La situación en la Suprema Corte de Justicia que involucra al juez salteño Carlos Fayt y a una oposición que se niega a cubrir la vacante en el órgano que es intérprete supremo de la Constitución, genera para el autor de la nota una crisis inimaginable en cualquier nación civilizada del siglo XXI. (Ricardo Issa)
El Poder Judicial en la Argentina se halla sumido en una crisis terminal. Su cabeza y guía es la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Si bien es el órgano máximo del fuero federal -lo cual excluye a los respectivos órganos provinciales, denominados de Justicia ordinaria- es también el cuerpo de mayor prestigio y cuyo criterio y orientación doctrinaria marcan el ritmo y el modo de resolución de la totalidad de los conflictos judicializados del país, cualquiera sea el fuero de que se trate. Es el intérprete supremo de la Constitución Nacional. Su hermenéutica es inapelable. Y si bien sus decisiones no son obligatorias para los tribunales inferiores; para contradecirlas, éstos deberán contar con argumentos dotados de un prestigio y autoridad intelectual equivalentes. Lo cual es por demás difícil, si no imposible.
Llegó a contar con nueve miembros en la década del noventa, los años de su máxima dotación. En los cincuenta tuvo siete. La Constitución no establece el número fijo de miembros ya que ello queda relegado a la legislación reglamentaria. Desde el año 2003, su plantel es de cinco integrantes.
La gravedad inusitada de la crisis actual consiste en que, luego de la renuncia del Dr. Raúl Zaffaroni, la Corte ha quedado reducida a cuatro; uno de los cuales, el Dr. Carlos Fayt, a sus 97 años de edad cumplidos, deja flotando serias dudas acerca de la lucidez que aún lo asiste y que, hace treinta años, determinó su por demás suficiente idoneidad para acceder al cargo. Lo cual conduce a que, de hecho, la responsabilidad suprema pese sobre los hombros de solamente tres personas. Sí, sólo tres personas toman las decisiones del máximo órgano de uno de los tres poderes que conforman el sistema republicano.
Lo más grave es que parte importante del Senado de la Nación se niega a cubrir la vacante. Tan seguros están, los partidos que conforman la llamada oposición, de que a partir del 10 de diciembre el país contará con un gobierno presidido por quien pertenezca a un signo partidario diferente al actualmente gobernante, que se han comprometido a no tratar ningún pliego que remita el actual Poder Ejecutivo Nacional para cubrir el cargo vacío, por más que se trate del jurista más respetado, prestigioso e intachable que tuviera la Argentina. En otras palabras, el compromiso consiste en no prestar acuerdo a ningún ministro propuesto por la actual presidenta, sea quien fuese. De prolongarse esta situación más allá del 10 de diciembre, y de ser cierto que el gobierno nacional cambiaría de orientación a partir de dicha fecha, y de ocurrir que el actual oficialismo se transformara en oposición y tuviera la misma actitud respecto del próximo gobierno, la vacante no podría ser cubierta siquiera entonces; con lo cual la Corte se terminaría vaciando a medida que sus integrantes fueran renunciando o se fueran muriendo.
A partir de la reforma constitucional de 1994, el acuerdo que presta el Senado para la designación de los ministros de la Corte debe contar con el voto favorable de las dos terceras partes de sus miembros presentes. Hay que recordar que dicha reforma, alentada por el afán del entonces presidente Menem de obtener la posibilidad de ser reelegido, fue negociada y acordada con el entonces líder de la oposición, el Dr. Raúl Alfonsín. Éste, luego de haber sido corrido mediante un virtual golpe de estado económico motorizado por el establishment financiero, quería asegurar mecanismos que atenuaran el excesivo presidencialismo de nuestro sistema republicano, introduciendo matices y formas propias del parlamentarismo europeo. Ello posibilitaría que un futuro gobierno que se viese sometido a embates semejantes a los que padeció el suyo, no tuviera que ver descabezado su Poder Ejecutivo, sino que hallaría la solución mediante el reemplazo del Jefe de Gabinete de ministros de éste. La caída del gobierno consistiría, en ese caso, en la salida del Jefe de Gabinete, y no en la del Presidente de la Nación. Ejemplificando en términos actuales, el fracaso de Capitanich y su reemplazo por Aníbal Fernández no afectaría la figura presidencial.
Junto a tal enmienda, el radicalismo consiguió también que se estableciera un tercer senador nacional por cada distrito y su elección popular, para combatir a las oligarquías caudillescas provinciales e introducir la representación de la oposición en el Senado. Además de ello, se introdujeron una serie de garantías y alientos al consenso, entre las cuales se cuenta que el acuerdo que preste el Senado para el nombramiento de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación deberá contar, al menos, con el voto de los dos tercios de sus integrantes.
Es de la esencia del régimen parlamentario -en cuya dirección apuntaron las reformas propuestas por la UCR- la negociación permanente para alcanzar consensos entre las fuerzas partidarias. En el parlamentarismo puro, el poder legislativo a través de un voto de censura puede hacer caer a cualquier ministro o al gabinete entero. En las enmiendas introducidas en 1994, el presidencialismo atenuado por la presencia de un jefe de gabinete se rodeó de mayores atribuciones en favor del legislativo -el órgano más representativo del gobierno republicano- de modo que, para la designación de un ministro del más elevado órgano del tercer poder, el judicial, debiera contarse, necesaria e ineludiblemente, con el consenso de una mayoría agravada de una de las cámaras legislativas que representara sus dos terceras partes. Sin negociación, sin consenso para llegar a un acuerdo, se torna imposible nombrar a un miembro de la Corte, que permanece en sus funciones mientras dure su buena conducta (esto es, renuncie, fallezca o sea destituido por juicio político). La falta de consenso, en otros términos, es inconstitucional.
La situación inédita adquiere dimensiones insólitas porque es la primera vez que debe llenarse una vacante con la mayoría calificada establecida por la reforma de 1994. Y la mayoría de los partidos representados en el Senado de la Nación se niega a considerar siquiera la designación que le sea propuesta hasta fin de año. Tratándose de una atribución constitucional, no es sólo una facultad, sino también un deber. Su negativa caprichosa a evaluar cualquier propuesta de nombramiento equivale a una interdicción infundada al ejercicio de una atribución constitucional, que tiene como derivación la paralización de la actividad de uno de los poderes republicanos. Y la negativa a ejercer una atribución constitucional se traduce en un objetivo impedimento al funcionamiento normal de los poderes constituidos, lo cual hace incurrir a sus autores en la comisión del delito de sedición, en los términos del artículo 22 de la Constitución y el artículo 229 del Código Penal, en cuanto se refiere a los que intentaren impedir el libre ejercicio de sus facultades por parte de las autoridades legítimas de la Nación. Quizá algún fiscal federal lo advierta.
Otra de las reformas introducidas en 1994 estableció, en el art. 99 inc. 4º de la Constitución, que, cuando los ministros de la Corte cumplieran la edad de 75 años, necesitarían un nuevo nombramiento del Poder Ejecutivo y un nuevo acuerdo del Senado. Tal renovación se reeditaría cada cinco años. No se trata de una cláusula transitoria de la Constitución; está incorporada a su texto de modo definitivo. Su razonabilidad se funda en que, dada la avanzada edad de quienes hubieran superado la edad de 75 años, la evaluación quinquenal de su grado de lucidez y capacidad cognitiva se torna imprescindible, siendo fácil presumir que quien gozaba de determinada idoneidad y solvencia intelectual y académica en un momento dado de su vida pudiera haber perdido tales méritos como producto de la senilidad (es atinado recordar que los estatutos de las universidades nacionales prevén que los docentes que hubieran obtenido sus cargos por concurso, una vez cumplidos la edad señalada -setenta o setenta y cinco años-, deben ser reevaluados cada tres o cuatro años).
Al momento de sancionarse la reforma constitucional, el Dr. Carlos Fayt ya había superado la edad límite. Por ello se valió de una acción de amparo para que la Corte -integrada por conjueces- resolviera que aplicar la exigencia constitucional, en su caso, tendría como efecto destituirlo sin acudir al juicio político. Lo grave fue que, para hacer lugar al amparo, la Corte declaró inconstitucional una cláusula de la Constitución. Lo cual es, a todas luces, y evidentemente, un oxímoron.
La negativa de los partidos de la llamada oposición a considerar el nombramiento de un reemplazante de Zaffaroni se emparenta íntimamente con la negativa de sus representantes, en la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados, a evaluar las condiciones intelectuales de un juez casi centenario. A lo que debe agregarse la maniobra inexplicable de hacerle suscribir, a este juez -como si hubiera estado presente en el salón de acuerdos del más alto tribunal- la elección de autoridades de la Corte, con una anticipación inaudita de ocho meses a la finalización del mandato vigente.
En síntesis: tenemos una Corte Suprema que, en los hechos, cuenta con tres miembros. La palabra “troika” acude tenebrosamente a nuestros pensamientos; lo exiguo del número, tratándose del poder menos representativo del Estado de Derecho, es altamente preocupante. La inusitada situación de acefalía en la que se encuentra el Poder Judicial, como producto de la sedición de algunos integrantes de otro de los poderes del Estado, sume al país en la acracia judicial y en una crisis difícil de imaginar en cualquier nación civilizada en el siglo veintiuno.
¿Será ésta la tan mentada “nueva forma de hacer política”?