Urtubey consolida la colonización del poder judicial. Lo hace tan abiertamente que terminó por hacer visible lo que era invisible: que la tropa ocupante es una oligarquía que indiferente a criterios institucionales y meritocráticos, considera natural que las posiciones jerárquicas se hereden como se heredan apellidos. (Daniel Avalos)

Fue el tema de la semana porque la prensa puso sobre la mesa la manera cómo los afortunados que acceden a cargos judiciales claves, suelen ser hermanos/as, esposas/os, cuñados/as o primos/as o amigos vinculados a personajes que ya ocupan puestos estratégicos en la Justicia misma o en el Ejecutivo. La mecánica es tan precisa, tan fácilmente identificable, que la conclusión obvia a la que se arriba no sorprende: Salta tiene un gobierno reaccionario. De esos que buscan desandar la historia. De aquellos que convierten en horizonte de futuro un periodo del pasado que muchos creíamos que había quedado definitivamente atrás: una Salta en donde un centenar de familias se apropian del Poder del Estado para desde allí acumular poder, acceder a beneficios prácticos y producir valores simbólicos para autolegitimarse como elite establecida y dar un aura de honorabilidad a los poderes que ellos mismos ocupan.

Que hoy esa condición sea más visible que en otros momentos puede explicarse con cierta facilidad. Dos variables resultan cruciales en esa explicación. La primera de ellas tiene que ver con las características propias de ese patriciado que para garantizar su dominio de la justicia, recurre a mecanismos obscenos que repugnan y llegan al extremo de hacer que el Otro que quiere acceder a la Justicia sin ser parte del linaje, retroceda en su condición de sujeto con derechos. Pero no es esa la única variable de explicación. También hay otra que explica por qué los velos que disimulaban esa centenaria práctica oligárquica, hoy se han desplazado lo suficiente como para que muchos empiecen a mirar lo que antes miraban menos. Esa toma de conciencia es hija de un hecho traumático: la pésima investigación comandada por Martín Pérez en el caso del crimen de las turistas francesas y la impunidad de ese accionar que no ha significado consecuencia alguna para quien desprestigió a la Justicia.

Fue eso lo que posibilitó que una parte importante de la ciudadanía descubriera que la Justicia está subordinada a un poder político dispuesto a recompensar a quienes, para servir a las urgencias e intereses de ese Poder, estén dispuestos a descomprometerse con la búsqueda de la Verdad. Ese escándalo ha generado un cambio de actitud en muchos. Un quiebre que, como todos, supone un antes y un después porque, desde ese momento, el ciudadano se convence de que lo indecoroso no es patrimonio exclusivo de la denominada “clase política” porque también lo es de la “clase judicial”. Esa que presentándose como honorable, también resultó decidir las cosas a puertas cerradas, reuniéndose en las sombras con poderosos actores que exigen que se ponderen sus poderosos intereses. Jueces que también pretenden que los ciudadanos sepamos solo lo que ellos consideran oportuno que sepamos porque, simple y poderosamente, ellos han privatizado la Justicia como cierta política ha privatizado lo público. Y aquí, otra vez, viene a nuestro auxilio la palabra oligarquía. No para ser usada como habitualmente la usamos, sino para recordar a aquel filosofo griego, Cornelius Catoriadis, que en un libro que desencantadamente tituló ¿Qué democracia?, afirmó que aquellos que comandan la supuesta democracia es en verdad una oligarquía porque han hecho de lo público un asunto privado y por no representar a nadie, salvo a sí mismos.

Martín Pérez, entonces, es el hecho traumático que motivó que las miradas dejaran de concentrarse exclusivamente en la política para dirigirse también a la parcialidad judicial. Una parcialidad que cobra sentido en tanto ayuda a dibujar la totalidad del Poder, pero parcialidad que posee valor en sí misma por cristalizar la forma más retrógrada de organización social: un patriciado que ocupa la cumbre de la pirámide; un pueblo indistinto relegado a las tareas no profesionales; un entremezclado sector profesional que incluye a quienes, deseosos de confundirse con los notables, aspiran a escalar posiciones para ejecutar lo que ese notable diagrama; y otros profesionales que siguen esperando que el mérito sirva para ascender aunque, mientas tanto, deban sobrevivir, en ese ámbito hostil para el pensamiento moderno, haciéndose expertos en no decir explícitamente lo que en el fondo creen de ese territorio de casta comandado por los linajes.

La obscena mecánica y la mayor visibilidad de la misma, no atemperaron el ímpetu urtubeicista por acelerar el proceso de ocupación judicial. En ello radica la audacia “U”: en avanzar sin escrúpulos aun cuando los testigos se multipliquen; en avanzar sin reparar en los daños que ello genera a una Justicia cada vez más envuelta por un clima de desaprobación que es la materialización misma de eso que se denomina desprestigio. Tamaña audacia sólo puede ser hija de un firme propósito porque la audacia sin propósito es simple temeridad y, acá, Urtubey no está siendo temerario. De allí que la curiosidad se imponga y nos arroje a indagar sobre la naturaleza de esos propósitos “U”. La procedencia social del Gobernador ayuda a la aproximación. Después de todo, el hombre proviene de un sector que siempre se sintió dueño de ese Poder Judicial. Un sector que se autopercibe como continuidad de las antiguas familias, que dice haber aportado guerreros a la independencia nacional, o de ser los guardianes de una moral atada a los dictámenes de una Iglesia forjada en tiempos coloniales en donde esa oligarquía se consolidó como elite establecida. Un sector que creyendo presenciar la decadencia de valores inmutables, vio en la Justicia el ámbito estratégico para contener las ideas y lo valores indeseables de la época: educación laica, avance de derechos civiles, matrimonio igualitario, aborto no punible, etc..  Un patriciado que, en definitiva, concibe a la Justicia comoun dique de contención legal contra todas las leyes que representan creencias, valores y prácticas que se han desempolvado del conservadurismo. El “patriciocentrismo” es así: no concibe formas que no se asemejen a la suya y a las de su estanco mundo.

Pero sería un error explicar lo que hoy ocurre apelando a esa sola dimensión ideológica. Y es que la actual conquista del Poder Judicial tiene también objetivos menos simbólicos y más pragmáticos. Una etapa que es mucho más terrenal y abiertamente política. No solo porque conciben que ese Poder Judicial debe ser el espacio vital para una casta que mostrando casi siempre impericia empresarial, requiere que ese poder garantice a sus miembros prestigio, supervivencia decorosa en términos económicos y posibilidades futuras de desarrollo. Objetivo no poco importante, pero que en la actual etapa está acompañado por otro no menor: contener en el futuro inmediato y mediato seguros embates judiciales contra una gestión que, como la anterior, se ha involucrado en actos de corrupción que prometen seguir apareciendo. El detalle no es menor. Dice mucho de las preocupaciones y temores mundanos que atraviesan al sector gobernante. De allí que uno pueda aventurar una hipótesis: la decidida arremetida de Urtubey en la justicia, lejos de evidenciar fortaleza política evidencia debilidad. Ocurre con los gobiernos inseguros. Esos que al percibir peligros de golpe, buscan desesperadamente adelantarse al golpe y pegar primero sin compadecerse de nadie, recurriendo a la mentira, esquivando los problemas y levantando velos para tapar las situaciones incómodas hasta, finalmente, terminar presos de actitudes paranoicas que es la patología propia de los gobiernos inseguros: actuar como si el ambiente estuviera cargado de mensajes codificados que buscan burlarse de él o que traman su destrucción.

La vieja y fundamental pregunta se impone: ¿por qué? Una hipótesis también se impone. Una que hace un año hubiera sido imposible de aventurar: Urtubey empieza a sentir que puede no ganar en las próximas elecciones. Si esto sucederá o no, es algo que no sabemos. Lo que todos sí sabemos es que las posibilidades de una derrota electoral oficialista es real. Una amenaza que debiendo tener consecuencias prácticas para el que protagoniza la contienda, termina por afectar a toda una sociedad que ve cómo lo que ingenuamente creía que era propiedad de todos -la Justicia- es en realidad propiedad de pocos. Una situación que solo tiene chances de cambiar si los salteños mostraran una capacidad de enojo mayor a la hasta ahora demostrada. Enojo, además, que debe trascender al de lo simples días de votación. Condición de posibilidad para que el viejo temor de Mariano Moreno no vuelva a reeditarse una y otra vez: “Si los pueblos no se ilustran, si no se divulgan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que puede, vale, debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y será tal vez nuestra suerte cambiar de tiranos sin destruir la tiranía”.