Por Mario Flores
Durante las VI Jornadas de Literatura Argentina y del NOA de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy, que se llevaron a cabo los días 6 y 7 de diciembre de 2023, se me invitó a participar en un conversatorio con escritores del noroeste argentino (junto a Diana Beláustegui, de Santiago del Estero), luego de la intervención de la Dra. Zulma Palermo (docente e investigadora salteña nacida en 1938) que finalizó su exposición titulada “Democratizando los lugares de saber” con una contundente y acertada afirmación: SIN CRÍTICA NO HAY LITERATURA. Esa máxima, esa aseveración tan relevante como actual, me llevó a escribir el presente texto.
No es la primera vez que algo de lo que escribo genera controversia, desencanto y hasta enojos tan estrictamente personales que nadie podría creer que todo esto comenzó con algo tan habitual como lo es tomar un libro y sumergirse en él. Lo fue el tema de la violencia explícita en los cuentos de “Necrópolis”, lo fue el tema del uso de drogas y sustancias psicoactivas en la novela “El poder de los elementos”, o los diálogos supuestamente homofóbicos y discriminatorios en “Diosas mutantes”, de reciente publicación. Y lo son también las reseñas: hasta ahora, en diversos medios digitales del país y el exterior, he reseñado cerca de 110 libros, y en muchas de esas ocasiones, recibiendo más quejas que lecturas.
Las reseñas, los comentarios de libros, las crónicas y los artículos críticos, son una parte importante en la difusión de la literatura contemporánea, en la promoción de su lectura y también para prestar visibilidad a sus artífices. Sin embargo, existe una mala costumbre, tan vieja como nociva, de entender los comentarios de libros solamente desde el ángulo del autor: lo que quiere o le conviene escuchar, la lectura más beneficiosa o la devolución que lo ensalce más.
Este desplazamiento endogámico y sectario no revoluciona ninguna escena cultural, no posibilita consideraciones estéticas o técnicas sino que apela al reduccionismo: no hablar del libro, sino felicitar al autor. Existe toda una subcultura de comunicadores sociales, periodistas y artistas que jamás han osado emitir un criterio estético sobre un libro por temor a que el autor se enoje o no le caiga bien: algo que nada tiene que ver con el respeto y la empatía sino con producir publicaciones cada vez más light, sin carácter, sin arrojar datos nuevos y, lo que es peor, sin generar nuevas preguntas. Lo que una escritora tartagalense como Marta Juárez denomina “agravio hacia su persona” en mi reseña “Palabras frescas, calientes y mal escritas”, no es más que la apropiación de esa lectura como un ataque personal y privado, cuando en realidad el objeto sobre el que trata la reseña es el dispositivo textual, su formato, su soporte y las condiciones técnicas que el libro trabaja según su imaginario poético. Hay una serie de puntos sobre esto:
1. No me considero, ni en mi biografía jamás he afirmado ser un “crítico literario”. De hecho, las notas y artículos que publico en diversos medios, entre ellos el semanario Cuarto Poder Salta, responden al término “reseña”, y es así como son publicados, como reseñas y crónicas: etiquetarlos como “críticas literarias” es una equivocación, puesto que no son textos que operen en carácter ensayístico, monográfico o de escritura académica. No sé de dónde salió esta idea: la de pretensiones que corresponden al campo de las nomenclaturas, de lo personal y lo subjetivo, como lo es el atribuirse títulos, certificaciones o poderes. En la escritura de no ficción, las reseñas literarias o artículos críticos (de música, de cine, de teatro, de muestras), no tienen como propósito enviar un mensaje personal al autor de la obra ni el intercambio de halagos, sino difundir el material (buscarlo, comprarlo, consumirlo conscientemente), abrir espacios de diálogo abierto con el público (con los lectores, que son, al fin y al cabo, quienes establecen pautas de reflexión sobre lo que un libro propone) y no un intercambio privado de un autor a otro, según lo sectario y lo autorreferencial.
Las reseñas de libros no son publicidades. Abundan notas que sí afirman ser “críticas literarias” cuando constan de apenas dos párrafos: una sinopsis de la obra y una descripción halagadora del autor. Esta clase de notas no corresponden a una lectura, mucho menos a una crítica, sino que funcionan como partes de prensa apenas redactados, resúmenes copiados y pegados que revelan propósitos mercantiles, no literarios: buscan la complicidad con el autor que se desvive por aparecer en un medio en pos de difundirse a sí mismo, no a su obra. Quienes redactan estas “críticas literarias” donde prevalece el halago al autor, revelan que no leen ni siquiera las solapas o los textos de contratapa. Si no prestamos atención a estos detalles, seremos consumidores pasivos de una oleada de spam y publicaciones redactadas con liviandad e hipocresía.
Las reseñas literarias, los comentarios de libros, no tienen la obligación de ser positivos ni ensalzar la figura personal: se trata de textos que se enfocan en los aspectos preponderantes de una obra, su proceso y acabado haciendo énfasis en el sistema editorial en el cual se inscribe, y cómo actúa en una comunidad según esas directrices estéticas y políticas. Las reseñas literarias, los comentarios de libros, no son aplausos ni cartas de aprobación al autor: son lecturas. Y un autor no puede hacerse responsable por las lecturas que surgen de su obra, incluyendo las positivas y las negativas. Eso sería apropiarse, para la presunción, de cualquier lectura ulterior como si se tratara de una descripción sobre la persona, ignorando que el lugar protagónico le pertenece a la obra, al libro en sí.
Por supuesto (y por desgracia), para muchas personas la publicación de un libro es algo tan profundamente personal, que entienden a los libros como “hijos”, como “sueños” que han arrojado al mundo. Como si el libro fuera una extensión de la vida personal, el discurso personal o, peor, del “alma” del autor. Estas romantizaciones de costumbre solamente desvían el foco de atención de la parte más importante para que un libro se imprima y salga al mundo real: su proceso creativo, su sistema literario en el que hace nexo con su comunidad, y el procedimiento editorial a través del cual ese libro ha llegado a ver la luz. Un libro (una novela o un poemario) no es una audiencia judicial, y una reseña literaria no es una aprobación o desaprobación de su autor, tampoco una opinión sobre su vida privada.
2. La cantidad de errores ortotipográficos, gramaticales y de cohesión (717 y 487, respectivamente, en los dos libros de Marta Juárez que yo he reseñado: “Tartagal Ñaupa” y “Palabras frescas, palabras calientes”) no responden a una valorización de la persona: es debido tomar cuenta de los aspectos técnicos que se involucran en el proceso editorial que hace posible que los libros surjan, sobre todo cuando estos son material de consulta, o representan parte importante del acervo cultural comunitario de un pueblo. Marta Juárez, en su texto de “replica” (así, sin tilde, publicado en Cuarto Poder Salta el sábado 2 de diciembre) afirma que la cantidad exagerada de errores ortotipográficos que yo menciono la saqué usando la herramienta de ortografía de Word. Una teoría ridícula y absurda, teniendo en cuenta que, para eso, yo tendría que tener la maqueta original del libro provisto por el sello editorial o, en todo caso, que la autora misma me haya facilitado su archivo manuscrito original en dicho soporte. Cosas que por supuesto no suceden, ya que mi procedimiento es más sencillo: comprar el libro, en papel, en la XIII Feria del Libro de Salta del stand correspondiente, leer y releer, y ejecutar un análisis de corrección técnica y literaria según los parámetros del imaginario poético que el libro propone y MARCAR (a mano) los errores que hacen dificultosa la lectura a la hora de ingresar en ese sistema literario: no solamente errores de ortografía sino también incongruencias que operan tanto en el diseño como en el arco dramático del texto.
Los subsiguientes repasos de los equívocos y las posibles variaciones se cuentan UNO POR UNO: se trata de una ardua tarea de lectura y análisis, no un conteo digital para arrojar una cifra exagerada. Los fraseos y regionalismos son captados por el lector, no por el ojo del software: serían aún más errores si se cometiera la equivocación de dejar que un software se haga cargo. Marta Juárez da por sentado que un localismo o un regionalismo son los “errores” que yo digo haber encontrado, seguramente por ignorancia y morbosidad, y que si así fuera, tal la cantidad de equivocaciones, ella tendría que volver a la escuela primaria. Lejos de eso, mi propuesta es más simple: corregir. La corrección es, en sí misma, la verdadera escritura. Y un autor que no se precie digno de revisar y corregir su texto, que piensa que todo lo que se escribe es publicable, que solamente advierte su propia genialidad e ingenio, está destinado a que luego deba repasar esos errores en las páginas ya impresas. Por lo tanto, la cantidad de errores es real y responde a una tarea de edición, del proceso de diagramación y diseño y cuáles de sus etapas presentan mayores dificultades. No atender a los errores, no prestarles la atención debida, más aún negar o desviar la atención de la relevancia de su aspecto, sobre todo cuando ya han sido publicados, es minimizar la importancia de que los registros y producciones bibliográficas de nuestra comunidad necesitan (y merecen) estar correctamente redactados. Muchos de ellos (entre los que se destaca “Tartagal Ñaupa”) son material de consulta para estudiantes e investigadores, y se encuentran disponibles en bibliotecas públicas y populares: ¿no genera ningún tipo de preocupación el hecho de que esas personas en etapa de formación deban recabar información de libros que tienen errores básicos como s en lugar de c, espaciado y puntuación y signos de diálogo erróneos?
No está en mí juzgar si alguien debe volver a la escuela primaria: pero los errores son reales, han sido revisados y son fácilmente corregibles. La cuestión no es ufanarse del error ajeno, sino señalar el equívoco porque no puede pasarse por alto un aspecto tan importante de las obras literarias, como lo es no la pretensión de perfección sino la exigencia con uno mismo. Todos cometemos errores porque somos humanos, pero no es de eso de lo que estamos hablando: aquí estamos hablando de literatura, de libros ya impresos, de publicaciones que se venden y se presentan en público, de material necesario y que no se presenta en condiciones.
3. Una novela no es una audiencia judicial y una reseña literaria no es una carta documento al autor: se trata de una lectura. Todo dispositivo textual presenta posibilidades de lectura, y cabe la probabilidad en este vasto universo de que una de esas lecturas no sea necesariamente complaciente ni represente un elogio sin análisis. Los fundamentos se basan en lecturas, en referencias, en conocimientos que arroja el texto y, por supuesto, su forma de construcción (porque los libros no solamente se escriben sino que se construyen): cómo ejecuta tal eje temático, cómo desarrolla un concepto, qué lugares comunes o invenciones hay y cómo se comportan con el tono del sujeto lírico. Las lecturas no son devoluciones al autor: no existe el compromiso ni la obligación preestablecida de que se deben comunicar las lecturas personalmente. Son notas públicas, publicaciones del ámbito cultural, registros de la industria editorial que también se retroalimenta de reseñas, recomendaciones y críticas, no tan solo de publicidad hacia los autores. La reseña “Palabras frescas, calientes y mal escritas” es una lectura, habla sobre el texto, no acerca de la persona. El propósito de las reseñas literarias, musicales o cinematográficas no es aprobar o desaprobar a la persona, sino otorgar una lectura posible del texto. Si no pudiéramos separar al autor de su obra, entonces toda reseña o nota crítica se reduciría a un intercambio de opiniones personales sobre el otro, masajes al ego. En ningún momento me refiero a la persona de Marta Juárez: nunca la había visto hasta que se acercó a insultarme en persona, y mi acercamiento es como el de cualquier otro lector: se busca el libro, se encuentra, se lo compra, se lee, se analiza, se relee, se repite el proceso. No puedo referirme a la persona que no conozco porque no sería una lectura sino un chisme: una cosa es leer, otra cosa es hacer chisme en Facebook. No puedo referirme a aspectos personales de la vida privada de su autora, como su familia, personalidad, clase o raza, ya que lo que en realidad importa es el texto. Estoy hablando de literatura, no de lo que es, o juzgo que es, la persona. Y si el texto no puede sostenerse por sí mismo, si presenta problemas de edición, resolución y montaje, sería canallesco obviar o hacer de cuenta que publicar libros con errores ortográficos está bien, que no pasa nada.
Marta Juárez, en su “derecho a replica” (que también cuenta con 45 errores de puntuación, conectores repetidos y tildes mal ubicadas), sostiene que una crítica literaria debe enfocarse en “la Originalidad y creatividad, la Cohesión temática y estilística, la Emoción y la profundidad con que está escrito” (las mayúsculas aleatorias son del texto original). Esta formulación implicaría desestimar cualquier error, ejercer la lectura como una naturalización del error, a la vez que exige fijarse en “la profundidad” con que lo escribió, es decir, otra vez volcar todo desplazamiento conceptual o recurso del lenguaje, a la persona o la intención de la persona. Y si nos encontramos con que todo fundamento de indignación se basa no en el contenido, sino en la persona, no hay mucho que se pueda revertir de los errores que ya fueron impresos en tinta. Otra vez: no me refiero a regionalismos ni expresiones que representan una oralidad o un estilo etnográfico, sino a nombres propios sin tilde, a signos que abren y no cierran, a puntos y mayúsculas mal ubicadas (cosas que la herramienta de edición y ortografía de Word tampoco resuelve, por lo tanto suponer que una lectura se basa en la utilización de un recurso informático es bastante desacertada). Hablar de quien se desconoce no es una lectura: es suponer y prejuzgar elementos vivenciales que componen la vida y actitud del otro, no de lo que ha producido, no de lo que ha publicado.
Las lecturas se someten a otras lecturas, en términos literarios y estéticos, no en términos personales ni a la figura de su autor. Las reseñas y artículos críticos no tienen obligación ni mandato alguno en dirigirse con pleitesía al autor: se trata de operaciones de reflexión y análisis sobre el texto. No se puede ejecutar ese mecanismo sobre las personas, sobre sus intenciones (“intenciones” va con c, no con s, de paso) o sus propósitos privados, sobre sus aspiraciones artísticas o sus ideas íntimas. No es debido basarse en la dimensión personal de quien escribe, porque entonces todo texto se reduce a un mensaje privado, una tarjeta de felicitación o un favoritismo hipócrita.
4. Sin embargo, la lista de insultos de Marta Juárez a quien osa reseñar su obra, sí está explícitamente dirigida a la persona (lo que ella misma afirma que no debe ser), desde un campo de batalla parcial donde sus contactos de Facebook la apoyan, grita: sorete de mosca que escribiste dos pavadas, fanfarrón y ególatra, misógino, enfermo mental, resentido social y cobarde, olfa KK y creído intelectual, misógino con complejo de inferioridad, tarado y resentido social. Todos estos epítetos, vertidos públicamente por la antropóloga, sí van expresamente dirigidos a mi persona. En mi reseña jamás me dirijo a ella directamente, mucho menos con agravios o improperios que caigan sobre su persona o vida personal, familiar o características de su intimidad. Cuando no es posible hablar de literatura ni de la cuestión que se está problematizando, es inevitable referirse, sin más, a la persona. Como no tenés la capacidad ni autoridad alguna para hablar en términos literarios, en términos estéticos, en términos editoriales, parece que no te queda otra que relinchar hacia la persona. No emito un juicio sobre el rol de Marta Juárez como autora, ni niego su relevancia o encarezco su trabajo (si no fuera así, no dedicaría tiempo a esta tarea que incluye la búsqueda, la adquisición, la lectura, la difusión y visibilidad de las obras que se publican en nuestra región, en nuestra propia comunidad, ya que ignorar deliberadamente lo que se escribe y se publica en nuestra comunidad es el primer paso para que nos convirtamos en lectores pasivos, obedientes y acríticos, cuando no en cómplices del silenciamiento). No califico su obra ni digo que está MAL ESCRITA, como la autora afirma: señalo deficiencias en el texto que son propias de la corrección ortotipográfica y corrección de estilo. Dos facetas que todo autor o persona que ha ido a un taller literario, conoce. Hablo de procesos editoriales y de aspectos líricos de la composición, no de lo que me parece Marta Juárez como persona ni lo que opino sobre ella. Sí juzgo el rol que juegan las imprentas y editoriales, y considero necesario repensar el papel que juega el autor en todo este proceso, para evitar que surjan más producciones con defectos que encarecen su circulación, y a veces estas fallas de calidad restringen las posibilidades de lectura de una obra.
No califico la obra de Marta Juárez como una “pavada” ni recomiendo no leerla, al contrario: la idea es que si una persona resiente una lectura, o le genera algún tipo de afectación moral, debe solucionarlo en el lugar correcto: el texto, el libro, la obra. Ir a buscar el libro del que estamos hablando, adquirirlo y leer. Releer y juzgar si la lectura es errónea o señala algo evidente que es cierto.
5. La gerontofobia es una actitud de execrable discriminación propia de quienes se autoperciben como dueños de un poder o autoridad por encima de los demás, ubicando este poder en una condición generacional o puramente etaria. Una lectura (una lectura de poesía) no puede cimentar juicios estilísticos basados en una condición etaria, racial, de clase, sexual o de índole religiosa. Y si lo hace, esa lectura estará necesariamente conectada más por las direcciones y bajadas de línea del autor que por lo que propone la obra. No esgrimo ningún tratado generacional en mi reseña: los años de nacimiento son necesarios de consignar en toda biografía porque nos dan un marco en el cual entender la tarea y actividad de un artista de acuerdo a su tiempo y su época (y aún así, al día de hoy, hay autores que tienen un complejo con la edad y no incluyen su año de nacimiento), pero no tiene nada que ver con introducir su condición generacional en un texto que, tranquilamente, puede no tener nada que ver con eso. El “patetismo vetusto de los gerontes” no es un insulto sobre la edad ni un comentario dirigido a una persona: se trata del tono con que el texto circula la idea del tiempo desde el yo lírico hacia la extimidad. La definición de patetismo, por si no la tienen: “angustia o padecimiento moral grandes, capaces de conmover profundamente y agitar el ánimo con violencia”. Lo catastrófico no es escribir sobre la calamidad, lo catastrófico es que haya errores en esa escritura que bien podría ser más fructífera. Nada tiene que ver el año de nacimiento de quien escribe, sino cómo escenifica en el espacio el lenguaje del tiempo, de los años. Pero claro, tergiversar la reseña en favor de la queja es otro ardid de costumbre en quienes no se dan al trabajo de editar. En el mismo poema, Marta Juárez, escribe: “envejeciendo en su rodar incesante […] marchitando recuerdos”. Las citas son de “Los Años”, “Muertos del Cementerio La Loma” y “Elegía a la planta de Chaguar”, pero bien podría haber citado sus poemas “Atchiná wichí” o “Abuelo Bosque, montes del chaco”, porque también en mi reseña hay comentarios positivos. Es inevitable que toda la atención se enfoque en un aspecto negativo (o destructivo, según dicen), para así ejercitar una lectura imparcial pero políticamente correcta, incluso incompleta (pues muchos de quienes se “solidarizan” con la autora en vista de mi “ataque”, no han leído ni el libro ni la reseña y, sin embargo, se suscriben a un juicio, a tomar partido sin ningún tipo de información más que el chisme).
6. El pretendido “respeto” hacia el/la autor/a del libro que se reseña, ¿debe funcionar entonces en clave de pacto tácito de no cuestionar nunca nada? Esa práctica, que Tom Wolfe denomina “devolver el ascensor”, es común en la escena literaria y artística argentina: hablar bien por conveniencia, felicitar por comparecencia, aplaudir por temor a quedar mal. Ninguna de estas actitudes nocivas para con la cultura tiene que ver con la tarea de compartir lecturas, posibilitar análisis técnicos, ya no solamente desde lo sentimental y las subjetividades que atraviesan lo personal, acaso territorios endogámicos que no se relacionan con el rol del lector. De todas las expresiones de solidaridad para con la señora Marta Juárez, al haber sido “atacada” por mi reseña, no hubo ni una sola expresión de interés en tratar de corroborar el aspecto técnico que mi nota planteaba como eje central. Nadie mencionó nada con respecto a los errores y fallas del libro: se avizora la contundencia del texto por su carácter victimario y se elige no ver (no leer) las consideraciones técnicas y editoriales que aparecen en mi texto, que refieren al meollo del asunto. El libro, su desenvolvimiento y funcionalidad en nuestra comunidad: cómo ha sido compuesto y bajo qué términos. Hay una decisión inconsciente, al parecer, de hacer la vista gorda, de naturalizar el error, de afirmar que mientras te haya salido del corazón no importa si le falta una hache intermedia. Esta cualquierización del oficio de la escritura, es peligrosa para la producción editorial regional y nacional: es afirmar que publicar con errores está bien, y que cualquiera que lo señale y lo cuestione, es un enemigo.
7. “Los que remamos las Letras años tras años y publicamos con nuestro propio esfuerzo y bolsillo”, dice Marta Juárez en su replica, aclarando aquí un importantísimo punto dentro del ámbito editorial que está íntimamente conectado con mi reseña, y con todos los aspectos que señalo sobre un libro. Las verdaderas editoriales no cobran a sus autores. Las editoriales no hacen contratos de servicio a sus autores. Las editoriales independientes piensan un catálogo, lo construyen con líneas editoriales, estéticas y políticas, y seleccionan a quienes publican: no agarran lo primero que aparece solo porque tenga el dinero para pagarlo. Las editoriales independientes no le cobran a su autor: le financian la obra. Porque quieren que sea parte de su catálogo, porque suma, porque aporta una mirada distinta. Las editoriales que cobran, en cambio, ni se fijan en lo que publican: todo depende del plan de pagos y qué servicios ofrecen (diseño, maquetación, trámite de ISBN, corrección en el mejor de los casos, promoción, presentación), y pasan a imprimir lo que tienen, las más de las veces, como vino de casa. Las editoriales de servicio no construyen un catálogo: hoy sacan un libro de poemas y mañana uno sobre soldadura, pasado mañana uno de coplas para niños y la semana que viene uno sobre autoayuda new age, sin el menor cuidado editorial, sin la menor curaduría. Los sellos de servicio, que nunca quieren que se les llame sellos de servicio (cualquiera sea su dinámica: prepaga, contraenvío o preventa al público) en tanto se paga para publicar, deben garantizar, al menos, una correcta galera que, para cuando el libro salga de imprenta, no contenga ya esas fallas. Ejemplos: “extiendo el a la extensa”, “cuchillos que separa y desune”, “aguita de mantial”, “¡Qué viva el Departamento […] contemos”, (ejemplos de, justamente, “Palabras frescas, palabras calientes”) más las tildes diacríticas mal ubicadas y el reiterativo problema de las mayúsculas equívocas. Ninguno de estos errores son inocentes: echarle la culpa a un golpe de más al teclado, o el predictivo de los celulares que cambia la palabra, o cualquier otro agente externo que “no hizo su trabajo”. Puras excusas. Estas son, propiamente dicho, inoperancias que recaen en el texto y terminan ya publicadas así. Para peor, las faltas de ortografía y los errores también están presentes en el comunicado que la Imprenta y Editorial Juana Manuela publicó en su fanpage oficial: amplía sin tilde, Juárez sin tilde, citas con los signos incompletos, comas erróneas, una cita que se le atribuye al Quijote que el Quijote nunca pronunció y, además, el link de un tal Mario Flores que encontraron que es escritor por casualidad, un novelista y psicólogo de España que tiene el mismo nombre. Ah, debe ser éste, habrán pensado, en vez de googlear bien. Que el sello que publica la obra también tuviera errores en su texto oficial y también en el poema de Marta Juárez con el que acompañan la publicación, fue solamente evidencia de que lo que yo señalo en mi reseña no es un invento malicioso. De hecho, todos los errores y fallas de diagramación que yo señalo son fácilmente corregibles buscando información, pidiendo ayuda, diciendo sencillamente “no sé”. No enojándose con quien lo señala como parte de una tarea de lectura, de análisis poético pero también técnico: no todo queda en el alma ni en la subjetividad de lo personal y la reacción propia. Entonces, ¿no sería más lógico enojarse con la imprenta a la que le pagaste, que no supo corregir a tiempo y dejar el libro en óptima calidad, en vez del que hizo una nota señalándolo?
8. Muchas autoras y escritores (locales, porque si nos salimos de este contexto, la lista sería demasiado larga) han recibido reseñas mías, lecturas de sus libros, y aseguro que no todos tienen la obligación de quedar satisfechos a la hora de leer la parte que contiene señalamientos negativos. Jorge Rolando Acevedo, Marina Cavalletti, Valentín Anaquín, Daniela Urgel, Rodrigo Guerrero, Fabio Martínez, Lucila Lastero, Héctor Cabot. No recuerdo que ninguno de ellos, de estilos, trayectorias e idiosincrasias diversas, haya sentido una ofensa tan personal y dirigida tan específicamente a su persona, que mereciera una réplica o una emergencia de respuesta, de juicio, de grito, de insulto, de urgencia por pronunciarse. Entienden que las lecturas son eso, lecturas, no juicios de valor, ni comparación de estándares sobre una obra y otra: menos aún entre una persona y otra. De hecho, entre los trabajos de corrección literaria que realicé en 2023, los libros de poemas y cuentos de Jorge Acevedo han sido una grata tarea: no existió la ofensa por puro morbo, ni la enemistad gratuita, ni la incapacidad de leer dos veces. Hay algo mucho más poderoso que la mezquina imagen que nos construimos de la persona que no conocemos para nada pero, que por haber dicho que tal cosa no está tan buena -como, por ejemplo, publicar textos mal redactados-, ya se convierte en un blanco de nuestro escupitajo de frustración: con insultos, exponiendo la victimización, rogando que los otros usuarios se pongan de tal lado, que también oficien como tribuna contraria (sin leer) y, por supuesto, seguir manteniendo vivo el relato de que nadie tiene derecho a criticar nada de lo que uno hace: ¿dónde se encuentra la torre de marfil? ¿En aquel que lee todo y comparte una lectura, o en aquella que no admitirá jamás una lectura que contrarie sus postulados? Ubicar erróneamente un debate del ámbito literario en el plano personal, no permite propiciar un cuestionamiento íntegro para reflexionar cómo se está leyendo, escribiendo y publicando en el norte argentino.
Durante la inauguración del Expositor del Patrimonio Literario de Tartagal, el jueves 7 de diciembre, en que dos expositores hexagonales con información de las autoras y autores oriundos de Tartagal, además de volúmenes seleccionados, quedarán para siempre en la Biblioteca Popular Juan Bautista Alberdi, Marta Juárez me abordó con urgencia: “Yo tengo que hablar con vos”. “¿Seriamente?”, pregunté. Su respuesta fue vaga y confusa, por lo que todo intercambio en persona fue agresivo y beligerante, nada serio. En primer lugar, por qué creo ser el presidente de la RAE a la hora de señalar errores de los “colegas”. En segundo lugar, por qué me atrevo a decir que no se sabe el nombre de sus nietos (en mi reseña, jamás me dirijo a su condición familiar: es la autora, justamente, quien informa ser abuela, consigna los nombres propios de sus nietos -que están mal escritos-, y les dedica un poema; es decir, si los nombres propios de familiares están mal redactados -a uno le saca la tilde, al otro la s- no se trata de una calificación sobre su clan, mi cuestionamiento es la falta de coherencia de diagramación incluso en dedicatorias y nombres propios, que siguen a lo largo del libro, pero la autora, en vez de revisar sus ejemplares para notar el error, decide que yo me he metido con su familia). En tercer lugar, con qué cara voy yo a decir algo sobre la literatura de Tartagal siendo quien más destruye y habla mal de los demás. En fin, una sucinta perorata de quejas que no tenían el propósito de solucionarse, sino simplemente ser escupidas por la urgencia de pronunciarse. En esa ocasión le mencioné a Marta Juárez, en persona como ella quería, la verdadera dimensión problemática y urgente que representa un relevamiento bibliográfico que consta de volúmenes mal redactados, sobre la estúpida y ridícula teoría de contar los errores en un libro de papel con herramientas de Word, y un conteo de todos los insultos que sí van dirigidos a mi persona. Mientras hacía un repaso por todos los epítetos e insultos que dirigió hacia mí, solamente respondió “Es lo que te merecés, por todo lo que dijiste”. Al parecer, existe una cultura del odio que se cimenta en base a suposiciones y no a lecturas: reitero, cuando no se puede hablar de literatura, a la persona no le queda otra que burlarse y atacar. Y aquí está el punto idiota: si dos autores se presentan en público y en igualdad de condiciones para debatir y problematizar este aspecto importante sobre la edición literaria y la labor artística de los escritores de nuestra zona, ¿quién creen que tendrá más información fidedigna antes que valoraciones prejuiciosas que compartir? Por supuesto, la única respuesta que Marta Juárez supo (o fue capaz de) dar, a pesar de su formación académica y trayectoria, fue “Metete los acentos ya sabés dónde”. Que sea esa la única alternativa a un cuestionamiento, dice mucho sobre la capacidad de esa persona para indagar y discutir en términos profesionales. Además, los acentos son modulaciones fonéticas, yo hablo de tildes, que son los signos ortográficos. Otro error. Cuando se otorgan datos precisos, procesos legítimos, además de “dar explicaciones” como si fuera un mandato, Marta Juárez solamente llega a responder murmurando: “Payaso… payaso”. No hay respuesta, ni teoría, y lamentablemente, en la obra (en el libro publicado) tampoco está la respuesta, ya que hace falta corregir, leer más, involucrarse más en el proceso creativo. O volver a la primaria, una teoría que no es mía pero que ahora no suena tan alocada.
Ese es un debate que sí es necesario, actual y de gran relevancia para el sector del libro, los sellos editoriales, las cadenas de distribución y librerías, y para el papel que juegan los autores, escritoras y escritores, en su comunidad y en la época social y política que nos atraviesa. No un debate sobre alguien, una persona solamente, a quien no le ha gustado tal cosa en un libro ajeno y cometió el pecado de no hincarse ante la supuesta autoridad de nadie. Dice Aira: “La libertad es también, o es en primer lugar, la libertad de no gustar”. Y responde Francisco Bitar: “Con todo, nosotros primero debemos conquistar el lugar de artistas para luego hacer, decir o escribir lo que se quiere. Ir, digamos, conquistando esa libertad de no gustar”.