ayer) y las referencias a la música y el cine son amplias. Sobre todo, la figura de Vada Sultenfuss interpretado por Anna Chlumsky en la clásica My Girl (“la misma amargura con la que Vada Sultenfuss trataba de ponerle los anteojos a Thomas cuando estaba muerto”), pero es necesario aclarar algo: la elección de este link no es gratuito ni tampoco azaroso como un mero guiño generacional noventero y menemista, sino que tiene algo más dramático, puramente poético, sin temer al ridículo. Lo que puede leerse como una paráfrasis de “Me quedo aquí” de Gustavo Cerati (“nos crecen cerros en el ombligo / nos crecen raíces en las manos / y no nos vamos, nos quedamos acá / a pesar del pronóstico”), y el recaudo de consignar como idea de vitalidad al carnaval: la última palabra que cierra el libro, evidencia de que todo ha sido fríamente calculado.

“Canciones de árboles de verano” está escrito desde las figuraciones húmedas (las frases que plantean una constelación de hongos en las paredes y en la propia piel) que no buscan un hombro en el cual llorar, sino la construcción o reconstrucción de un territorio-cuerpo, un territorio-presente, un territorio-lenguaje. “La vida es esa herida que abrimos a cada instante / ese instante que tratamos de coser y nos inquieta”, dice el poema, como si se tratara de un apotegma: una sentencia sin margen de error. Para lograr una voz con semejante contundencia es preciso observar con cuidadoso detenimiento el panorama completo, con sus reveses y ángulos agudos. No se escribe desde el resentimiento o el espejo constante en homenaje a los escombros: se escribe desde la búsqueda imperiosa de decir el mañana. “Te podría decir que el sabor a fuego no quema / te podría decir que tu cama es el paraíso”, termina diciendo la última fotografía de este libro plenamente visual, la cinematografía de no demonizar el temor a la pérdida.