Por Alejandro Saravia
Es a todas luces visible que se quiere instalar, en esta última parte del ciclo largo de 24 años de gobierno -del que hablamos la última vez- la necesidad de reformar nuestra Constitución Provincial. Todos los señuelos apuntan a la reforma del sistema político, específicamente respecto de la limitación de las posibilidades de reelección de los funcionarios electivos: Gobernador y vice, Diputados, Senadores, Intendentes, Concejales y demás.
Una de las singularidades o paradojas del caso es que quienes la proponen son los que usufructuaron, durante 24 años, de la posibilidad forzada de una doble reelección cada uno de modo de gobernar ininterrumpidamente tres períodos por cabeza. Forzada, digo, porque ambos, entre gallos y medianoche, interpretaron y reformaron en su momento nuestra Constitución con ese objetivo.
Pero esa es sólo una de las singularidades del caso. Otra singularidad está dada por la paradoja argentina: Cuando los argentinos queremos solucionar un problema nos paramos frente a él y decimos: ¡hay que sancionar una ley! Y creemos que eso basta para solucionarlo. Luego, a renglón seguido, nos dedicamos a no cumplir la ley que dictamos para solucionar el problema en cuestión. Resultado: vamos acumulando problemas sin resolver ninguno. En este sentido, recomiendo la lectura de “Un país al margen de la ley” de Carlos Santiago Nino, especialmente el capítulo en que trata de la anomia boba. Que es esa que nos afecta a nosotros los argentinos.
Pregunto: ¿tienen autoridad moral para proponer una reforma constitucional que limite los mandatos aquellos que usufructuaron, sin pudor alguno, o mejor dicho, los que burlaron la limitación en ese momento existente? Contesto: No, de todos los ciudadanos salteños los únicos que no están legitimados para proponerlo son justamente aquellos que la gozaron.
Ferdinand Lasalle fue un político alemán, socialista, fundador de la socialdemocracia, muerto trágicamente muy joven a mediados del siglo XIX, que en una serie de conferencias reflexionaba acerca de qué cosa es una Constitución. Para algunos es un pacto o contrato simbólico entre los fundadores míticos de una sociedad en el que se describe los derechos y garantías, las obligaciones de los ciudadanos y las formas que adoptará su gobierno, volcado todo ello en un libro que debería ser leído y respetado por todos. Lasalle decía que eso era sólo la Constitución escrita, pero que la real era la dinámica de lo que él llamaba los Reales Factores de Poder al interior de un país. La suma de todos ellos, o mejor dicho el equilibrio que estos alcancen, es lo que definiría en sí mismo a la verdadera Constitución.
Además, Lasalle planteaba que las Constituciones escritas no tienen valor ni son valederamente sustentables, si no dan fiel expresión a esta dinámica fáctica de poderes internos. De esta manera, señalaba que… “Las Constituciones escritas, cuando no se corresponden con los factores reales de poder de la sociedad organizada, cuando no son más de lo que yo llamaba una hoja de papel, se hallan y tienen necesariamente que hallarse irreversiblemente a merced de la supremacía de esos factores de poder organizado, condenadas sin remedio a ser arrollados por ellos”. Nosotros incorporaríamos a esos factores los usos y las costumbres sociales que deben ser tenidos en cuenta para sostener su vigencia.
Si las Constituciones para ser vigentes necesitan arraigarse en la sociedad en que rigen, pregunto: ¿por qué aquellos que proponen su reforma para lograr un distinto comportamiento social no lo hicieron carne con su ejemplo cuando detentaron el poder? Es lo que sucedió, por ejemplo, con la limitación a dos mandatos de los presidentes norteamericanos. Cuestión que devino consuetudinaria a partir de la decisión de George Washington, primer presidente americano, de no postularse para un tercero. Ello fue consagrado por escrito recién en 1951 en la 22 Enmienda Constitucional de ese país.
Creo, sí, en la necesidad de una reforma constitucional, la que debe girar no sólo alrededor de la limitación de reelecciones, sino fundamentalmente debe modificar el sistema de controles al poder gubernamental. Es decir, el Poder Legislativo y la representación de los partidos de oposición; la forma de selección y designación de las cabezas del Poder Judicial, la Corte de Justicia, y del Ministerio Público, el Colegio de Gobierno; y, obviamente, la integración de la Auditoría General de la Provincia, que reporta al Poder Legislativo. Todos esos delicados temas debe tocar una reforma constitucional, la que, desde ya, no puede estar en manos de los usufructuarios durante todos estos años de esas falencias. Ellos sí que han perdido legitimidad para encabezar esta reforma. Eso es de puro sentido común.
Dos cosas para terminar. En primer lugar, una frase: DURA ES LA VERDAD MAS NO EN TU BOCA. En segundo lugar: una reforma constitucional nunca puede beneficiar a ningún detentador del poder en el momento en que se la dicta. A ningún funcionario que encabece alguno de los poderes estatales. Es una cuestión elemental de estética institucional y de respeto. De no ser así hay trampa, cuyo símbolo nos viene de los antiguos griegos: el CABALLO DE TROYA.