El rostro enlutado del día miércoles, y el tono de voz sepulcral en las entrevistas radiales del jueves, confirmaron que la misión divina de Aroldo Tonini había fracasado. Su proyecto para prohibir el acceso de las mujeres a la pastilla «del día después» fue rechazado en el Concejo Deliberante. (Daniel Avalos)

 Era lo esperable. Nada permitía suponer que el resultado iba a favorecer al oscurantista concejal. Y es que eso que en la vida terrenal en general y en el mundo de la política en particular se denomina correlación de fuerzas, era ampliamente favorable a las fuerzas políticas que Tonini probablemente interprete como algo al servicio de Satanás. Pero admitamos que la cantada derrota de Tonini no amedrentó nunca al hombre de los bigotes vigorosos que, con el tesón propio de los Testigos de Jehová que imperturbablemente, los domingos a la mañana, baten las palmas en miles de casas para anunciar la palabra de Dios, logró algo no poco importante: que su medieval proyecto se convirtiera en parte de la agenda pública y que distintas organizaciones de la sociedad civil, medios periodísticos y sectores políticos, sintieran la obligación de tener que decir algo sobre el mismo. Y entonces uno se pregunta: qué misteriosas fuerzas echan a andar a este Tonini al que todos identifican con la política aunque se parezca mucho más a un monje. Responder a la pregunta no es fácil. Toda pretensión de respuesta no puede ser más que una aproximación a la subjetividad de ese hombre con título universitario, aspecto empresarial, dueño de una pose empeñada en desbordar la seguridad propia de los emprendedores arrogantes del siglo XXI y que, sin embargo, cuando uno lo escucha, lo imagina dueño de una fisonomía propia de otros tiempos. Más parecido, por ejemplo, a ese personaje de la novela El nombre de la rosa, el franciscano Ubertino da Casale: calvo, de barba rala, desdentado y con la boca llena de maldiciones. Un profeta del apocalipsis. Un ser que anuncia desgracias que un dios terrible, vengativo y cruel desatará sobre este mundo torcido habitado por pecadores que merecerían arder en las llamas eternas del infierno.

Hay quienes dicen que la cosa no es tan así. Que tras las puestas en escena que el cruzado concejal protagoniza, se esconden objetivos más mundanos, como el de cautivar a un tipo de votante que ve en la secularización de las costumbres una abierta ofensa a dios. Habría que matizar esa interpretación. No porque una Salta así, congelada en el tiempo, no exista; sino más bien porque esa Salta vegeta y por ahora parece morir cada día un poquito más. La prueba de ello está en la misma votación del Concejo Deliberante. Después de todo, los que se opusieron a la iniciativa y la calificaron de retrógrada, provienen de raíces ideológicas bien distintas pero hijas de un tronco filosófico común: hay cosas en las que dios no tiene nada que decir porque la centralidad de la historia está ocupada por los humanos y sus problemas. Sectores, además, que tampoco ven en ese razonamiento explicitado un peligro electoral porque saben bien que sobre esa capital salteña congelada en el tiempo, avanza un fenómeno variopinto que incluye a ateos incorregibles, agnósticos respetuosos de los creyentes convencidos, creyentes convencidos también convencidos de que la religiosidad nada tiene que ver con esas concepciones arcaicas que ven en el miedo o la culpa una virtud y en la martirización del cuerpo el camino a la santidad, y hasta católicos militantes que, alejados de esas concepciones religiosas en las que los hombres aparecen como puntos miserables y sujetos a normativas universales e inamovibles, prefieren protagonizar una pastoral a partir de la vida y los problemas concretos de esos hombres y mujeres que, en Argentina y Salta, incluyen temas tan sensibles como el control de la natalidad.

De allí que la hipótesis de un Tonini, honesta y peligrosamente fundamentalista, esté lejos de ser descabellada. Para explicar mejor ese fundamentalismo, conviene darle al fundamentalista el marco adecuado. Y ese marco no es otro que una particular concepción de la historia misma que, para los Toninis, es siempre providencial: el producto de un plan divino cuya supuesta perfección estuvo en los orígenes y en el que cada hombre y mujer cumple un rol que posibilitara la concreción del plan. Un origen idealizado, dijimos, cuya perfección se fue degenerando a medida que los pecados humanos, que son siempre el resultado de la secularización de las costumbres, fueron torciendo el sentido de la creación. Una creencia poderosa que ha sido siempre administrada por una cúpula eclesiástica no menos poderosa. Explicitado el marco, podemos ahora introducir en él al fundamentalista: ese personaje que brega por una vuelta a lo originalmente puro. No lo decimos nosotros. Lo dicen los historiadores que estudiando el desarrollo de los fundamentalismos han descubierto que el término proviene del protestantismo yankee de comienzos del siglo XX. Los mismos que, como Tonini, estaban preocupados por la invasión de las modernas ideas religiosas y seculares a las que identificaron como propias de un fenómeno que extraviaba al cristianismo clamando, ante ello, un retorno a lo “fundamental”; un regreso a las creencias y prácticas puras que habían caracterizado al pasado virtuoso. A esa pasión por lo fundamental imaginado, Tonini quiere subordinar todo lo otro: los avances de la medicina y de la ciencia a la verdad sacralizada por la iglesia; las leyes nacionales que impulsan el control de la natalidad y los derechos de las mujeres, a las ordenanzas municipales que pretenden obstaculizar ese control; los problemas humanos a los relatos divinos; y a los hombres y mujeres a la omnipresencia de dios.

Esa pretensión ha vuelto a perder. Y esa derrota es celebrada por miles que ven en la superstición la condición que posibilita la opresión de muchos y el de las mujeres en particular. Por eso se entiende el festejo sin estridencias pero real… porque en la derrota de lo arcaico está inscripta la victoria parcial de una concepción de la historia de otro tipo, en donde lo humano es central. Larga e inacabable lucha que ha sido metaforizada, incluso, en el libro fundante de la cristiandad, la Biblia, y que aquí convendría recuperar para homenajear a las mujeres mismas. Atajémonos rápido de la indagación indignada del ateo ortodoxo que se estará preguntando que qué tiene que decir el Génesis bíblico en el mundo de los hombres. Habría que decirle a ese ateo que ese génesis, leído de una determinada forma, es un panfleto libertario que la versión eclesiástica oficial ha intentado ocultar, condenando hasta el hartazgo lo que la humanidad debería celebrar. Y es que narra la historia de Eva – no la esposa de Perón, sino la pareja de Adán – que con su pecado original echó a andar la historia independizando a los hombres de dios. Eva como la primera insubordinada, aunque resulte difícil verla así porque la Iglesia –esa especie de gigantesco estudio jurídico que tiene por misión defender los actos de dios- ha utilizado todo su poder y sus más de 2.000 años para presentarla como la pestilente y el ejemplo vivo del pecado. Un pecado que para nosotros es maravilloso: el de haber convencido al timorato Adán para que elija la razón antes que el sometimiento a lo divino. Eva la insurrecta. Eva la agitadora. Eva la rebelde. Metáfora genial de alguien que ha roto los límites que la realidad pretendía imponerle bajo la forma del paraíso terrenal que garantizaba comodidad a cambio de sometimiento, y al que Eva renunció para arrojarse a sus propias posibilidades que incluyendo siempre la posibilidad de perder y morir en el intento, la convertirá para siempre en el prototipo del personaje de vida auténtica.