Por Alejandro Saravia
La Nave de los Locos es un cuadro del pintor neerlandés (holandés) El Bosco que vivió a caballo entre la Edad media y el Renacimiento (1450-1516). En ese cuadro, el Bosco lleva al espectador a un mundo tanto real como surreal. La nave de los locos en realidad va más lejos del aspecto burlesco que se aprecia en un primer acercamiento, describe la locura de la humanidad que conduce a la muerte, criticando a los hombres que viven al revés, de contramano, al perder sus marcos de referencias.
Muestra a humanos pródigos que malgastan sus vidas jugando a las cartas, bebiendo, flirteando y comiendo en lugar de emplearlas de manera “útil”. Así, a través de la pintura, se critican las costumbres de la sociedad de la época en que fue pintada de forma alegórica: las profanidades presentes en todos los grupos sociales, el juego y la bebida. En suma, distracciones respecto de todas las cosas que deberían atraer la atención. Desaparecen las necesarias referencias que aparten a los personajes de la pérdida de sentido. En última instancia, que los aparten de la locura.
¿De qué va todo esto? Pues, a que no se puede dejar de vincular a nuestra historia contemporánea con el título y el contenido del cuadro de mención. Algunos, como Juan Carlos Portantiero y Guillermo O’Donnel, nada menos, grandes sociólogos argentinos, denominaron a ese permanente y alocado péndulo que caracteriza a nuestra historia desde hace por lo menos 70 años como empate hegemónico, puesto que ninguno de los extremos que caracterizan ese péndulo puede imponer su proyecto pero, en cambio, sí puede impedir, obstaculizar, que el otro extremo lo logre. Estamos inertes como sociedad frente en esa impotencia. De ahí nuestro empantanamiento secular al no haber líderes que lo trasciendan.
Con algunos agregados, claro está, que vienen a complicar aún más la situación, como es la irrupción de un revulsivo como Milei que nadie sabe aún a ciencia cierta de qué va, qué representa, o bien quién lo instrumenta. ¿La situación que nos maniata, que nos paraliza, justifica, por ventura, un salto al vacío? Es una pregunta ingenua puesto que admitiría tanto una respuesta positiva como una negativa. ¿El personaje que lo protagoniza reúne, por casualidad, las condiciones que exigiría la complejidad de la cuestión? Esta es más compleja atento a que sería casi retórica estando la respuesta implícita en la pregunta.
La idea fuerza que propone Milei, la dolarización, es sin dudas una mala copia de la convertibilidad de Cavallo y de Menem, y nos obliga a tener presente cómo terminó aquella. Respecto de la misma hay una caracterización particular de un personaje también singular, ya que se trata de un representante de “la juventud diezmada” que, a la vez, fue funcionario del Fondo Monetario y del gobierno mejicano. Hablo de Alejandro Werner, argentino nacido en Buenos Aires en 1967 pero que tuvo que exiliarse con sus padres en 1977 por la dictadura militar, recalando en Méjico.
En su libro, “La Argentina en el Fondo”, caracteriza a la convertibilidad como la pérdida de la autonomía monetaria, cuestión que se agrava aún más en el caso de la dolarización ya que al extinguir la moneda nacional nos hace dependientes absolutamente de la política monetaria de los Estados Unidos, con la total disparidad de realidades económicas y de las otras, entre un país y el otro. Y no sólo eso, sería sacar chapa definitiva de orates, de locos, incapaces, como tales, de manejarnos autónomamente.
Esa patente de incapacitados para el auto manejo está claro que emparenta también al menemismo con lo de Milei, ya que el primero nos quitó la propiedad y el manejo de empresas simbólicas que se vinculaban con nuestra historia y con nuestra identidad nacional. Me refiero a YPF, Ferrocarriles Argentinos y Aerolíneas Argentinas. Así como lo es el Conicet, fundado por Bernardo Houssay, o las Universidades Nacionales, las Escuelas Normales y los Colegios Nacionales. Es decir, todos marcos de referencia que tuvimos históricamente y que perdimos bajo la excusa de no poder administrarlos eficientemente. No solo nos desvertebró geográficamente, sino que vapuleó nuestra propia identidad nacional al hacernos perder esas referencias que nos vacunaban en contra de la locura, del sinsentido. Como el cuadro de El Bosco, La nave de los locos.
Ortega y Gasset, el filósofo español definía a una Nación como un proyecto sugerente de vida en común. Pues bien, nosotros los argentinos hemos perdido esa idea o proyecto sugerente de vida en común, la afectio societatis que ello entraña, y no aparecen líderes que convoquen a todos sin exclusiones caprichosas. Al contrario, de la grieta dibujada originalmente por el kirchnerismo y seguida con entusiasmo por el macrismo como forma, de ambos, de asegurarse sus respectivas sobrevidas, se dibuja en el horizonte otra grieta caprichosa de castas y anticastas en la que también caen arbitrariamente por un lado los réprobos y por otro los elegidos.
Está claro de que estamos divorciados por completo del sentido común. Que debería ser, hasta como juego de palabras, el más común de los sentidos. Por el contrario, esgrimimos alocadamente ideologías, escuelas económicas que en su ortodoxia no se aplican en ningún lugar del mundo y esperamos con ansias siempre incumplidas que algún golpe de magia, de suerte o de lo que fuere nos libere de nosotros mismos. Es hora, creo, de mirarnos al espejo, todos, encontrarnos, y determinar de una vez por todas si tripulamos o no esa nave de los locos que pintara hace ya mucho tiempo el holandés El Bosco.