Cuarto Poder visitó la comunidad El Caburé de Tartagal. Acorralada entre los desmontes, el abandono estatal y la indiferencia, su cacique sueña con convertir al mosaico de etnias salteñas en un pueblo que escape de la pobreza y alcance dignidad. (Daniel Avalos)

Modesto Rojas nos espera en el kilómetro 6 de la ruta provincial 86. Calza las mismas botas marrones y el jean gastado que vestía el día anterior cuando, en la terminal de Tartagal, acordamos el lugar y horario de encuentro para visitar la comunidad wichi “Km 5 Fwolit”, término que en español significa “caburé”. Se trata de 48 familias que desde el año 2003 habitan siete hectáreas que parecen insertas en las profundidades de la selva, aunque El Caburé se ubique a escasos kilómetros de las luces de la propia Tartagal.

La pobreza del lugar está registrada en las estadísticas del nuevo gobierno nacional. Aparece entre las 100 localidades -con menos de 5.000 habitantes- más pobres del país. El ranking fue confeccionado por el Ministerio del Interior a partir de la medición de una serie de variables de cuyo rigor técnico se puede dudar, aunque tales dudas no desmientan para nada la pobreza misma: 25% de déficit cloacal, el 70% de sus residentes carece de electricidad, nulo acceso a gas natural, 19% de analfabetos, empleos reducidos a changas, 13% de mortalidad infantil. Solo el agua potable, según el Ministerio del Interior, alcanza a todos los que allí viven.

Esa pobreza, no obstante, adquiere una intensidad mayor visitando el lugar. Estando allí, el visitante tiende a desarrollar ojos fotográficos, capaces de imprimir en la memoria múltiples imágenes asociadas a la pobreza: hombres y mujeres luchando contra la suciedad con poca agua; ramas de árboles haciendo de escobas; chiquillos de pelos ralos deambulando en silencio; adultos de edad indefinida o construcciones en donde el “orillero de quebracho colorado” lo monopoliza todo.

Se trata de la corteza de ese árbol que los aserraderos tartagalenses desechan o venden por algunos pesos cuando aserrándolos se quedan con el corazón del tronco. “Orilleros” de gran altura y un ancho no mayor a los 20 centímetros que, enterrados uno al lado del otro, en el arenoso suelo, conforman una frágil pared que ante cada lluvia “no evita que el agua castigue a los que ahí duermen”, asegura Modesto Rojas, quien al menos celebra que esas piezas y los troncos que hacen de columnas y de vigas que sostienen algunas chapas hayan reemplazado al plástico de otros tiempos.

Precisión por favor       

Entre esas construcciones y tupidos árboles -a los que el cacique identifica como “carnavales”-, el anfitrión ubica una mesa en torno a la cual el visitante y algunos notables se dispusieron a hablar de esa comunidad de cuyo calvario pocos saben, aunque vida y calvario evidentemente son la misma cosa para ellos.

Allí esta Lisandro, el hombre que reemplaza a Modesto cuando el cacique recorre pueblos hermanos relevando problemas cuyas soluciones gestiona en las oficinas gubernamentales; también Hugo, el silencioso hermano del cacique y que compite en hermetismo con María, la esposa de Modesto. Y también se ubica la locuaz madre de María, de nombre Modesta, quien será la única que no tenga reparo alguno para interrumpir la exposición del cacique cuando crea necesario completar argumentos, recordar fechas y precisar nombres.

Y allí estábamos. Ellos dispuestos a responder, y el visitante dispuesto a conocer. Convencido de que un encuentro de este tipo no alcanza para adentrase en los secretos de quienes genéricamente fueron clasificados como “wichis”, obligando a los aludidos a impugnar la ignorancia del periodista.

“Ustedes -interrumpió Modesto la frustrada primera pregunta-  usan la palabra wichi como usan la palabra animal, pero se olvidan que entre los animales hay burros, caballos, perros, etc”. La explicación de Modesto es larga y elaborada y por ello mismo no hay más remedio que abreviarla: el vocablo wichi, enfatizó, significa gente, y hace referencia a miembros de una gran nación que incluye un mosaico de grupos a los que puede identificarse por el dialecto. El cacique da ejemplos bien concretos al respecto: él y su hermano Hugo provienen del pueblo Iantawos; Lisandro del Wenhayek; su esposa y su suegra Modesta, del Iowis. “Pero hay más”, enfatiza esta última, quien menciona al pueblo Okiwas. “En la época de los viejos -prosigue la mujer- todos andaban enemistados y celosos de sus tierras, y hasta de sus mujeres, porque no podían casarse los que venían de distintos grupos. Pero ahora no. Ahora nos hemos juntado”.

Cuando Modesta hace referencia al “tiempo de los viejos”, el periodo resulta indefinible en términos occidentales. Y es que la medición no se realiza en años o generaciones sino al periodo en donde el andar errante en busca agua y comida era la regla. Regla que dotó a los distintos pueblos de hábitos cazadores, pescadores y recolectores, y que generó una serie de valores que, para estas familias, a juzgar por la nostalgia que sienten por los tiempos idos y las mezquindades del presente, parecen ser el horizonte de futuro. Andar errante que, según le contaron “los viejos” a Modesta, se suspendía por las noches cuando a la orilla de una aguada en pleno monte, se forjaban hospitalarias rondas en donde ancianos y adultos hacían volar la imaginación para relatar historias que probaban de cuán lejos venían los antepasados y cómo ellos arrancaron secretos a la naturaleza para poder vivir en armonía con ella.

El cacique 

Modesto confiesa tener “prácticamente 39 años” y ejerce un cacicazgo que ninguno de los presentes cuestiona en absoluto. Cuestiones fundantes a El Caburé y otras vinculadas a la tradición de sus pueblos dan legitimidad al cargo.

Lo primero se relaciona con su hermana María, pieza clave en el origen de la comunidad. “Fue ella la que organizó a los hermanos”, enfatiza Modesto, haciendo referencia a un proceso fácil de sintetizar: una mujer que convenció a familias dispersas y grupos muchas veces insignificantes a terminar con el deambular sin rumbo y forjar residencia en el lugar en que ahora habitan. Para lograr ese objetivo, María ejecutó dos movimientos claves: obtener del Estado provincial, tras años de trámites engorrosos, una personería jurídica que legalizó la existencia comunal; y acceder a esas siete hectáreas en donde se salpican los ranchos que ya hemos descripto.

Lo primero ocurrió en 1998. Lo segundo, en 2003, y un documento lo certifica indicando que los familiares de María del Carmen Uanini -propietaria de esas tierras- cedían el uso de la parcela a la comunidad en calidad de comodatarios. María era entonces la cacique indiscutida y lo siguió siendo hasta el año 2008, cuando un tumor cerebral la depositó en la tumba que inauguró el cementerio situado a escasos cien metros del rancherío y que cobija a un par de decenas de muertos que incluyen restos de criollos amigos que sin tener, literalmente, un pedazo de tierra donde morir, recibieron sepultura en la tierra santa de El Caburé.

Muerta María, el cacicazgo recayó en su padre Ambrosio. Muerto este, le llegó el turno a Modesto. La secuencia resulta odiosa para quienes sentimos que, aun entre los pueblos que nos despiertan simpatías, hay tradiciones que garantizan privilegios. Pero para Modesto y los suyos tales cuestionamientos pueden ser respondidos con solvencia a partir de las deformaciones de las propias instituciones blancas y por las lógicas de la tradición wichi que, además, parece entrenada para encontrar a los portadores del liderazgo. Fue su abuela, de nombre Ambrosia, rememora Modesto, quien le calzó, siendo un niño, una pulsera hecha con la cola de un hurón y cuyo significado allí todos conocen: “Ya sabemos -dicen los presentes- que cuando un hurón corretea una víbora, la va a corretear hasta que la alcance”.

La referencia se entiende. Las cualidades de liderazgo son innatas a ciertas personas e intransferibles a terceros, ciertos ancianos son capaces de identificarlas y corresponde al elegido honrarlas cumpliendo lo que debe considerar un deber para su vida. Para Modesto ello supone un mandato que él materializa yendo de aquí para allá, relevando las necesidades de otras comunidades, consiguiendo remedios para unos, documentos de identidad para otros, viviendas para el conjunto y otras tantas cosas.

Ese perpetuo caminar por oficinas estatales produjo algo que Modesto y los suyos atesoran con celo fervoroso: escritos a máquina o a mano que certifican el peregrinar tozudo del cacique. Desde el reconocimiento legal que el Estado hizo de ellos hasta la cédula que prueba la pertenencia del cacique a la federación de pueblos originarios de la nación, pasando por la cesión del terreno en el que viven y otros cientos de gestiones que corrieron menos suerte. El Caburé, como otras comunidades, ejercita una verdadera obsesión por el documento escrito. Tiene sentido: conscientes de que el vacío legal los vuelve invisibles para el Estado, una forma más de luchar contra la amenaza de extinción consiste en probar documentalmente la existencia de esa patria chica, ese coto particular, único y exclusivo de siete hectáreas en el que un enjambre de personas carga con una historia de abandono y agravios.

El cerco

Hay algo aún peor que la pobreza en El Caburé: es la sensación de que no podrán escapar de ella. La intuición cobra fuerza cuando sus habitantes relatan ser blanco de un doble cerco que precariza aún más su existencia: el avance de la frontera agropecuaria que los priva del sustento y la indiferencia criolla que levanta un muro implacable que veda la posibilidad de acceder a condiciones de vida que en la urbanidad pueden ser poco valoradas, pero allí resultarían claves para mejorar sus condiciones de vida.

A lo primero lo ejemplifica bien el propio Modesto. “El monte nos ha quedado lejos. Ahora uno debe andar cien kilómetros para cazar una corzuela o recolectar miel”, enfatiza el cacique quien ahí nomás precisa: “…hace como cinco años que no comemos una corzuela”. Ni bien Modesto concluye el relato, el que escucha se desliza a una asociación que lo avergüenza por lo superficial, pero que en honor a la verdad conviene confesar: asociar esa carencia de corzuelas al fin de los asados domingueros criollos que, además de pincelar una menor capacidad de consumo, supone también la privación de esas reuniones en donde un racimo de conocidos comparten lo vivido en la semana, lamentan las cosas que les salieron mal, se vanaglorian de las pequeñas victorias y, de cuando en cuando, explotan en carcajadas ante las ocurrencias que nunca faltan y que florecen cuando la sensación de encuentro oxigena el alma.

En El Caburé, tal privación es consecuencia de los desmontes que avanzan y cercan a las comunidades. Cerco que, combinado con la indiferencia que el criollo ejercita con el indio, genera un movimiento de pinzas que acorrala a quienes son víctimas de la maniobra. Sobre la indiferencia “blanca”, dice Modesto: “Cuando uno va a la municipalidad, nos dicen lo de siempre; que somos indios, que no sabemos trabajar, que somos borrachos…”.

El silencio que continua al relato dura casi nada porque como si mentes y lenguas estuvieran intercomunicadas y cualquiera de los presentes pudiera continuar allí donde el otro ha callado, Modesta, la suegra, retoma la idea y expone: “…es como que ellos [los criollos] nos muestran lo que tienen con sus trabajos, sus hospitales y todo eso, pero nosotros siempre encontramos peros para tener todo eso”. Uno la escucha y siente que aun cuando los contextos y las motivaciones por los que unos gozan de mucho y a otros les falta casi todo sean distintos, la naturaleza del problema es la misma para indios y los blancos pobres: vivimos una era en donde se democratizan los deseos pero no las posibilidades de satisfacer los mismos, incluso cuando esos deseos supongan derechos que resultan vitales para el existir.

Entre los desmontes, el muro de la indiferencia y esas siete hectáreas en donde pueden residir pero no cultivar por orden expresa de los propietarios, a la comunidad El Caburé sólo le quedan las changas y los planes sociales. Las primeras comienzan a escasear por una crisis que atraviesa al conjunto de los argentinos; los segundos se mantienen, aunque algunos siguen sin poder acceder al beneficio por ser indocumentados.

Son las reglas que imponen los modernos Estados: siendo ellos los que monopolizan la facultad de otorgar identidad a sus ciudadanos, convierten en sujetos de derecho sólo a quienes han registrado legalmente su nacimiento. Estados modernos, además, convencidos de que los “indios” son seres a los que la vida rural ha idiotizado hasta el punto de nunca aprovechar el suelo que habitan que debe ser puesto en manos de un “progreso” que, como alguien dijera alguna vez, avanza chorreando lodo y sangre.

Ambrosia, la abuela de Modesto