Compartimos esta atinada y lucida retrospectiva con la que el autor nos recuerda párrafos premonitorios, extraídos de dos libros emblemáticos, que como certeros oráculos, se convierten en presagios de los días aciagos que vivimos: «La Democracia de América» de Alexis de Tocqueville, publicado en 1840 y «Masa y Poder» de Elías Canetti, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1981.

Por: Carlos Saravia Day

Citaremos solamente las sorprendentes frases sobre el porvenir de América, escritas en 1834 y publicadas en 1840, tan sugestivas de leer en la hora actual. Aunque no hubiese escrito más que esta Introducción, Tocqueville, por la fuerza y extensión de su visión, por la intensidad drámatica de su acento, figuraría entre los más grandes escritores políticos.

Alexis de Tocqueville – La Democracia en América

Hay hoy en la tierra dos grandes pueblos que, habiendo partido de puntos diferentes, parecen avanzar hacía un mismo fin. Son los rusos y los angloamericanos. Los dos han crecido en la oscuridad, y, mientras las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte, se colocaron de golpe en la primera fila de las naciones, y el mundo conoció casi al mismo tiempo su nacimiento y su grandeza. Todos los demás pueblos parecen haber alcanzado, poco más o menos, los limites que trazó la Naturaleza y no tener ya que hacer otra cosa más que conservar; aquellos, en cambio, están en crecimiento; Rusia es, de todas las naciones del antiguo mundo, aquella cuya población aumenta, proporcionalmente, de modo más rápido… Para alcanzar su fin,[el americano] descansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, a la fuerza y a la razón de sus individuos. El ruso concentra de alguna manera en un hombre todo el poder de la sociedad-el uno tiene como principal medio de acción la libertad; el otro, la servidumbre-.Su punto de partida es diferente, sus caminos son diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado, por un secreto designio de la providencia, a tener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo.

Dice Carlos Saravia Day para introducirnos en los párrafos que se transcriben de Elías Canetti, que en su obra, el pensador se detiene en la figura del “Sobreviviente” como la iniciara Homero con Aquiles (invulnerable) y Ulises, sinónimo de astucia. Esta vez, provisto de una valija negra, con botón nuclear, la humanidad tiembla.

Masa y Poder, Elías Canetti

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La producción necesita más gente: con la multiplicación de los objetos retoma el sentido primigenio de toda multiplicación: la de los hombres mismos.

En su naturaleza más íntima la producción es pacífica. Las disminuciones debidas a la guerra y la destrucción le son perjudiciales. El capitalismo y el socialismo no se diferencian en esto: son formas gemelas, en pugna, de una única fe. A la vez que su anhelo más preciado, la producción, es para ambos como la niña de sus ojos. Su rivalidad ha contribuido a consolidar el el éxito frenético de la multiplicación. Se parecen cada vez más el uno al otro. Se nota algo así como un creciente respeto mutuo que se relaciona casi diríamos que exclusivamente con el éxito en la producción. Ya no es verdad que quieran destruirse entre sí: quieren superarse el uno al otro.

En la actualidad existen varios centros de multiplicación, enormes, muy eficientes y en rápida expansión. Están repartidos en diversas lenguas y culturas; ninguno de ellos es lo bastante fuerte como para conquistar la supremacía ni se atreve a enfrentarse en solitario con los demás. Salta a la vista una tendencia a la formación de enormes masas dobles que toman el nombre de regiones enteras del globo: Oriente y Occidente. Tanto abarcan que es cada vez menos lo que queda fuera de ellas, y este poco parece impotente. La rígida distribución de estas masas dobles, su fascinación recíproca, el hecho de estar armadas hasta los dientes y en breve hasta la luna, han despertado en el mundo un terror apocalíptico: una guerra entre ellas podría llevar a la exterminación de la humanidad. Se advierte, sin embargo, que la tendencia a la multiplicación se ha intensificado tanto que ha acabado prevaleciendo sobre aquella cuyo objetivo son las guerras, que ya solo le parecen un incordio. La guerra, como medio para una rápida multiplicación, se agotó en un estallido de carácter arcaico en la Alemania del nacionalsocialismo y, preciso es creerlo, se liquidó para siempre.

Cada país se muestra inclinado hoy a proteger su producción más que a su gente. Nada se justifica más, nada hay que reciba tanto la aprobación general. En este siglo se producirán más bienes que los que los hombres puedan necesitar. En lugar de las guerras se afirman otros sistemas de masas dobles. La experiencia parlamentaria demuestra que es posible excluir la muerte del engranaje de las dos masas. Una rotación pacífica y regulada en la alternancia del poder podría también establecerse entre las naciones. El deporte como hecho masivo reemplazó ya en Roma en gran parte a la guerra. Hoy está en vías de adquirir -pero a escala mundial- la misma importancia. La guerra se extingue con toda seguridad, y su fin podría predecirse para muy pronto: sólo que no se ha tenido en cuenta al superviviente.

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Pero lo que se ha modificado en esta época es la situación del superviviente. Seguramente pocos finalizaron sin repugnancia profunda la lectura de los capítulos que trataban del superviviente. La intención era sacarlo de todos sus escondrijos y representarlo como es y como siempre fue. Como héroe se le magnificaba, como mandatario se le obedecía: en el fondo fue siempre el mismo. En nuestra propia época, entre hombres para quienes el concepto de lo humanitario significaba mucho, ha obtenido sus triunfos más siniestros. No se ha extinguido, ni se extinguirá, mientras no tengamos la fuerza de verlo con claridad, cualquiera sea su disfraz, o la aureola que lo corone. El superviviente es el peor de los males de la humanidad, su maldición y quizá su perdición. ¿Será posible eludirlo en el último momento?

Sus artimañas han proliferado en nuestro mundo moderno hasta un grado monstruoso, que apenas si nos atrevemos a pensar en ella. Un solo hombre puede aniquilar sin esfuerzo una buena parte de la humanidad. Para ello puede valerse de procesos técnicos que él mismo no comprende. Puede actuar desde el más absoluto anonimato, ni siquiera es necesario que se exponga al peligro para actuar. El contraste entre su unicidad y el número de quienes aniquila, ya no cabe en una imagen sensata y coherente. Hoy en día un solo hombre tiene la posibilidad de sobrevivir de golpe a un número puede sobrevivir de un golpe a un número de personas mayor que al de generaciones enteras de tiempos pasados. Las recetas de los poderosos están a la vista y no es difícil utilizarlas. Todos los descubrimientos los favorecen como si sólo se hiciesen para ellos. La apuesta se ha multiplicado, cada vez hay más gente y todos viven más hacinados. Los medios se han multiplicado por mil. La indefensión de las víctimas, si bien no su sumisión, en el fondo ha permanecido igual.

El terror general ante un poder sobrenatural que pueda abatirse, punitivo y destructor sobre la humanidad, está concentrado en la imagen de la “bomba”, que un simple individuo puede manipular, pues está en sus manos. El poderoso puede desencadenar devastaciones que exceden todas las plagas de Dios juntas. El hombre robó su propio Dios, lo ha capturado y se ha apropiado de todo lo que en él era terrible y fatal.

Los sueños más temerarios de los potentes de antaño, para quienes la supervivencia se había convertido en pasión y vicio, parecen hoy baladíes. La historia adquiere de repente, recapitulada desde nuestra perspectiva, un rostro inocuo y agradable. ¡Cuánto tiempo duraba todo entonces y cuán poco había por aniquilar sobre una tierra desconocida! Hoy entre la decisión y la acción solo media un instante. ¡Qué son Gengis Kan,  Tamerlán o Hitler!, comparados con nuestras posibilidades! ¡Simples aprendices y chapuceros!

La pregunta de si hay al menos una posibilidad de ejercer control sobre el superviviente, que ha crecido hasta asumir estas monstruosas proporciones, es la pregunta principal y casi diríamos que única.

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Frente a este peligro creciente, que cada cual siente en los huesos, ha de tomarse en cuenta un segundo hecho, nuevo. El superviviente mismo tiene miedo. Siempre lo ha tenido. Pero junto con sus posibilidades, también su miedo ha crecido desmesurada e intolerablemente. Su triunfo puede ser cuestión de minutos y horas. Pero la tierra en ninguna parte es segura, ni siquiera para él. A todas partes llegan las nuevas armas, también él puede ser alcanzado en todas partes. Su magnitud se halla en conflicto con su vulnerabilidad. El mismo se ha vuelto demasiado grande. Hoy en día los poderosos tiemblan de manera distinta por su propia vida, como si fueran iguales a los demás hombres. La  estructura primigenia del poder, su corazón y núcleo: la preservación del poderoso a costa de todos los demás, se ha llevado ad absurdum y se ha hecho añicos. El poder es más grande, pero también más fugaz que nunca. O sobreviven todos o nadie.

Pero para ejercer algún control sobre el superviviente hay que descubrir sus artimañas. Estas se incrementan de manera incontestada y, por tanto, particularmente peligrosa cuando se imparten órdenes. Ya hemos demostrado que, en su forma domesticada, habitual en la vida colectiva de los hombres, la orden no es otra cosa que una condena muerte pendiente. Estos sistemas de órdenes eficaces y penetrantes  han ido implantándose en todas partes. Quien logre encaramarse con excesiva rapidez o consiga de cualquier otra manera hacerse con el control supremo de uno de esos sistemas, acabará, por la naturaleza de sus posición, agobiado por el miedo a la orden, del que intentará liberarse.

La continua amenaza, de la que se vale y que constituye la esencia propiamente dicha de este sistema, se vuelve finalmente contra él mismo. Y tenga o no, de hecho, enemigos que lo amenacen, siempre se sentirá amenazado. La amenaza más peligrosa proviene de su propia gente, a quien siempre da órdenes, que está en sus cercanías inmediatas, que lo conocen bien. El medio que utiliza para liberarse, al que recurre no sin vacilar, pero al que de ninguna manera llega a renunciar es la orden repentina de muerte masiva. Empezará una guerra y mandará a sus hombres allí donde deban matar. Puede que muchos de ellos perezcan en la empresa él no lo lamentará. Cualquiera sea la actitud que adopte de cara al exterior, tendrá la necesidad profunda y secreta de que también las filas de sus propios hombres sean diezmadas. Para liberarse del miedo a la orden es necesario que también mueran muchos de quienes combaten por él. El bosque de su miedo se ha vuelto demasiado espeso y solo anhela que vayan abriéndose claros. Si sus vacilaciones duran demasiado, ya no verá claramente y puede perjudicar sensiblemente su posición. Su miedo a la orden adquiere entonces proporciones que conducen a la catástrofe. Pero antes que la catástrofe lo alcance a él mismo, es decir a su propio cuerpo, que para él representa al mundo, habrá acabado para siempre con un sinnúmero de vidas.

El sistema de la orden es universalmente reconocido. Se acuñó de manera más nítida en los ejércitos. Pero muchos otros ámbitos de la vida civilizada están dominados y marcados por la orden. La muerte como amenaza es la moneda del poder. En este caso es  fácil colocar una moneda sobre otra y acumular enormes capitales. Quien quiera ejercer algún control sobre el poder, debe mirar la orden de hito en hito, sin temor y encontrar los medios para despojarla de su aguijón.

Tras estos turbadores presagios de Canetti, se abren inquietantes preguntas sobre el contenido de los diarios de este pensador, quien testamentariamente, y por vaya a saber qué razón, prohibió acceder a ellos hasta el año 2024.