Atento a que en reiteradas oportunidades el electo gobernador provincial, Gustavo Sáenz, afirmó que una de sus prioridades habría de ser la reforma de la Constitución Provincial con la finalidad expresa y específica de limitar en todos los mandatos electivos las permanentes y casi eternas reelecciones, bosquejamos algunas reflexiones con la esperanza de que sean tenidas en cuenta al llevar adelante tan trascendente cometido.Escribe Alejandro Saravia.

La primera pregunta que debemos hacernos en este contexto es la de determinar qué es lo que hay detrás del anhelo reeleccionista. La respuesta es sencilla: la pretensión de concentración del poder, cuestión que aleja tal idea de los preceptos constitucionales tanto nacionales cuanto provinciales. Recordemos que nosotros, los argentinos, adoptamos para nuestra organización política el sistema representativo, republicano y federal. Es decir, un modelo que se contrapone sustancialmente con el de la concentración del poder en cuanto éste importa un obstáculo a la indispensable alternancia en los cargos públicos. Alternancia que sirve sustancialmente para evitar la concepción patrimonialista de la cosa pública, en cuanto conduce a la identificación/confusión entre lo público-estatal y lo privado.

Esa concentración conlleva, necesariamente, la conformación de oligarquías políticas y económicas y la desvinculación natural de las mismas con sus representados, los ciudadanos, a los que en definitiva deberían servir. Es decir, se produce una profunda desnaturalización de la actividad política que se traduce en la transformación de esa dirigencia en una clase socio-económica, precisamente la comúnmente denominada “clase política”. Casta privilegiada que, por serlo, diluye el principio básico de las democracias en cuanto sociedad de individuos o personas vinculadas por un principio igualitario, artículo 16 de la Constitución Nacional.

Si ese es el efecto de las reelecciones,  la concentración del poder, debemos apresurarnos a afirmar que esas reelecciones no son la única causa de esa disfuncionalidad,  ya que existen otras, quizás aún más graves, que deben ser salvadas mediante la aludida reforma constitucional, para evitar caer en lo que en la teoría política suele denominarse “gatopardismo”, es decir, cambiar todo, o bien cambiar algo, para que nada cambie. Bajo el manto o el disfraz de un cambio lo que se pretende, en realidad, es que las cosas sigan como hasta el momento.

Esta concentración del poder, de por sí antidemocrática y antirrepublicana, no es sólo, como decíamos, producto de las reelecciones indefinidas sino también de diversos factores político-institucionales de los que las reelecciones sucesivas e indeterminadas son sólo un emergente.

Por ejemplo, consideremos el régimen  electoral en el que se vulnera el principio elemental que establece que un voto debe tener el mismo valor que otro. En nuestra provincia, el Senado, integrado por un representante por departamento, división meramente administrativa sin sustento histórico que no sea su correspondencia con las fincas tradicionales,  cuyos propietarios fueran los que condicionaban quién habría de ser el senador del departamento/finca. Respecto del Senado, decíamos, el régimen de su elección hace que el 8% de los habitantes provinciales estén excesivamente representados, tanto, que a ellos corresponden 12 senadores, en tanto que al 92% de esa misma población lo representan solamente 11 senadores. Hay una sustancial desigualdad que, a la vez, fácil es concluir, facilita el dominio del Poder Ejecutivo, artimañas prebendarias mediante.

A su vez, respecto de esa Cámara, inclusive, se cuestiona su utilidad y conveniencia. Tanto es así que la gran mayoría de las provincias argentinas consagran un sistema unicameral, el que desde ya garantiza una mucho menor carga fiscal por reducción del gasto público, cuanto una mayor agilidad en la producción legislativa y de control, tareas que naturalmente corresponden a ese poder. Y no es una cuestión baladí teniendo en cuenta que el gasto público, su desequilibrio con los ingresos fiscales, es el problema económico estructural que arrastra nuestro país desde el origen de los tiempos.

Es decir que, necesariamente, la próxima reforma constitucional deberá considerar la conveniencia de mantener el costoso sistema bicameral y el régimen electoral distorsivo que le sirve de sustento.

Si bien consideramos, con ánimo de ser sintéticos y meramente enunciativos, sólo algunos de los problemas que embargan al Poder Legislativo y su sistema electoral, ellos existen, también, respecto del Poder Ejecutivo, el Poder Judicial, el Ministerio Público, la Auditoría General de la provincia y todo el sistema de controles. Como piso de marcha, ya que afecta a todos los poderes y organismos, debemos afirmar rotundamente que deben suprimirse radicalmente todos los gastos reservados, no sólo por su antirrepublicanismo, por aquello de “reservados”, sino porque significan un vergonzoso método de enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos, respecto del que todos simulan distracción.

El Poder Ejecutivo no sólo se ve afectado por la posibilidad de la doble reelección otorgada por las reformas constitucionales de 1998 y 2003, rompiendo con ello, desprejuiciadamente, con la tradición histórica salteña que prohibía cualquier reelección, sino que tal desmesura quebró el equilibrio sostenido históricamente entre la duración del mandato del Gobernador y la de los jueces de la Corte de Justicia, que duran 6 años en sus cargos pudiendo ser nuevamente designados. De modo que, por citar meros ejemplos, los dos últimos gobernadores de la provincia, Dres. Romero y Urtubey, que se mantuvieron 12 años en el poder, cada uno de ellos pudo designar en sus respectivos y reiterados mandatos dos veces a los miembros de ese tribunal. Una Corte propia, digamos. Recordemos que históricamente el mandato del gobernador provincial era de 4 años, sin reelección.

Del mismo modo, la delegación de funciones legislativas en el titular del Poder Ejecutivo, como la posibilidad de alteración del destino de partidas presupuestarias, desvanece el sentido programático que la ley de leyes tiene, desordenando de ese modo la gestión pública, concentrando con exceso facultades en cabeza del titular del Poder Ejecutivo.

A su vez, en el Poder Judicial, las excesivas atribuciones otorgadas a la Corte de Justicia producen diversas distorsiones en su dinámica.  El Presidente de la misma encabeza el Tribunal Electoral y el Jury de Enjuiciamiento de magistrados inferiores. A su vez, por vía de superintendencia ejerce un poder abrumador sobre los jueces inferiores que pone en cuestión la independencia de los mismos. Téngase presente, a su vez, que las tareas repartidas por entre los miembros de ese tribunal, significa un plus de remuneraciones que llega hasta a duplicar los sueldos de los integrantes tal como vienen previstos en el presupuesto. Piénsese en la Escuela de Magistrados, el Tribunal Electoral, el Jury de Enjuiciamiento, el Consejo de la Magistratura y los suplementos remuneratorios que conllevan.

Con claridad surge que, en un país en crisis y en una provincia que está en el cuarto lugar, contando desde abajo, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, capítulo de Argentina, todos estos funcionarios públicos, por vía de gastos reservados o suplementos salariales, conforman una chocante elite que no tiene justificativo alguno. En algún momento a esto hay que ponerle límites.

La designación de los integrantes de la Corte, politizada al extremo, atendiendo más que a méritos el que sean confiables para el Gobernador y su núcleo político; la de los integrantes del Colegio de Gobierno del Ministerio Público, con las mismas falencias, tanto que son contadas con los dedos de una sola mano las causas existentes en contra de funcionarios públicos que concluyan en un juicio público, condenatorio o absolutorio. La de los miembros de la Auditoría General de la Provincia que, por una u otra vía, pertenecen a la misma corriente política del gobernante. Todo ello trasunta, claramente, una ausencia total de control respecto de la legalidad de los actos y del manejo de los dineros públicos, cuestión que repercute verticalmente en la sociedad por vía del incremento de las carencias de ésta.

Otro tema a tener en cuenta es la necesaria, la indispensable, transparencia de los actos públicos, conlleven o no una erogación pecuniaria. La gestión pública provincial, en este aspecto, se caracteriza por una notoria falta de transparencia.

Esto va de la mano con la cuestión del periodismo provincial el que, al ser dependiente directo de las pautas oficiales, deja de cumplir el rol de transmitir nítidamente a la sociedad lo que sucede en el ámbito gubernamental, estando en cierto modo amordazado por éste. Es por ello que en nuestra provincia carecemos de un serio periodismo de investigación. Pero no es sólo cuestión del periodismo, como decíamos, también lo es la opacidad de los actos públicos y, en especial, de ciertas erogaciones.

En una palabra, no basta con la limitación de las reelecciones para depurar el sistema político. Hay que entrar en la cuestión del régimen electoral que abre la posibilidad de esa concentración de poder; en la arquitectura institucional del Poder Legislativo con la seria consideración de la supresión de la Cámara de Senadores; la fórmula de designación de los miembros de la Corte de Justicia y la duración de sus mandatos; la de los miembros del Colegio de Gobierno del Ministerio Público; la de los integrantes de la Auditoría General de la Provincia y también de la Sindicatura General, a fin de exigirles una mayor disciplina y rigor técnico. Los gastos reservados y la necesaria transparencia general de los actos públicos, conlleven o no una carga al erario público, exigen imperiosamente nuestra atención. Hay que considerar la función e integración del Consejo de la Magistratura y del Jury de Enjuiciamiento; del Consejo económico y social, ámbito de concertación estratégico que no cumple con su rol.

Y, por fin, una mayor exigencia cualitativa en la tarea del Poder Legislativo que podría derivarse de instalar un sistema semiparlamentario en el sentido de que los integrantes del Gabinete de Gobierno debiera nutrirse de la Legislatura, cuestión que conllevaría la exigencia de instalar en ella a las personas más capacitadas de cada partido político, con lo que, a un tiempo, jerarquizaría a los mismos y aportaría un nivel mayor de calidad o excelencia en su conformación y en el rol que constitucionalmente les atañe.

Esto es sólo un borrador enunciativo de algunas de las falencias institucionales provinciales que imponen una  insoslayable reforma. No basta, entonces, con un retoque cosmético. Creemos que es hora de optimizar el andamiaje institucional de nuestra provincia, que deja tanto que desear, mejorarlo sustancialmente y amigar a la sociedad con las instituciones de las que, a todas luces, descree.