La creación del Museo Miguel Ragone debe celebrarse. No porque se institucionalice un espacio en donde se acumularán objetos sobre una personalidad, sino porque aspira, también, a centralizar información que desnude la complicidad del relato histórico forjado por el establishment con la dictadura. (Daniel Avalos)

Y así como la celebración no aborta la discusión en torno a quiénes y cómo se garantizará esa misión, esa discusión necesaria no puede soslayar la importancia de la creación misma. La razón es sencilla de explicitar: un espacio así constituye la posibilidad de que las voces distintas a las poderosas, los registros y las experiencias distintas a las del poder, puedan recuperarse para producir y hasta recuperar las visiones que hasta ahora se produjeron y habitaron en las orillas de la sociedad política. Una de esas formas silenciadas de concebir el terrorismo de estado en Salta, se balbuceo el martes pasado en la Cámara de Diputados cuando se debatía la creación del Museo. El diputado Eduardo Martinelli apoyó la iniciativa apelando a una historia que el establishment político prefiere olvidar: la responsabilidad de parte importante del justicialismo en el final trágico de Ragone. Y al denunciar eso puso sobre la mesa otra cosa no menos importante: las responsabilidades civiles y políticas en esa historia de golpes de estados, centros clandestinos de detención, secuestros y desaparición de personas.

Lo primero fue resumido por Martinelli en cuatro palabras, al referirse al final político de Ragone: “Olivio Ríos lo traicionó”. Y aunque la traición es una práctica que requiere de un compromiso firme con un proyecto especifico que Ríos y Ragone no compartían, la aseveración no es falsa. Y es que Olivio Ríos era el vicegobernador de Ragone, provenía del justicialismo, boicoteo a Ragone en nombre del justicialismo y con el apoyo abierto de parte importante de ese justicialismo y la dirección estratégica del mismo Perón. No hubo ni “Golpe de Estado” ni “salteñazo” que derrocara al Ragone que triunfó con el 58% de los votos en marzo de 1973. Hubo, sí, una intervención decretada por el justicialismo que veía amenazada su unidad porque cobijaba corrientes antagónicas. Heterogeneidad que había sido siempre funcional a un líder cuyo objetivo era sumar y arbitrar las diferencias a partir de los “objetivos” estratégicos. En Salta y con Ragone ocurrió lo mismo. Cuando este ganó las internas para las elecciones de marzo del 73, dejando en el camino al representante del peronismo ortodoxo, Bravo Herrera, se apoyó en la juventud, el sindicalismo clasista y los sectores de izquierda. Perón, entonces, hizo lo que solía hacer: aceptó la tendencia, pero maniobrando para imponerle un vicegobernador que representara al sindicalismo ortodoxo vencido: Olivio Ríos. La apasionada campaña, el entusiasmo militante de aquellos años y el contundente triunfo, parecía encaminar todo hacia la transformación de la provincia. A la expectativa, sin embargo, le siguió un proceso salpicado de aparentes absurdos: Olivio Ríos toma la Casa de Gobierno mientras Ragone está en Buenos Aires, los sindicatos ortodoxos justicialistas declaran al gobernador “persona no grata”; esos mismos sindicatos protagonizan huelgas que le exigen la renuncia; Ríos, que aprovecha los viajes de Ragone para despedir funcionarios que luego el gobernador debe reincorporar cuando vuelve a la provincia y, finalmente, el mismo vicegobernador que apoya la intervención que destituye a Ragone del gobierno en nombre de la disciplina partidaria (El Intransigente: 23/11/74).

Pero los absurdos eran sólo aparentes porque, en realidad, eran parte de un realismo trágico en donde dos proyectos antagónicos pugnaban: el del peronismo de Ragone, que rechazaba la injusticia y demandaba trasformaciones profundas para eliminarla; y el justicialismo de Olivio Ríos, que veía en la pretensión de Ragone una amenaza roja y un cuestionamiento radical a la burocracia sindical que, al decir de William Cooke, no se percibía como parte del régimen a transformar y esperaba que si había cambios estos debían cumplirse sin que ellos abandonasen su lugar. Perón se inclinó por esa burocracia, y la llamada “derecha peronista” inicia su ofensiva contra la “Tendencia”, en donde la primera encuadraba a Ragone. Una digresión se impone para explicar eso que se conoció como la “Tendencia Revolucionaria” del peronismo: era la conformada por agrupaciones que respondían políticamente a las Organizaciones Armadas Peronistas, que surgió como minúsculos grupos y que al adquirir importancia fueron bautizadas y legitimadas por el propio Perón como las “formaciones especiales” del movimiento. Fue la “juventud maravillosa” que, armas en mano y copando las calles, lo había dado todo por la vuelta de un Perón al que conceptualizaron como revolucionario y que con la apertura política de fines de 1972 se insertó en amplios sectores, sorprendiendo al país por una asombrosa capacidad de movilización. Demandaron entonces puestos en el gobierno del 73, y en provincias como Bs. As., Córdoba, Mendoza, Santa Cruz y Salta forjaron vínculos con los gobernadores que tuvieron en ellas su base de apoyo, sin que esto supusiera pertenencia orgánica de los Ragone a esas organizaciones.

Pero el Perón real estaba lejos de ser lo que esa juventud pensaba que era. Y como número no necesariamente es igual a fuerza política, el líder limitó el apoyo a los “muchachos” y apostó por las alianzas estratégicas con el sindicalismo ortodoxo. En pocos meses, empiezan las renuncias de funcionarios asociados a la izquierda peronista desencantados con la ortodoxia de Perón, mientras la ortodoxia de Perón lo inclinaba a intervenir a las provincias asociadas a la “Tendencia”. La ruptura final se dio en mayo del 74, cuando el viejo líder, en Plaza de Mayo, califica a esa juventud de imberbes y promete un “escarmiento”, que la Triple A llevó a cabo a sangre y fuego. La muerte de Perón dejó al Estado en manos de los justicialistas que identifican comunismo con todo lo que posea aroma a progresismo. Ragone era cosa juzgada para ellos y al vicegobernador Olivio Ríos corresponderá tensar las contradicciones al máximo para facilitar, finalmente, la intervención partidaria. En Mitre 23 desembarca José Mosquera. Un cordobés que había cumplido funciones similares en su provincia cuando, con la misma lógica, Perón la intervino para deshacerse del gobernador y el vicegobernador también relacionados con la tendencia. Mosquera venía a disciplinar, y cuando asumió la gobernación lo dejó bien en claro: “Aquellos que creen que una revolución se hace simplemente a tiros y poniendo bombas, no tendrán cabida en este gobierno” (El Tribuno 25/11/75). La precisa advertencia tuvo en la práctica una amplitud mayor. Durante esos días, los medios informan con titulares catástrofe de operativos antisubversivos en Capital, Orán, Güemes o Tartagal. A todos los sospechosos, las noticias convertirán directamente en subversivos y los nombres de esos detenidos incluyeron a ferroviarios, a diputados (Hortensia Rodríguez, Mario Cejas), funcionarios (Eduardo Porcel) y hasta un exministro de la Corte de Justicia (Farat Salín). Todos vinculados a la gestión de Ragone.

Al frente de los operativos policiales figuraba siempre un nombre que luego estará vinculado a la propia desaparición de Ragone: Joaquín Guil. Eduardo Martinelli, en la sesión del pasado martes, también hizo mención a ese sádico que sintetizó en su persona la perversión de toda una época. Un portador patológico del mal, el ser que torturaba para que la víctima hable, delate y traicione mientras él, torturando, se entregaba a una fiereza y un sadismo sin retorno. Y sin embargo, lo que más sorprendió de esa exposición de Martinelli fue que mencionara a otros que no apretando nunca un gatillo, que no activando nunca la picana, posibilitaron el horror. Mencionó a varios: Pedro Humberto Burgos, Max Dalal, Nicolás Taibo, diputados de la cámara provincial como Cástulo Guerra, sindicalistas como Amenunge o Ramos y hasta “abogados que hoy se rasgan las vestiduras por Ragone y fueron los que ´sembraron´ parte del cadalso” (versión taquigráfica de la sesión de Diputados del martes 25 de junio). Eran, en definitiva, los destituyentes golpistas de ayer. Los que trabajaron para minar la gobernabilidad y restarle base civil a Ragone, predisponiendo e incitando a que otros actores asuman la tarea de quitar de encima a un gobernador a quien identificaban como la razón última del caos. Práctica destituyente que, consumado el golpe, devino en opinión pública legitimadora del mismo. Supuestos republicanos de ayer, seguramente autoproclamados demócratas de hoy, pero indudablemente responsables de convocar el terror. Personajes y sectores sociales que responden a aquello que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal: ese horror que no habita sólo en los portadores patológicos de la maldad, sino también en las zonas grises por donde transita el grueso de los seres humanos. Lacerante observación que explica por qué los Videla, los Masera, los Menéndez, los Acosta, los Astiz, los Mulhall, o los Guil, se resistan a aceptar su responsabilidad, en tanto la saña asesina estaba naturalizada en sectores de la salteñidad local. Observación que sugiere también que esos verdugos, dueños de la vida y de la muerte de los chupados en los campos de concentración, sean ahora el chivo expiatorio, “la figura arcaica que permite, en una sociedad como la nuestra, desrresponzabilizar a quienes también hicieron posible la implantación de la maquinaria represiva, de una máquina que les resultó funcional y a la que apoyaron mientras les fue útil y que dejaron girando en el vacío cuando los vientos de la historia cambiaron hacia otra dirección” (Ricardo Forster, La anomalía argentina, Sudamericana, 2010, p. 328).

El Museo Miguel Ragone debe apostar a poder reconstruir también la historia de estos personajes, que casi siempre enfatizan sobre la necesidad de reconciliación o el olvido, porque ven en ese olvido o reconciliación los atajos imprescindible para forjar un relato que prescinda del rol jugado por ellos en aquellos tiempos macabros. Que la iniciativa haya sido impulsada por el mismo justicialismo también es una buena noticia. Significa que, aunque tarde, algunos de los sectores de ese justicialismo acepta en los hechos que deben dar explicaciones sobre su propio accionar en el periodo en donde la violencia criminal fue ejecutada por fascistas que buscaban purgar al movimiento de “marxistas ateos”, con arbitrariedades legales y el asesinato llano. Ragone padeció las dos. El 22 de noviembre de 1974 fue destituido de la gobernación por el mismo justicialismo y el 11 de marzo de 1976 fue secuestrado y desaparecido por los que días después conformarían los típicos grupos de tareas de la dictadura.