El diario español “El País” publicó una extensa nota sobre la situación paupérrima en la que subsisten los habitantes del chaco salteño, haciendo hincapié en los niños, quienes “viven tan alejados del Estado” que no reciben ayuda.

En el Chaco salteño la pobreza es tal que algunos de sus habitantes ni siquiera saben usar el dinero. Desperdigadas por sus 25.000 kilómetros cuadrados —algo más grande que la Comunidad Valenciana— viven 35.000 personas —menos que en Denia— de 13 etnias. La mayoría son indígenas wichí, que han visto cómo a lo largo de los años el ecosistema en el que cazaban y recolectaban iba siendo devorado por los cultivos intensivos. Sin ocupación ni forma de ganarse la vida, muchas familias subsisten únicamente con las ayudas del Gobierno argentino, pero en ocasiones residen en zonas tan aisladas que ni estas les llegan.

Esta enorme llanura es parte del Gran Chaco, una región geográfica que comparten Argentina, Brasil, Paraguay y Bolivia. Si fuera un solo país, se convertiría en el más pobre y subdesarrollado de Latinoamérica. Para llegar a La Unión, uno de sus pueblos, son necesarias seis horas de coche desde Salta, la capital de la provincia; tres de ellas por caminos de tierra. Y, una vez allí, harán falta otras tantas para acceder a las poblaciones más aisladas. Siempre que las lluvias lo permitan. Es un lugar donde el suelo está la mayor parte del tiempo agrietado por la sequía y las precipitaciones inundan y arrasan todo en los meses húmedos, así que no siempre se puede llegar a ellos sin un helicóptero.

Un grupo de trabajadores de la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses), junto a Unicef, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas y el Ministerio de Primera Infancia de la provincia de Salta —que administrativamente equivaldría a una comunidad autónoma española— ha ido a la zona para acercarles una burocracia a la que ellos no llegarían por sus propios medios. Acuden para regularizar, prorrogar u otorgar distintos subsidios que el Gobierno concede, ya sea la pensión, becas de estudios o la Asignación Universal por Hijo (AUH), un salario de unos 1.500 pesos (unos 60 euros) por niño que se otorga a las familias más desfavorecidas a cambio de que justifiquen que cursan sus estudios y están al día en revisiones médicas y vacunas. La misión incluye buscar a aquellos que ni siquiera la reciben, a menudo porque sus padres desconocen su existencia, no la comprenden del todo o no saben desenvolverse con el papeleo.

En la reunión de los representantes del Estado con la comunidad, por parte de los pueblos originarios solo se sientan los hombres. Ellas aguardan de pie a unos metros o hacen cola en la mesa donde les atenderán para tramitar la burocracia. La mayoría se ha enterado por la radio de que en el centro del pueblo se van a hacer estas gestiones. Marcela Puertas, de 22 años, acude con una bolsa de plástico que lleva dentro unos papeles arrugados. Son todos los documentos oficiales que tiene, desde las partidas de nacimiento de sus críos hasta los certificados de vacunación. Habla a un volumen tan bajo que casi no se la entiende y no mira a la cara del interlocutor, igual que sucede con todas las entrevistadas. No domina demasiado bien el castellano ya que tiene como lengua materna el wichí, que no es hablada ni entendida por ninguno de los trabajadores que acude en la expedición. Está en la cola porque todavía no ha comenzado a recibir la asignación por su hijo pequeño, que ya tiene 11 meses. Explica que ni ella ni su marido trabajan y que los 4.500 pesos (unos 180 euros) que cobran mensualmente por sus cuatro críos es el único ingreso que reciben. Esto es muy común en la zona y absolutamente mayoritario entre una docena de personas preguntadas aleatoriamente: la AUH, con suerte acompañada de algún trabajo esporádico, es el único dinero que entra en casa.

En el otro extremo de la cola, en la mesa donde se completan los trámites, está Bibiana Gallardo, que lleva más de 15 años trabajando con comunidades en el Chaco. Sostiene que lo que el Estado les otorga “no son subsidios”, sino “derechos”. “Ellos tenían su supermercado en el monte y hemos terminado con él, así que tuvieron que cambiar su economía. El problema es que les falta una educación para saber qué es el dinero y cómo gastarlo. Además, tenerlo no es una garantía contra la desnutrición. Hay algunos que viven en el campo, sin ni siquiera documentos, que están mejor nutridos que otros que han copiado nuestras malas costumbres, como beber gaseosas y productos industriales que no alimentan”, explica. Por eso, el programa también incluye talleres que tratan de enseñarles todo esto, además de la condicionalidad del salario a la educación y salud de sus hijos. “Ellos son cazadores recolectores, no piensan a largo plazo, solo en qué comerán hoy”, añade Gallardo.

El choque cultural es evidente. Lo que se entiende por bienestar puede ser muy distinto entre estos dos mundos. Diego Cipri, trabajador del Ministerio de Primera Infancia de Salta —que junto a Unicef ha colaborado con la logística para este reportaje— explica que se han dado numerosos casos en los que les han construido viviendas y han terminado prácticamente destrozadas o sin uso. El departamento en el que trabaja ha cambiado la estrategia y, en lugar de edificar casas con los criterios de quienes viven en la capital, visitan las existentes para comprobar cuáles son sus necesidades concretas y satisfacerlas de forma distinta en cada caso. “Esto no solo nos permite atenderles mejor, sino hacer más con menos dinero”, subraya.

La institución en la que trabaja ha desarrollado un sistema de monitoreo de los ciudadanos más desfavorecidos que tiene actualizado, persona por persona, todos sus datos personales, necesidades, problemas de salud… Mediante tabletas digitales, los trabajadores visitan casa por casa, la geolocalizan, fotografían, y graban las entrevistas con sus habitantes para conocer las carencias en cada lugar concreto. Esto les permite saber, por ejemplo, que en unas determinadas coordenadas vive un niño que tiene menos peso del que debería. Carlos Abeleira, ministro de Primera Infancia de Salta, explica por qué pusieron en marcha este método: “Los Estados no saben nada de los más vulnerables. La carencia de tecnología aplicada a lo social es pasmosa. Cobrar impuestos es fácil: cuando alguien no paga, saltan controles. En lo social no hay nada que avise cuando se incumplen los derechos de la gente. Hasta ahora se recolectaba una multiplicidad de datos que no decían absolutamente nada”.

Este sistema, que ya están exportando a otras provincias argentinas y mostrando incluso en otros países para que pueda ser replicado, busca “unir la oferta de Estado con la realidad de las personas”, en palabras del ministro. “Estamos coordinando la política social con el resto de las áreas operativas del Gobierno. Sabemos donde hay una persona analfabeta, su edad, cómo vive, los chicos que abandonaron el colegio. Y con esta información puedes organizar políticas concretas”, añade.

Toda esta información está sirviendo para localizar a los niños que no cuentan con la asignación por hijo y tramitar el papeleo para que la adquieran. En Argentina hay alrededor de 1,2 millones de menores con las condiciones para recibir un subsidio que no cobran y el Gobierno se ha propuesto encontrarlos para adjudicárselo. De los 6.000 que han comenzado a percibirlo en los últimos meses, 4.000 estaban en Salta. Es decir, que la provincia, que representa un 3% de la población del país, ha logrado identificar a un 60% de los nuevos beneficiarios.

La AUH, que fue impulsada por la administración Kirchner y reforzada por el Gobierno de Macri, “ha tenido mucho éxito en sacar a los menores de la pobreza extrema”, según explica Sebastián Waisgrais, del área de monitoreo e inclusión social de Unicef, que es socio del Estado en este plan. Lo que es más complicado es sacarlos de todo tipo de pobreza e incorporarlos a la clase media. Y se da la paradoja de que cuanto más excluidas están las personas, más difícil es que les lleguen las ayudas. Por un lado, por la falta contacto con el Estado; por otro, porque el abandono escolar es más frecuente entre los más vulnerables y estar estudiando es requisito para recibir la asignación. Al no recibirla, tienen menos oportunidades de salir adelante, lo que alimenta el círculo vicioso, además de requerir unos enormes costes de monitoreo para comprobar que se cumplen las condiciones para el subsidio. “Son debates presentes en toda Latinoamérica, hasta qué punto es positiva la condicionalidad o si se debería adjudicar a todo el que la necesite”, reflexiona Waisgrais.

Los chicos más marginados, los de las comunidades más desfavorecidas, como los wichís del Chaco salteño, no reciben una herencia económica de sus padres, porque nada tienen que legarles. “Pero sí heredan la falta de sueños y expectativas”, afirma el ministro de Primera Infancia. En las comunidades no solo necesitan el dinero, que se convierte en el único salario de muchas familias. La ausencia de ocupación y perspectivas produce que sean muy frecuentes los casos de alcoholismo y los abusos tanto a mujeres como a menores. “Cambiar a los adultos es muy complicado, por eso es muy importante trabajar con los niños desde pequeños, para que puedan tener un futuro distinto”, concluye Abeleira. Lo que nadie sabe es cuántas generaciones serán necesarias para ver estos cambios.

Fuente: El País