En Salta el pasado resurge como el dengue. Lo muestra la historia de Luis y Adolfo Güemes, quienes convencidos de que la ciencia modificaría la vida salteña dieron forma en 1924 a un organismo clave de salud pública que Sáenz y Romero buscan desmontar para celebrar al folclore. (Daniel Avalos)

El futuro de la salud pública en Salta tuvo en el año 1924 un punto descollante. Lo confirma la historia de los hermanos Luis y Adolfo Güemes quienes además de compartir el apellido ilustre por haber sido nietos del héroe gaucho, se entregaron con pasión a la ciencia médica que a fines del siglo XIX y principio del siglo XX prometía, de manera veraz y práctica, mejorar las condiciones de vida de los salteños.

Los secretos de esa disciplina estuvieron lejos de convertir a los Güemes en eruditos incapaces de revertir sobre los demás los conocimientos adquiridos; y la militancia política ayudó en ello. No sólo porque convirtió a Luis en senador nacional y a Adolfo en gobernador de la provincia, sino fundamentalmente porque a diferencia de los políticos que hoy quieren desmontar su legado, se rebelaron contra el estado de cosas que vivieron y se dispusieron a transitar el camino que los depositara en el futuro que aspiraban.

Una de las condiciones contra la que pelearon fue el paludismo que azotaba a Salta en aquellos años. Epidemias transmitidas por mosquitos que tenían como aliada a una ciudad surcada por ríos y canales mal tratados, lo que hizo de la población sin accesos a servicios elementales víctimas predilectas de esa enfermedad que antes de apagar las vidas sometía a las personas a los delirios de la fiebre y dolores que desgarraban los cuerpos.

En ese escenario Luis se recibió de médico en la UBA en 1873, obtuvo un doctorado en 1879 y partió a París donde recibió otro de la universidad de La Sorbona en 1887. Dos años después regreso al país para ejercer la profesión, ocupar la cátedra de Clínica Médica, ser designado miembro de número en la Academia Nacional de Medicina, acceder a una banca en el senado nacional en 1907 y finalmente desempeñarse como decano de la Facultad de Medicina de la propia UBA.

La trayectoria de Adolfo no fue distinta. Aunque varios años menor que Luis, también estudio en el Colegio Nacional de Salta hasta partir a la UBA donde se recibió de médico en 1898 con la tesis “Contribución al estudio de la policerosis tuberculosa”. Partió luego a París para doctorarse y retornó a la Argentina para incorporarse al Hospital Rivadavia. Militante de la UCR, celebró el triunfo de Hipólito Irigoyen y sus vínculos con éste ayudaron a concretar el trazado de las vías férreas del Huaytiquina hasta que, en 1922, fue elegido gobernador de Salta por ese partido, dando un fuerte impulso a la educación y la salud pública.

Para lo primero donó las muchas hectáreas en donde aun hoy funciona la Escuela Agrícola en la zona de la Rotonda de Limache. Para lo segundo contó con su hermano Luis que donó a la nación la hectárea donde hoy se levanta la “Palúdica”. Para encontrar los documentos que certifican la transferencia no hace falta protagonizar ninguna aventura investigativa. Alcanza con googlear los nombres para acceder a la escritura pública 216 de la República Argentina donde se dejó constancia de que el 24 de diciembre de 1923, Luis se presentó en el despacho del entonces presidente Marcelo Alvear y ante dos testigos informó que enterado del proyecto de establecer y construir una estación sanitaria en la ciudad de Salta, había dirigido el 12 de noviembre de ese año una nota al Departamento Nacional de Higiene donde formalizaba su voluntad de “donar para dicha obra la manzana”. Adolfo gobernaba la provincia desde mayo de 1923 y lo haría hasta mayo de 1925.

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El pasado

Al pasado, en cambio, lo transitamos hoy. Lo protagonizan tres hombres que a lo largo de 24 años aseguraron representar para la provincia un fluir hacia el futuro que ahora consistiría en desmontar lo que allí funciona para montar un Museo del Folclore.

Hablamos de Juan Carlos Romero, Gustavo Sáenz y Juan Manuel Urtubey. El primero retoma así la iniciativa que trató de llevar adelante en 1999, cuando el entonces presidente Menem quiso trasferir el predio a la provincia para que el entonces gobernador montará un centro turístico con museo incluido; el segundo se proclama dueño de la actual iniciativa que ya no cobijará a las momias de Llullaico como pretendía Romero sino atuendos gauchescos e instrumentos musicales; y el tercero aprueba el proyecto y confiesa que en 1998 desplegó enormes energías para gestionar el traspaso finalmente frustrado. La trama cuenta con un personaje foráneo: la diputada del Frente Renovador, Graciela Camaño, quien fue la que presentó el proyecto finalmente aprobado en la Cámara de Diputados.

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No son pocos quienes aseguran que el objetivo último de la iniciativa es el negociado inmobiliario. La versión incomprobable por ahora resulta verosímil por algunas variables importantes: las cifras siderales que ese negociado mueve en la provincia con la venia siempre diligente del poder político en el que los tres impulsores del proyecto  ocuparon cargos estratégicos. Conviene no olvidar, además, que la Palúdica al momento de ser donada se encontraba a la orilla de la ciudad lindando con los precarios barrios Chino y Nueva Pompeya, mientras hoy forma parte de una de las zonas más exclusivas y ´posee una extensión que desliza a algunos a cotizarla en 50 millones de dólares.

Lo indudable, en cambio, es que la apuesta por un museo explicita una rara valoración de las prioridades que anida en los protagonistas de la política local en tanto resulta evidente que un legado científico aplicado a la salud pública, pierde terreno ante los arrebatos telúricos de una salteñidad oficial que insiste en resaltar la singularidad de la comarca. Seres para quienes el paisaje vacío, la música que relata cómo un sapo le canta a la luna y los atuendos gauchescos sin extrañeces que degeneren la tradición, parecen ser más importantes que la lucha de los organismos públicos contra los males provocados por vectores como los mosquitos que resurgen justamente por falta de estrategias sanitarias y recursos que posibiliten el éxito de las mismas.

La guerra química de Sáenz

El más entusiasta soldado de la tradición es el intendente Sáenz. Durante la semana trató de ganar posiciones y declaró que el edificio contiene en su interior cargamentos de DDT. El movimiento tuvo su impacto. Y es que en un periodo en donde los compuestos orgánicos que se usaron para erradicar vectores son señalados ahora como tóxicos para el hombre y el medio ambiente, la declaración se pareció mucho a eso que en un conflicto bélico se identifica como guerra psicológica y tiene por objetivo restar base de adhesión civil al bando contrario.

Lo que Sáenz ignora o prefiere omitir es que ese insecticida fue empleado en el país a partir de 1945 cuando se comprobó su eficacia en la lucha contra el paludismo. La Dirección Nacional de Paludismo ordenó un año después una masiva campaña de pintado de paredes y fumigado de viviendas con el producto que según los historiadores de la salud pública, redujo la cantidad de afectados de 300.000 a poco menos de 1.000 en sólo un año. En 1955, fue la propia Organización Mundial de la Salud quien lanzó una campaña mundial basada en el uso de ese producto que en la década del 70 empezó a ser cuestionado por ambientalistas.

Es cierto, los que luchaban contra el paludismo en la década del 40 del siglo pasado estaban poco preocupados por las cuestiones ambientales aunque hay que tener sentido histórico, ese que nos aconseja que para criticar ciertas conductas hay que intentar ponerse en el exacto lugar en donde se produjeron las mismas, recoger todo lo que se conocía entonces y sobre todo aquello que se desconocía para emitir un juicio de valor. Y lo que se desconocía en los 40 y 50 de ese siglo eran justamente los fundamentos de las problemáticas ambientales.

De allí que lo criticable sea otra cosa: que desde 1973, cuando sí se empezaron a discutir los potenciales peligros del DDT, ningún gobierno haya ordenado retirar esos productos de ese edificio ocupado diariamente por trabajadores. Sin olvidar que entre el 73 y el presente año transcurrieron 44 años, 21 de los cuales encontraron a los tres promotores del museo del folclore ocupando cargos importantes en la provincia: Romero gobernando entre 1995 y el 2007 y Urtubey desde ese año hasta hoy aunque fue en el mismo año 95 cuando éste último y el propio Sáenz iniciaron sus carreras: el primero como secretario de Prensa del Grand Bourg y el segundo como presidente del Concejo Deliberante capitalino.

El futuro resiste  

Resabios de futuro persisten por estos días. Uno de sus representantes es el doctor Mario Zaindenberg, actual director de la llamada Palúdica. Fue él quien corrigió al propio Sáenz en cuánto al tiempo que el edificio contiene en su interior DDT no 20, sino 60 años. El médico atendió a Cuarto Poder en un alto de sus consultas pediátricas y con la paciencia propia que los años aportan nos dibujó sobre un papel las alas del edificio que aun funcionan y las que ya no. Entre las primeras se encuentra el depósito con DDT, un ala destinada al SENASA y el edificio central que desde hace años está surcado por grietas verticales y oblicuas. Entre las segundas se halla el ala que alguna vez estuvo dedicada a la nutrición infantil y otra que hacía de laboratorio de ese departamento.

El semblante de Zaindenberg es el típico de aquellos que padecen un dolor sereno por todo lo que se vive. El relato de su encuentro con el propio Sáenz -quien le aseguró que nada del edificio se tocaría sin consultársele a los trabajadores del organismo- y las palabras de un senador nacional que le aseguró que el tratamiento del proyecto se dilataría hasta un estudio más meticuloso del mismo, no le borran la mirada entre triste y resignada. En el fondo parece creer que la cosa está cocinada y que ellos no cuentan con las fuerzas que sí tenían en 1999 cuando enfrentaron exitosamente la arremetida de Menem y Romero.

La preocupación se entiende. No sólo Zaindenberg tenía casi 20 años menos en 1999, sino también en aquel entonces eran 270 los trabajadores que organizaron la toma del edificio mientras profesionales de la salud, trabajadores del estado y un sector de  la población se sumaban a sus reclamos. Hoy los profesionales no superan los 120 en toda la provincia y la mayoría poseen entre 55 y 60 años, mientras unos 15 que promedian los 30 años prestan servicios en condición de “régimen especial”, un eufemismo que, como todos, busca disimular la abierta precarización del trabajo. Los datos evidencian bien que con monitoreada paciencia el Estado nacional fue vaciando esa repartición de manera simple: no cubriendo las vacantes que los traslados y jubilaciones fueron provocando en un lugar que debe asistir a la provincia cuando surgen brotes epidemiológicos.

Para Zaindenberg parecen no haber dudas: las autoridades nacionales y provinciales parecen decididas a privarlos del apoyo con el objetivo de quebrarlos en su moral aunque insiste que él y sus compañeros no cederán a la autocompasión y lucharán. Lo hace sin el exhibicionismo de quienes gustan pavonearse de alarde físico, aunque convencido de que la defensa de sus puestos de trabajo y la situación que vive la provincia los desliza irremediablemente a ello. Lo primero se entiende fácil; lo segundo requiere de una aclaración que el medico resume así: “el resurgimiento de brotes epidémicos de enfermedades transmitidas por vectores en la provincia ocurre por una combinación de causas que incluyen el incremento de los viajes internacionales, factores climáticos, socio ambientales, el optimismo bobo de gobiernos que retiran recursos cuando ciertas enfermedades desaparecen pero luego reaparecen con más fuerzas y una carencia de líneas estratégicas de intervención”.

Hay políticos y políticos

Hay quienes abrigan esperanzas en que la figura de “donación con cargo” del predio al Estado nacional, impida a éste darle un uso distinto al estipulado en el momento de la transferencia. Los pesimistas, en cambio, aseguran por lo bajo que el texto de 1923 carece de un apartado que explicite esa condición. El ejemplo más ilustrativo al respecto puede visualizarse en otro conflicto en boga en la provincia: las 32 hectáreas que hoy usurpa la bodega francesa Pernord Ricard en Cafayate.

Detallar el litigio que de jurídico devino ya en político sería largo de explicar en estas líneas, aunque existe un elemento que da cuenta del por qué sigue su curso: se trata de una porción de tierra donada al municipio calchaquí por medio de una nota del 8 de septiembre de 1962 donde, la “Sucesión” de Arnaldo Etchart escribió: “Tenemos el agrado de dirigirnos al señor director [de Aeronáutica Provincial] a efectos de formalizar la donación de un campo de nuestra propiedad, destinado a pista de aterrizaje de ésta localidad” aclarando además que “dejamos expresa constancia, que en caso de desvirtuarse el objeto de esta donación, la misma será de ningún valor, debiendo restituirse el campo a sus actuales propietarios, herederos o sucesores”.

Tal especificación no aparece en los documentos con que Luis Güemes transfirió el predio a la nación para dar lugar al decreto del presidente que aceptó “la donación (…) de una manzana (…) que dependerá del departamento Nacional de Higiene”. Seis años después y cuando Hipólito Irigoyen aún no había sido derrocado por el Golpe encabezado por el salteño de triste memoria, Félix Uriburu, se inauguró allí la estación sanitaria que cobijaba los departamentos de Higiene, Profilaxis y Paludismo; contaba con áreas de internación y consultorios externos; centros de vacunación contra enfermedades tropicales; e incluso un crematorio para personas fallecidas por enfermedades infecciosas que carecían de familias: una herejía aun para tiempos como los que corren en donde la iglesia prohibió a sus feligreses, el pasado 1º de noviembre, esparcir, guardar o dispersar las cenizas por considerarlas prácticas panteístas, naturalistas o nihilistas.

Ese legado moderno de los hermanos Güemes nacido de las posibilidades que da la ciencia para alentar nuevas descubrimientos que puedan servir para mejorar las condiciones de existencia, sucumbe ante una tradición fosilizada y gastada que de ser tan importante para Juan Carlos Romero y Gustavo Sáenz, debería deslizar a los mismos a donar alguna de sus muchas propiedades a fin de que el museo regocije a los turistas y a la gauchocracia selecta que hace del atuendo gauchesco un signo de distinción.