Durante la semana del cine argentino, se abrió la sala Juan Carlos Dávalos en Casa de la Cultura Salta para compartir con los concurrentes la calidad de la producción nacional.  Desde la mirada salteña, con dirección y guion de Daniel Elías: El Récord, en sólo 19 minutos de duración  nos abre las puertas a un ambiente en pleno funcionamiento.  (May Rivainera)

Vicente es el personaje desde donde la cámara gira, como sobre el mismo punto, 360° observando lo circundante. Vive en Salta, está a la cabeza de una granja donde trabajan varias personas, cada una con funciones en la labor diaria que, imaginamos, requiere una casa con gallinero y chiquero, entre otros menesteres.

Casa donde también se encuentra a invitados o huéspedes pasajeros: artistas trabajando para que exista el arte pero también para Vicente. Se conoce a Vicente más bien desde la moral propia que por los diálogos, aquí algo muy bien logrado. Mirar no va de suyo para el público sino que, El Récord orilla a que cada quién elabore su opinión, sobre todo por cuanto Vicente es más un despreciable que un protagonista típico, con el que  identificarse complazca la rectitud de conciencia.

Es complejo aseverar que los realizadores hayan querido transmitir un mensaje, por la simple razón que tal vez, alguien que hace cine lo más que desea es que el cine sea, antes que “el cine enseñe». De modo que, con precaución, diré que en El Récord se visibilizan asuntos que a alguien quizá le resulten familiares.

Por ejemplo Vicente, cuando va a tener que pagar a los artistas el dinero que ha recibido por sus obras, con excusas: se abstiene de hacerlo. Y aún así, es difícil odiarlo si el punto en común entre él y quien esté mirando, es que ambos gustan del arte. Él, porque vive de eso o vive a los que tratan de vivir de eso; mientras que el observador, los que estamos de éste lado de la pantalla, se supone que, al menos gustamos de alguna manera de lo bello, ya que estamos en una sala a oscuras, ocupando el tiempo en una ventana gigante llena de luz y colores moviéndose al compás de ruidos y voces.

Tampoco puedo odiar al personaje porque no me caben dudas que ama el arte y éste tipo de gente, socialmente, tiene un brillo especial. Sabremos que ama (o algo parecido) el arte cuando lo escuchemos hablar por teléfono y pedir que a “ese» cuadro no se lo vendan. Además, también vemos que algún sentido de lo que es la amistad, tiene.

Es amigo de su mano derecha o su amigo es su socio, quién sabe. Como al parecer tiene guardados en su depósito algunos tesoros, hay cámaras de vigilancia y alguien que vigila las pantallas desde donde se tiene acceso a ver qué está pasando en varios lugares a la vez; el encargado de monitorear es ese amigo suyo. Un tipo nefasto también, que en un momento vemos cómo amplía una ventanita donde Vicente y alguna mujer intiman. Y es el mismo que en otro momento reflexiona, piensa en voz alta que la mejor pintora de Salta es María Martorell. Que, además, es una mujer: María Martorell. Escena que sucede en el mejor lugar de la guarida de Vicente, la cámara apunta al ángulo que hacen dos paredes en una esquina de la habitación en penumbras. En esa esquina, la base del triángulo lo forma una pantalla plana en blanco y negro; no es posible dejar de notar la sensatez de éste ángulo. Más allá de la composición, pareciera hacer un guiño a los años de las primeras películas en la historia del cine. Actualmente las grandes compañías invierten dinero en reproducir colores en pantalla tal como en la vida misma pero para algunes admiradores del cine, cuanto menos saturados los sentidos mayor capacidad de disfrute habrá disponible para advertir las sutilezas en que ha trabajado el director, la directora, le directore.

En éste mismo ángulo hacia la izquierda, un par de cortinas detrás de las cuales aparece un lienzo iluminado a trasluz. Un Martorell, el azul y rojo, el que no hay que vender. La colección personal. Aquí su rasgo más humano, Vicente no es muy diferente de la abuela que adora sus antigüedades. También podría compararse a esos niños que a cierta edad sus juguetes son suyos y no los comparte. No sé muy bien qué sea pero algo risible hay en esa costumbre de apropiarse de cosas, sea que se las compren, se las hurte, se las expropie…

Desde aquí también veremos cómo, un día de esos, el otro novio de una de les artistas que están montando sus obras/instalaciones en la granja de Vicente, cae a buscarlo y para qué más si no para ponerse de acuerdo a las piñas. Aquí otra oportunidad para contemplar que Vicente, con todo su poder sobre los trabajadores que tiene a cargo, es un cobarde.

Se echa a correr en círculos rodeando la casa hasta que sus empleados atrapan al contrincante, hasta eso: Vicente de espaldas en medio del pasto con cuatro perros encima, creyendo éstos que estaban jugando. ¡De lo más cómico! Una risa algo estilizada, tan sutilmente producida, sin diálogo más que el de la secuencia anterior; sucede que nos quedamos observando el momento por las ventanas en blanco y negro de las cámaras de seguridad. Apenas sonriendo. Complacidos tal vez, ¿por qué? Quizá así nos vea Dios desde sus ojos, si es que tiene; actuando la propia vida olvidados ya de que tocó actuar al payaso. Alivio entrever que, por qué no, la vida sea eso… Nada serio, importante pero no cosa seria alguna.

Hasta que el mundo nos llama otra vez. El tipo éste, Vicente, quiere romper un récord. Gastó un par de sacos de guita en construir la empanada más grande del mundo; un circo, como le dice su vigilante. Y rompe el récord, obviamente, porque esto es ficción y aunque predecible, ¿reprochable? Lo interesante es el after, lo que queda después de haber triunfado. ¿Qué queda? Aquí una emulación de simbolismo, Vicente llega con una carretilla hasta los restos de la empanada, con una pala los encarretilla y lleva éstos retazos de éxito hasta el chiquero. Comida para cerdos. Probablemente por algo como esto estemos buscando siempre algún tipo de triunfo, en ámbitos diversos, mientras dura la vida. Para evitarnos ese momento en el que la adrenalina baja y lo logrado no es más que comida para el animal más fofo y lodoso de la granja, el que come cualquier residuo sin separar del alimento la basura.

Escuchamos tonadas salteñas exaltadas, ¿era necesario? Eventualmente puede causar incomodidad que alguien en otra provincia se haga la idea que todos en Salta hablamos así. Aunque, probablemente el público al cual está destinado El Récord no es solamente local. Si así fuese, vendría a dar pruebas  al imaginario de la identidad salteña que, además de granjas con gauchos, las hay de artistas. De coleccionistas de arte. De museos y patrones, sobre todo tierra de patrones.

Hay un motivo que anima el récord de la empanada, si Vicente gana, les gana nada menos que a los ingleses. Por fin una revancha, a cambio de las camionadas de pibes que mandaron a pasar hambre, frío y bombardeos a Malvinas, en una guerra dada pero perdida de antemano. ¡Cómo voy a odiar a Vicente, si nos la cobró a con los Ingleses! Desconozco si hacen empanadas o no en Inglaterra pero a esta altura, ¡qué importa! Ya estamos en el baile y, nuevamente, sonreír es la que queda. Es una suerte de satisfacción ficcional pero efectiva, en la memoria casi descansamos individualmente del dolor por los caídos. Aunque ningún récord nos los devuelva. Este es el punto fecundo del arte, a veces útil para arrojarnos pervinox en esa llaga que, abierta aún, peligra de infección.

El argumento es breve, un tipo con plata la usa para cumplir sus caprichos en realidades y fin. Lo interesante pasa por otro lado: el escenario elegido, las relaciones entre personas, lo admirable y lo vil… La pulcritud se asume como por ósmosis, como si el orden nos atravesara sin advertirlo siquiera; destacable por cuanto el lugar en que transcurre la historia y el ambiente mismo, son lo menos armonioso que se imagine. Fijaos, un chiquero y un gallinero con los sonidos propios de éstos animalitos, nada más distante de lo musical posible. Por otro lado la atmósfera, no hay un conflicto central, hay caos todo el tiempo; Vicente está cual una bomba de tiempo siempre a punto de explotar o bien, el techo crujiendo por caer justo sobre las cabezas. De veras exasperante.

Tal vez si no nos ponemos de mal humor, que es lo que más inmediatamente nos afecta desde la pantalla por la actitud del personaje Vicente, sea porque los momentos duran en foco nada más que lo necesario para permitirle al público hacerse una idea, aunque difusa, de lo que está pasando al otro lado.

También, el paisaje de naturaleza colabora en ese propósito. No faltan los típicos cuadros móviles con cerros y árboles, montones de árboles de fondo. Pareciera que a los realizadores del corto no les molestara comulgar con los cánones de belleza ya establecidos en el séptimo arte, sucede cuando se está en el camino justo al momento antes de lograr el dominio de la técnica… Cuando mimetizados mirada, cannon y gusto personal; criterio estético, razón y doctrina. No está mal que haya poco genio puesto en iniciar una nueva vanguardia, cuando todo es vanguardia y ella es tendencia, nada lo es. Cuando la norma manda salirse de los rieles, apostar por lo clásico aparece desencajado.

A veces el arte no es como la vida, en la sociedad e inclusive en el diario de cada quién: hacer siempre lo mismo, cultivar las costumbres es cuando menos dañino, aburrido. Y cuando más, nos convierte a colaboradores de las jerarquías ya establecidas, por ejemplo. Aunque la producción artística vive en el seno de las sociedades, éstas y aquellas son cosas diferentes y para cada ámbito se forjan criterios.

Dependiendo del momento de su creación, las obras de arte reproducen a veces el escenario social para ponerlo en cuestión; apuntan a que en cada quién tenga lugar un cambio que prepare terreno para el reordenamiento de  lugares de las, los, les actores sociales. Pese a que la sociedad nos produce según convenga al orden vigente, lo propiamente societario es que como personas produzcamos también algún “lo social» deseado.