La historia de Pablo Escobar se apoderó de las masas. La razón de ello es una serie televisiva que logró lo que la llamada literatura narco nunca pudo: que todo el mundo hable de los capos narco al punto de lograr, incluso, que muchos exalten y hasta justifiquen los horrendos crímenes protagonizados. (Daniel Avalos)

Primero fueron los cultores de la llamada “nueva literatura latinoamericana”. Novelistas que, sobre todo en los 90, forjaron un tipo de literatura que no podía sustraerse de los escenarios y personajes que habitaban en Ciudad Juárez, Sinaloa, Medellín o las favelas brasileras. Todos sugerían que esas ciudades, dominadas por las relaciones sociales que el narco y el contrabando fueron forjando, podían ser el espejo de tantas otras que, ocupando zonas calientes, podrían adquirir luego un estatus semejante. Si Tarantino y Scorsese habían popularizado en el cine a la mafia yankee, la nueva literatura latinoamericana puso en un panteón a la literatura narco. Una que describía los hábitos y lenguajes criminales de jefes y sicarios que asesinan y violan sin otra razón aparente que el capricho criminal. No pocas de esas historias terminaron otorgándole un halo romántico al capo narco. Su relación con los sectores populares explicaba ese halo romántico, aun cuando la regularidad de aquellas vidas era que, justamente, la vida de los otros no valían nada. Hicieron, en definitiva, lo que la serie televisiva de Pablo Escobar está haciendo ahora, aunque esta, indudablemente, ha logrado un impacto que la literatura no tiene.

Resulta fácil explicar el porqué de los impactos tan distintos. La literatura, después de todo, siempre ha sido elitista en relación a la televisión. Entre otras cosas porque, además de buscar narrar una gran historia, también busca un estilo que muchas veces se asocia a la complejidad del lenguaje, a los términos inusuales, a los adjetivos que, tratando de impresionar al entendido, dejan de lado al público masivo, que se lleva mejor con la televisión. Una que, lejos de buscar la complejidad como sello distintivo, produce para llegar al más amplio círculo. La serie de Pablo Escobar es esto último: una exploración clara y sencilla de los hechos, no exenta, admitámoslo, de una rigurosa investigación que hizo foco en la vida familiar del narco, sus aspiraciones políticas, sus negociaciones con el Estado, su crímenes y su vida clandestina, pero que ha desarrollado poco las lógicas de la actividad que lo hizo millonario y poderoso. Por eso la serie hipnotizó a miles con un despliegue tumultuoso de acciones ardientes, que hechizan al público desde el momento mismo en que este sabe que lo que ocurre en la pantalla ha sido horrorosamente real.

Lo aparentemente curioso, sin embargo, es otra cosa: si la serie pretendió ser una denuncia visceral a un personaje y un proceso al que no se quiere volver… el resultado, en estas tierras al menos, no siempre fue el buscado. Son muchos lo que terminaron identificándose con el malvado al que, en principio, se pretendía impugnar. Puede que ello obedezca a esa falta de razonamiento político y espíritu militante que caracterizó a la nueva literatura latinoamericana, rasgo que también parece atravesar a la producción televisiva. Una corriente que se esforzó hasta la obsesión por diferenciarse de la tradición literaria que forjaron en el siglo XX los García Márquez, los Julio Cortázar y tantos otros que creían que la literatura debía ponerse al servicio de una transformación social que consideraban justa y deseable, sin por eso renunciar a la experimentación con el lenguaje. Las nuevas corrientes no piensan igual, estando como están mucho más interesadas en el vigor de las historias que narran, la estructura de la construcción literaria, el entretenimiento, el éxito editorial y no tanto en esa antigüedad de creer que la obra deba colaborar con una sociedad más próspera y feliz.

Pero si lo dicho es una especulación, lo indudablemente cierto es que la empatía que muchos entablaron con el malvado de la serie, obedece a que el contexto que posibilitó la vida de Pablo Escobar, es pura actualidad. Miles y miles de jóvenes salteños, por ejemplo,  convencidos de que la sociedad no los aguarda con ningún lugar, admiran a aquellos que, padeciendo lo mismo, alguna vez se abrieron paso a los codazos o a los tiros; jóvenes que, vomitados del mercado laboral y de los viejos mecanismos de movilidad social, identificaron al Estado como el culpable de esa situación; jóvenes y no jóvenes no menos convencidos de que la lucha franca entre buenos (el Estado) y malos (los narcos) no es tal, porque en algún momento que no podemos precisar alguien fundió a las figuras provenientes de uno y otro bando en un mismo ejército; jóvenes, en definitiva, dispuestos a ser encandilados por el coraje que, lejos de ser interpretado como la discreta capacidad de soportar las adversidades, se asocia a la necesidad de doblegar, humillar o aniquilar al otro sin que exista otra motivación que imponer la voluntad o el capricho propio.

Por si esto fuera poco, docenas de programas y celebridades televisivas reproducen una y otra vez fragmentos de aquella historia. Pseudoprogresitas que, declamando estar buscando una senda que nos lleve a una sociedad mejor, parecen convencidos de que la revolución se logra a fuerza de soplidos de marihuana; riflazos de cocaína; o la decodificación de todo tipo de lenguajes, aunque casi siempre son prisioneros de los temas de moda. Y entonces uno termina por explicitar lo que casi siempre calla por decoro: nos importa un carajo ese pseudoprogresismo de semihippies; nos importan menos esos intelectuales culposos que, en nombre de un relativismo baboso, son dueños de supuestos enunciados multiculturales que, otra vez, en nombre de los determinantes culturales, pueden no condenar que ciertas tribus extirpen el clítoris a las mujeres por considerar al placer como pecaminoso; justificar a talibanes que bombardean a ciudades del primer mundo y son capaces de someter a su propio pueblo en nombre de un tipo de religiosidad arcaica; u otorgar un halo romántico a jefes narcos que, queriendo escapar de la pobreza a la que efectivamente un sistema injusto los ha empujado, terminan encontrando el atajo de la salvación individual en un negocio macabro: por lucrar con lo que el capitalista podría denominar el sujeto ideal de mercado, ese capaz de hacer cualquier cosa para acceder al producto ofertado. Sujeto ideal de mercado que termina sus días ulcerado, con la mirada perdida, enajenado, internado en un hospital o un manicomio, muerto en un caídero mugroso, con la voluntad destruida y condenado a no tener la chance que al menos tienen los pobres que, tomando conciencia del por qué de la pobreza, pueden lanzarse decididamente a luchar contra ella.

No basta luchar contra un Estado que efectivamente es opresor para que alguien pueda celebrar cualquier ataque a ese Estado. Los narcos no son revolucionarios. No luchan contra el Estado porque lo consideren un instrumento de opresión. Luchan contra el Estado porque este a veces busca obstaculizar el negocio que permite al narco esclavizar a millones. Cuando eso no ocurre, ese narco destina exitosamente recursos para reclutar o corromper a la burocracia estatal encargada de combatirlo. Sobran ejemplos de ese tipo en nuestra provincia. El más conocido de todos es el de los narcopolicías: Carlos Gallardo y Gabriel Giménez, jefes de una división policial encargada de centralizar información para combatir al narcotráfico, terminaron presos por practicar justamente eso que debían combatir. Sobran también ejemplos de hechos violentos en nuestra frontera. El más tenebroso ocurrió hace no mucho tiempo, en la localidad de Acambuco: “Según fuentes judiciales el primer disparo buscó certeramente detener completamente el Fiat Uno gris que recibiría más de 35 impactos. Las balas del fusil calibre 762 atravesaron las puertas de lado a lado y las que dieron en el marco de las ventanas doblaron el acero como si se tratara de una lata. Las que dieron contra las sorprendidas víctimas dejaron una huella brutal en los cuerpos, sobre todo en los orificios de salida. Otra línea de fuego escupía los proyectiles 9 mm a mansalva, dejando más de 30 vainas por el suelo en apenas unos segundos. Esa fue el arma que remató fríamente a Callejas y Plata con sendos tiros en la frente. A López lo había descerebrado la 762”. (Federico Pinedo, El Tribuno, 13/10/12)

Y sin embargo, la narco-moda tiene un valor analítico: viene a confirmarnos que la lucha convencional contra el narcotráfico está perdida porque esta corrompe al Estado, que debería combatirlo; porque posee un mercado enorme y cautivo; porque cuenta con la ventaja de fronteras con déficits estructurales de control; posee un poder de fuego asombroso; y ahora hay sectores dispuestos a no escandalizarse con los que manejan los hilos del negocio más lucrativo del mundo. Lo dijimos en el 2011 (“Una novela con final abierto”: Cuarto Poder 25/6/11, p. 16) y ahora eso que decíamos, lo expresa también hasta el Secretario de Seguridad de la Nación. No hay que embarcarse en guerras que no pueden ganarse o que en las cuales el precio del éxito es tan excesivo que terina por destruirlo casi todo. Méjico lo grafica bien. Ni toda la ayuda yankee, ni todo el ejército mejicano ocupando las ciudades calientes, le han garantizado ganar la guerra contra el narcotráfico. Lo que sí consiguieron fue que el precio de ella sea enorme en vidas humanas, daños materiales, cifras millonarias y un dolor insondable que inclinan cada vez más a la población azteca a dudar de la estrategia. Terminemos entonces como terminamos aquella vez: “Lo políticamente incorrecto se impone. La estrategia de lucha contra el narcotráfico tiene mayores posibilidades de éxito con reglas no convencionales y bien controversiales: despenalizar el consumo de drogas y trabajar para que la demanda de estupefacientes merme. Se requiere para esto cuantiosos recursos que deberían proceder del presupuesto que hoy se destina para combatir, infructuosamente, al narcotráfico. El objetivo no debería ser otro que el de restarle mercado. Para ello, ciertos movimientos tácticos son imprescindibles: recuperar a quienes son víctimas de las adicciones, prevenir el uso indebido de los estupefacientes, y luchar decididamente contra el fenómeno de la precarización de las relaciones sociales en las que se desenvuelve gran parte de nuestra sociedad”. Los soldados dispuestos a protagonizar este proceso, seguramente serán objeto de admiración.