Por Elio Daniel Rodríguez

El verano nos conmovió con los pormenores de la muerte de un joven y de un pequeño niño, detallados en sendos juicios a los acusados de los hechos. Al primero lo mató un grupo de personas tan jóvenes como él, pero llenos de fervor por la agresividad y la violencia. Al segundo lo mataron la madre y su novia, quienes le ofrecieron a un infante de apenas cinco años –lejos de las caricias y atenciones que una criatura de esa edad reclama y necesita– torturas, abusos sexuales y golpes sin fin, hasta que su tierno cuerpo ya no pudo aguantarlo más.

No sería justificado aquí describir con lujo de detalles lo acontecido. Ya se encargaron de ello, en gran medida, un sinnúmero de medios de comunicación, que, como reinventados vampiros de nuestro siglo, se alimentan de la sangre que chorrean los hechos de una realidad cada día más atroz. 

Y fueron esos mismos medios de comunicación –aunque afortunadamente hay honrosas excepciones– los que resolvieron cubrir desde el punto de largada los detalles más escabrosos de uno de esos crímenes, dejando en un segundo plano al otro. Quizás pueda suponerse que el terrible asesinato de Fernando Báez Sosa reunía ingredientes más acordes con los “nuevos tiempos” como para ser presentado a un público ávido de noticias cruentas. Tal vez no sea descabellado pensar que la muerte del niño Lucio Dupuy resultó difícil de acomodar, desde un primer momento, en los discursos progresistas, feministas y defensores a ultranza de las políticas de género. Pero los crímenes no tienen género, y eso explica el hecho de que se produjera una marea de publicaciones y reacciones en las redes sociales, y extensos reproches a los medios masivos de comunicación, de parte de ciudadanos indignados ante el desigual tratamiento de ambos terribles y lamentables sucesos. Así, las críticas despabilaron a una maquinaria informativa que casi hasta el veredicto del juicio por el crimen del pequeño Lucio le había dedicado a este mucho menos espacio que al asesinato del joven Fernando. 

Los dos fueron crímenes. Los dos fueron atroces. Pero uno fue cometido por un grupo de muchachos que enseguida fueron aglutinados bajo la común denominación de “rugbiers” y el otro por mujeres, feministas y lesbianas. En uno, varios jóvenes mataron a otro joven; en el otro la madre y su novia mataron al pequeño hijo de una de ellas. Crimen agravado, este último, por el vínculo. Asesinato cometido por quienes tenían la obligación de cuidar a ese pequeño al que finalmente convirtieron en su víctima. Aberrante. 

Son dos casos que mueven a la indignación y hasta la repugnancia, entre muchos que registra la crónica policial de nuestro país, y en los dos, los prejuicios saltan a la vista. En el primero, porque el mensaje que se insinúa o que directamente se expresa sin tapujos es que, por el solo hecho de ser rugbiers, un grupo de muchachos, están llamados a ser violentos y, llegado el caso, a convertirse en asesinos. En el segundo, porque automática y livianamente se tiende a suponer y se llega a la conclusión –como parece haber pasado con la jueza que otorgó la tenencia del niño a la que sería su asesina– de que ningún hijo puede estar mejor que con su madre y que las madres son, por definición y en todos los casos, mejores que los padres.

Es que además existe una continua y sistemática degradación de la imagen del varón, y sobre todo del varón heterosexual, que se viene produciendo en los últimos tiempos. Los grafitis de “muerte al macho” o “macho muerto no viola”, más otros de parecido tenor, pueden ser entendidos como un desafortunado llamado en procura de evitar la violencia contra las mujeres, pero también pueden interpretarse en su sentido literal: una invocación a la violencia contra el varón. Los defensores del feminismo radical se encargaron de desvincular rápidamente los reclamos de las mujeres de la muerte de Lucio Dupuy, pero cómo se puede estar seguros de que en la mente de las asesinas no cobraron inusitada trascendencia esos mensajes que antes se mencionaban y de que se expresó del peor modo posible, a través de su saña y crueldad, la ira contra los varones que se está alimentando desde hace años en toda la sociedad. El pequeño Lucio pudo, tal vez, haber pagado con su vida el insistentemente sembrado encono hacia los hombres. En un chat, la madre del niño afirmó que lo iba a mandar a vivir con el papá y que “si el día de mañana es un machito qué va a ser”. Es muy difícil interpretar esas palabras como otra cosa que no sea deprecio hacia lo masculino. Porque esta persona no expresa que no quería que Lucio fuese machista, sino que se lamentaba de que pudiese ser “macho”. 

Todos miran para otro lado haciéndose los distraídos. La violencia en los medios, en los videojuegos o en la música pretende no tener nada que ver; las violentas marchas, proclamas y acciones del feminismo radicalizado pretenden no tener nada que ver; el gobierno con sus ineficaces organismos de protección de los derechos del niño (que debieran serlo desde la concepción) pretenden no tener nada que ver; el sistema educativo en su conjunto, que disimula la violencia y que no sanciona a los violentos, cuando actuando de otro modo podría hacerles un bien a ellos y a la sociedad, pretende no tener nada que ver; los jueces que tantas veces actúan tan livianamente, pretenden no tener nada que ver. Y entre todos se rasgan las vestiduras. La hipocresía es total. 

Pensemos en el crimen de Fernando Báez Sosa. En los colegios o escuelas donde estudiaron los jóvenes criminales, es muy probable que en algún momento, ya mucho tiempo antes, hayan manifestado síntomas de su agresividad. Si es así, o nadie les prestó atención, o, peor aún, esos síntomas fueron minimizados o ignorados por completo. En general, en el alumnado de una gran cantidad de instituciones educativas – aunque afortunadamente no en todas– se alimenta la idea de que se puede hacer cualquier cosa porque las consecuencias no serán graves; de que todo se puede arreglar; de que nada es pasible de una sanción que se deba lamentar. Por otro lado, los padres de los asesinos quizás alguna vez recibieron señales de que los comportamientos de sus hijos no eran los adecuados, y posiblemente los justificaron por su juventud o por su temperamento. Pero un día, esos mimos chicos –nos podemos imaginar que “indisciplinados” en la escuela o en la universidad– salieron y mataron a alguien, y entonces lo que pasó ya no se pudo arreglar más. La escuela les mintió; no se podía hacer cualquier cosa. Los padres, sin quererlo, les hicieron mal cuando no les llamaron fuertemente la atención ante una inconducta. Los asesinos ya no tienen gabinete psicopedagógico. La responsabilidad que no se aprende se paga a veces con muchos años de cárcel. 

A Lucio Dupuy lo mataron, ya sabemos, su madre y la novia. Lo determinó la justicia. Pero los abandonos que sufrió, antes y después de morir, fueron diversos. Lo abandonó la justicia, porque, sin el debido estudio y seguimiento, le dio la tenencia a la madre que lo asesinó. Lo abandonó un importante número de medios de comunicación, cuando no supieron cómo mostrar –¿editores de género mediante?– ese juicio incómodo hasta bastante tarde, reaccionando solo cuando aturdía el reclamo popular de verdad y justicia, que ardía en las redes sociales. Lo abandonaron los organismos de derechos humanos, que, como contó su abuelo, Ramón, nunca llamaron a la familia que lloraba la muerte del pequeño. Y lo abandonaron los políticos, que recién después del veredicto y ante la conmoción popular, iniciaron en La Pampa acciones contra la jueza que otorgó la tenencia a la madre. 

Lucio y Fernando ya no están, pero los crímenes horrendos como los que los tuvieron como víctimas siguen ocurriendo. ¿Qué haremos como sociedad?