Jubilada tras décadas de docencia, la escritora Raquel Espinosa reflexiona sobre ello a través de los escritos de Juan Carlos Dávalos publicados con el título “Recuerdos del colegio” que nos invita a pensar de una manera distinta esa condición.

El 31 de octubre de 2017 me despedí oficialmente de mi tarea docente frente a alumnos y de mi cargo de Directora en el colegio “Raúl Scalabrini Ortiz”. Algunos meses atrás, el entonces supervisor de esa institución me preguntó, mientras redactaba un acta de registro de su visita, si no iba a extrañar el colegio cuando me jubilara.

La pregunta disparó en mi imaginación una serie de otros interrogantes que quedaron en suspenso y la asocié, inmediatamente, con un artículo publicado en el diario El Intransigente de 1942 que había leído para un trabajo de investigación. El título de esa nota es “Mi último examen” y fue escrita por Juan Carlos Dávalos que por entonces se jubilaba como Director del Colegio Nacional de Salta. El conocido escritor salteño recuerda la pregunta que le hiciera su colega: “¿No siente usted pena de jubilarse y abandonar el colegio?”

El interrogante que le fuera formulado seguramente quedaría flotando en la mente de los lectores y abriría la incertidumbre por la respuesta pero quien la formulaba partía del hecho de que jubilarse implica el surgimiento de la pena. Tal vez otros docentes jubilados anteriormente padecieron ese sentimiento. El desconsuelo y la aflicción debieron haberlos poseído.

No me parece descabellada esta interpretación pues en la actualidad he conocido a varios docentes resistentes a jubilarse por miedo al aburrimiento, a ser considerados prescindibles o a no tener otros horizontes sobre los cuales proyectar las expectativas.  El hombre de letras no compartía esa sensación y su respuesta fue contundente: “La jubilación me alegra”  respondió Juan Carlos Dávalos…

Sin embargo, la pregunta de su colega obligó al docente a realizar un balance de su paso por las aulas y lo expresó en sucesivas publicaciones en el diario que antes mencioné. Durante cuatro meses (marzo, abril, mayo y junio de 1942) Juan Carlos Dávalos escribe artículos relacionados con el sistema educativo salteño. Las opiniones del escritor, bajo el título “Recuerdos del colegio”, evocan tiempos más remotos aún, cuando él era alumno y luego profesor y directivo, hacia fines del siglo XIX y principios del XX.

¿Por qué Juan Carlos Dávalos expresaba de forma tan categórica que la jubilación lo alegraba? El entonces Director del Colegio Nacional de Salta justifica su pronunciamiento con una serie de razones que tenían que ver con el desgaste natural que los años imponen, el daño que provoca la rutina, el choque entre los ideales y la realidad y el apuro por realizar las obligaciones didácticas. No hubo pena en él porque sufría los cambios experimentados en su persona -el paso de la juventud a la vejez-  y los cambios ocurridos en el sistema educativo: “…los colegios son escuelas industriales, o mejor dicho, fábricas de bachilleres y no templos de saber y de cultura”.

El presente no le era grato al hombre que estaba a punto de jubilarse. En su imaginario había otro tiempo mejor que él añoraba: “Estas aulas me fueron gratas mientras fui alumno, en aquella época lejana, en aquellos tiempos heroicos en que estudiábamos despacio, jugábamos como locos y peleábamos como nibelungos”.

El autor de la nota contrapone dos maneras de ser jóvenes, la de su generación llena de entusiasmo, dedicación, pasión, y la generación que entonces él estaba evaluando: desganada, no comprometida, indiferente. Las diferencias las sintetiza en la expresión “Gallos vs. Cabras”. Para demostrar sus afirmaciones ejemplifica con el último examen que debió tomar. La mesa se conformaba con él y otro colega del colegio.

Al primer alumno le hicieron algunas preguntas a las que no supo responder acertadamente. Transcribo a continuación una escena que resume en la práctica lo que el autor antes había teorizado: “El alumno, un badulaque de 4° año saca su bolilla de Historia y mi ex alumno y colega le pregunta: ¿Quién ganó la batalla de Ituzaingó?; ¡San Martín!, responde. “No seas bárbaro” iba yo a decirle, pero me contuve. El pobre muchacho parecía muy abatatado y no daba en bola. Mi colega lo remolcaba mediante acertijos, insinuaciones ingeniosas, sonrisitas reconfortantes y miradas alentadoras. Fue inútil. Tuvimos que dar nosotros el examen. Y después el mismo badulaque, ignorante, audaz y facineroso, nos pregunta, ya pasado el atraco: ¿Aprobé? No. No aprobó, le contesté. ¿No aprobé? Volvió a preguntar. Usted no aprobó. Usted sólo negó o adivinó o titubeó, como un ganso. El que aprobó fui yo, a pesar del voto contrario de mi colega. ¿Entonces  me aprobaron?: Eso; eso es. ¡Y que la Historia le sea leve!”

Luego de este caso el poeta narra otro episodio casi similar de un alumno al que también aprobaron más por piedad que por justicia. Cierra la nota con las siguientes palabras: “¡Y lo aprobamos! Y así me despedí de los exámenes, que seguirán siendo cada vez mejores, a medida que el mundo se hunde en la barbarie y el hombre regresa al gorila.”

Juan Carlos Dávalos escribe con humor e ironía sobre el sistema educativo que ya en la década de los años cuarenta suscitaba un largo debate que aún no ha concluido. La pregunta que el Supervisor me hizo a mí, también me obligó a hacer un balance, además de la instancia formal para entregar el colegio a las autoridades del Ministerio. “No voy a extrañar”, le contesté también a Sergio, mi Supervisor.

Estoy segura que no extrañaré porque son muchos los años dedicados a la docencia y porque hay que dejar la posta a quienes deberán continuar defendiendo la educación pública, tratando de luchar para que los gobiernos no desmantelen las conquistas logradas  y para que se instrumenten políticas en beneficio de los estudiantes y de los trabajadores de la educación.

En cuanto a los “Recuerdos del Colegio” de Juan Carlos Dávalos podemos seguir analizando otros artículos ya que es un material inédito en libro, poco conocido por la mayoría y sumamente interesante y divertido para compartir.