La reedición el año pasado de la novela Las vueltas del perro, del oranense Santos Vergara, fue presentada en la VIII Feria Internacional del Libro que se realiza en Tarija, Bolivia entre el 9 y el 15 de mayo. Una breve reseña de esta publicación. (Juan Manuel Díaz Pas)

Las vueltas del perro es una novela armada en un escenario salvaje que abre con la circunstancia de un relato interrumpido por el grito de terror de un niño que dice haber visto a un bicho grande, peludo y con ojos de fuego, como si la fantasía del relato supiera el camino hacia la realidad. Es un gran comienzo, la noche, la memoria y la escena de los personajes alrededor del fuego contando historias de miedo. Todo nos señala que el fuego fue inventado como una excusa para estar junto a los demás cuando la envoltura de la noche es una placenta y la memoria un territorio soberano para los cuerpos. Y que las luces en vez de mostrar lo que son las gentes, las deforman, les dan negruras nuevas, les estiran el porte, les amarillean el semblante con ese tembleque de mecheros colgantes, los afantasman y al final, apenas le puede poner límites a la sombra que, tarde o temprano, acaba devorándolo todo. Acá, desde luego, el silencio es otra oscuridad, tanto peor porque algunos, abatidos por la explotación forestal, parecen haber perdido el habla. Así funciona este relato: al mismo tiempo que narra, devora aquello que se muestra. ¿Adónde conduce el hilo del relato? ¿Existe tal hilo o es que en realidad el hilo no es el que guía sino el que corta, el que se corta?

La novela construye un relato fundamentado en yuxtaposiciones de voces, perspectivas y registros: entre el tono bíblico de algunas admoniciones en cursiva, pasando por la candorosa mirada de un joven narrador recién llegado al bananal (un joven fugado de su hogar que recuerda al protagonista de En tiempos de Magú pelá), las versiones sobre seres fantásticos que pueblan la imaginación tropical, hasta llegar a las brutales voces del Administrador y el capataz de la finca Santa María. A su modo, cada una de estas dimensiones elabora una manera particular de apropiarse del paisaje (ese curioso tabú de la crítica salteña de cierta época que, prefiriendo aceptar los mandatos patriarcales de sus autoridades canónicas, creyó que esto solo podía hacerse a la manera perezosa de Dávalos). Ciertamente se puede hablar mucho sobre las representaciones de la naturaleza en los textos literarios, pero existen dos condiciones insoslayables: no hay paisaje sin observador; no hay observación que prescinda de una política. Aquí, concretamente, dicha representación participa de una política de la mirada amigable con el misterio, con el encantamiento plástico de los colores y las formas, y, por supuesto, con una manera en que el observador hace alianzas con lo viviente, de manera tal de que él mismo es un objeto más del paisaje. En otras palabras, en esta política, el paisaje se construye con el sudor de los cuerpos, con la falta de esperanza, con las doloridas caravanas de indias bajo el sol camino de la Administración (celosamente escrita con mayúscula), con espaldas curvadas que transforman la tierra en surco, con sombras que desfilan de aquí para allá entremezcladas con las memorias ancestrales del Chaco y el Trópico. Al mismo tiempo, el paisaje es la pregunta por la singularidad, la duración y la supervivencia, ¿qué significa un río plateado, una montaña erosionada pacientemente, un cielo que se oscurece para saturarse de luz el día después? ¿Qué significa un cuerpo contra todos esos millones de años?

En ese paisaje, entonces, hay una piel. Esa piel está modelada por las interminables lluvias tropicales del verano y se densifica con dos elementos que la novela propone para construir relatos: pasado y habilidad para contar. Ese pasado adquiere dimensiones insospechadas porque proviene de experiencias personales, las memorias locales y los saberes ancestrales. Por lo tanto el narrador es aquel que encarna una voz en donde se conjugan los mundos diversos de los pueblos indígenas chaqueños, las tradiciones criollas de ambos lados del Bermejo, las leyendas de los gringos y los porteños llegados al bananal y las experiencias individuales (y acaso interiores) del protagonista. Todos ellos atraídos a ese espacio percibido como frontera porosa entre lo inimaginable y lo real, llevados  o arrastrados a la catástrofe que significa toda frontera, como dijera Gustavo Murillo.

Además de esto, el narrador es quien tiene la habilidad para contar. No cualquiera cuenta el cuento. En esta novela son tres los personajes habilidosos: el joven protagonista, Poroto y Ángel Lemos. ¿Cómo se narra? Con humor, con descripciones vívidas de paisajes y caracteres, con un manejo eficaz del suspenso pero sobre todo con presencia. La presencia le imprime su forma al relato. Así, este surge de la compañía de los demás y casi siempre como un convite. Las historias, al igual que la comida, el vino y el miedo, solo existen para ser compartidas.

De esta manera, la teoría del narrador involucrada en esta novela contempla que narrar es un arte dinámico pero de aliento sostenido. Además de convidar sus palabras, el narrador es, como se habrá adivinado, el que sabe oír antes de situar a los personajes en los escenarios de la imaginación. Escenarios que nos conectan con el espacio americano, los deseos que lo pueblan y también sus fantasmas y seres extraordinarios: el lobizón, el Tokwaj, el ucumar, el familiar, todas versiones de una imaginación común que nos atraviesa profundamente y nos da identidad.

Y a todo esto, ¿para qué se cuenta? Dice la novela que para “recuperar lo definitivamente perdido”. ¿Y qué se pierde, cuando menos aquí? Se pierde la identidad humana. ¿Qué viene después? Viene el animal. ¿De dónde viene? Eso intenta responder esta novela en un gran trabajo de indagación. Habrá que ver si se trata de un exilio, de una culpa, de un terror, de una liberación. Después de todo, ¿qué es un perro, un humano, un monstruo? ¿Dónde queda, finalmente, la guarida de aquello que nos acecha íntimamente y que desconocemos?