En el aniversario de la fundación de Salta, Cuarto Poder repasa las lógicas de una historiografía dominante que diseñó una provincia en donde los pueblos originarios se volvieron extranjeros en su patria. Víctimas de una conquista cuya lógica estuvo atravesada por la codicia y brutalidad. (Daniel Avalos)

Identificar y reconstruir los hechos fundantes de un período histórico ha sido por mucho tiempo el núcleo central de la historiografía dominante de la región. El primer sacerdote en pisar suelo salteño, la primera misa, la fundación de un obispado o una ciudad, se interpretaron como hitos creadores de épocas. Y si la historia se reducía a hitos precisos, precisos también eran los hombres que los protagonizaban. Esos historiadores se concentraron en aquellos sujetos vinculados al grupo oficial de la iglesia o la corona española. La historia, en definitiva, como obra del conquistador, del obispo o del misionero. Menos espacio hubo en esos libros para el indígena, el negro o el mestizo. Sujetos que cuando aparecen lo hacen porque aceptaron sumisamente la “civilización” o porque se resistieron heroicamente a ella. En estos casos, estas figuras aparecen en un segundo pero interesado plano: ser presentados como feroces salvajes que al haber sido derrotados, permite al historiador dominante presentar a la conquista como heroica, plena de mártires santificados por la iglesia o por el mismo historiador que buscó convertir al legado hispano – con su impronta ortodoxamente católica que resalta a la autoridad como valor fundamental – como señas de identidad para un tipo específico de salteñidad.

La fundación de Salta y la figura de su fundador, Hernando de Lerma, se inscribieron por mucho tiempo en esa forma de practicar la historia. En la escuela de no hace mucho tiempo, nos presentaban al personaje como un hombre de letras: un licenciado. Después fuimos aprendiendo que los títulos académicos no suponen ausencia de perversidad y que Lerma era un buen ejemplo de esa condición. Pero con Lerma, los historiadores dominantes también tuvieron otro conflicto se vieron con un conflicto de conciencia porque resulta, que la personalidad tiránica del sevillano no sólo ejecuto con saña la conquista, sino que también con miembros de la iglesia colonial en un escenario donde autoridades laicas y eclesiásticas, disputaban la primacía de los sitiales del poder. Algunos historiadores, entonces, prefirieron tachar a Hernando de Lerma como lo que era: un  tirano. Fue el caso, por ejemplo, del historiador Cayetano Bruno que, por supuesto, era un cura católico.

Otros, en cambio, prefirieron disculparlo aduciendo que no era un perverso, sino un producto comprensible de los vicios de su tiempo.  La extraña explicación nos invita a preguntarnos sobre la naturaleza de esos vicios. El ejercicio nos permitira aventurar que eso que historiadores como Ramón Cárcamo llamaba “vicios de su tiempo”, eran elementos claves en las lógicas del poder conquistador. Para entenderlo, conviene integrar la fundación de Salta a la serie de fundaciones realizadas en la segunda mitad del siglo XVI y su inserción en el proceso colonizador. Período en donde el actual noroeste argentino estaba libre de ocupación blanca y ese vacío se percibía desde el Perú hispano como imperdonable porque ocupado por el poder español permitiría consolidar al Potosí como polo de desarrollo de la producción de minerales. Un espacio, además, que si se ocupaba efectivamente posibilitaba la comunicación de América de Sur con Europa a través del Atlántico. Y entonces las exploraciones partieron. Lo hicieron desde Asunción, Chile y el Perú y sólo después de varios intentos frustrados por las resistencias nativas, se consolidaron, entre 1552 y 1593, un grupo de ciudades que hoy perduran siendo Salta una de ellas.

Los conquistadores que arribaron compartieron el afán por la riqueza fácil y el deseo medieval del feudo propio. Las posibilidades de satisfacer esos deseos contaba con algunas ventajas importantes: la experiencia militar constante de esos mismos y la ventaja de que el Estado español no garantizaba una presencia efectiva en el territorio, potenciando así las autonomías de hecho.  Pero esos conquistadores también compartieron un problema insalvable: la región no albergaba metales. La “civilización” resolvió la contradicción entre deseos y realidad de la peor manera: la codicia terminó concentrándose en la fuerza de trabajo indígena. Apelaron entonces a la “encomienda”. Esa institución hispana por medio de la cual la elite española se repartió indígenas a los que se obligaba a prestar servicios a cambio de velar por la evangelización del natural pagando los servicios de un sacerdote. Pero allí surgió el otro problema insalvable. Y es que los indígenas eran muchos pero no lo suficientes para saciar la infinita voracidad de los conquistadores. De allí que entre los “civilizados hombres de la conquista” se empeñaran en disputarse el botín con una ferocidad sorprendente.

Hernando de Lerma forma parte de esa lógica de codicia y brutalidad.  Primero echa mano de causas judiciales y pleitos a fin de arrebatar “piezas” previamente “repartidas”. La estrategia era común que la usara el gobernador que arribaba contra el gobernador al que venía a reemplazar. La razón última de esta particularidad es fácil de explicar: eran los gobernadores y sus seguidores, justamente, los que más se auto beneficiaban en el reparto de indígenas ni bien tomaban posesión del mando. Acá, una digresión se impone. Es necesaria para precisar que el conquistador, era también un deudor en tanto la corona le entregaba licencias para conquistar a su nombre, pero a cambio de que el conquistador costeara de su bolsillo la empresa. Los documentos que certificaban ese vínculo se llamaban “capitulaciones”. Por medio de estos contratos, el mercenario se comprometía a correr con los gastos de la “empresa”, mientras el rey lo autorizaba a recuperar su inversión con los frutos de la conquista. De allí que los conflictos entre el fundador de Salta Hernando de Lerma y el ex gobernador de la gobernación del Tucumán, Gonzalo de Abreu, lejos de representar un vicio de los tiempos representara una lógica macabra. Gonzalo de Abreu padeció causas judiciales, torturas, muerte y finalmente el arrebato de sus “indios encomendados” a manos de Hernando de Lerma.  Un Gonzalo de Abreu que anteriormente había sometido a su antecesor Cabrera a tratos similares. Y por eso mismo Hernando de Lerma correrá igual suerte y terminará sus días en una cárcel española.

De lo que se habla menos son de esos indígenas cuyo sudor y sangre permitieron amortizar las deudas al “civilizado conquistador”. Los muy correctos historiadores hispanistas sólo han hablado de esos indígenas para resaltar su ferocidad en la resistencia.  Nada raro: los señores civilizados son rápidos en condenar la violencia de los que se rebelan contra la dominación y justificar la violencia de los poderosos que someten a los débiles. Lo hacen en nombre del Orden o de Dios. Un ejemplo claro de esto último, lo representa el historiador tucumano Lizondo Borda quien, pretensiosamente, intentó leer la historia desde la mirilla de los pueblo originarios que se rebelaban contra la conquista. Llegó así a una conclusión estrafalaria: “estaba en Dios que ellos (los indígenas) debían ser vencidos y sacrificados hasta desaparecer con los demás indígenas, para que en otras regiones la otra raza levantase más pura una nueva civilización”. El extraño razonamiento ejemplifica una vez más una recurrencia de la Historia: cuando los hombres interpretan a dios, casi siempre lo hacen para justificar los actos más atroces.

En este nuevo aniversario de la fundación de Salta, habría que recuperar la voz de los sin voz de nuestra historia que fueron vencidos y sacrificados por su negativa a servir. Recuperar ese legado indígena cuyo mensaje trágico y heroico anuncia de que el derecho de  ejercer la propia libertad, lleva muchas veces inscripto la posibilidad real de entregar la propia vida. Recuperar esas voces, pero también recordar que en provincias como las nuestras, la salteñidad que el Poder reivindica es la de una elite subordinada a intereses extranjeros y que excluyendo los valores y sentires de los sectores populares derrotados, se volvieron extranjeros en su patria.