Asociadas las Fiestas del Milagro al jesuita José de Carrión, quién durante los terremotos de 1692 rescató la imagen del Cristo olvidado para atemperar el castigo divino, repasamos la historia de la orden aproximándonos al accionar de misioneros que actuaron en la provincia durante el siglo XVII. (Daniel Avalos)

Érase una vez un jesuita que ingresó a la Compañía de Jesús en su Nápoles natal en 1587, dos años después de que la Orden arribara a la antigua gobernación del Tucumán. Ese jesuita cuyo nombre era Juan Darío, llegó a estas tierras en 1599 para no irse nunca más y morir en Santiago del Estero un 8 de junio de 1633. Otro jesuita, de nombre Diego de Boroa, describió así la agonía del napolitano: “Comenso luego a desvariar con la fuerca de la calentura y entonces se mostraba sin libertad por la boca lo que mas estava en su alma. Todo era recar salmos, echar absoluciones y reprender los vicios comunes de los indios”. El párrafo se redactó en la Carta Anua de 1635, esos documentos que los provinciales jesuitas remitían a los Generales de la Orden que así se informaban de la situación de la provincia jesuítica en su conjunto, los avances logrados por la Compañía en el nuevo mundo y de los misioneros muertos a partir de una sección necrológica presente en las Cartas finalmente publicadas en dos tomos por la Biblioteca del Congreso Argentino en 1928.

Si acá recuperamos la descripción que Boroa hizo de los últimos momentos de Juan Darío, ello obedece a que esa agonía pincela bien el espíritu de la Compañía que en 1692 jugará un rol protagónico en eso que hoy llamamos las Fiestas del Milagro. Diego de Boroa, además, había conocido a Juan Darío. Juntos habían misionado los valles calchaquíes predicando entre diaguitas que, reacios a abrazar el catolicismo, provocaron que frustrados evangelizadores los maldijeran hasta en el lecho de muerte. He allí, una característica central de esos jesuitas: hijos directos de la Reforma Protestante que hirió de muerte al ideal del Imperio Universal cristiano, se percibieron como guardianes de la ortodoxia católica y cruzados contra toda creencia que amenazara el monopolio del catolicismo como religión: musulmanes en oriente; protestantes, judíos y brujas en Europa; negros, hechiceras y también judíos de América; e indígenas americanos que aferrándose a sus antiguas creencias, fueron catalogados de idolatras por adorar “cosas” en sentido general (sol, luna, tierra, agua, ríos, etc.) y objetos de invención humana (ídolos, estatuas, muertos).

Lo uno y lo otro constituía una ofensa inaceptable a Dios y por ello mismo debía extirparse. Juan Darío y Diego de Boroa fueron parte de esa empresa. Lo confirma una Carta Anua de 1612 redactada por el Provincial de entonces Diego Torres que resalta el valor de ambos quienes en el desolado Tucumán no podían actuar como los jesuitas peruanos que yendo de un poblado a otro con sus respectivos jueces, notarios y fiscales; con mucha pompa dictaban edictos de gracia, iniciaban pesquisas e interrogaban y torturaban sospechosos hasta que al fin dictaban una sentencia que ejecutaban en medio de quema de santuarios e ídolos indígenas. Diego de Boroa y Juan Darío, decíamos, carecían de esos recursos pero no del celo extirpador “…pasaron con su mision a los diagitas que son mas desamparados y los mas infieles y los que no lo son no tienen mas que el nombre de cristianos (…) pasaron los padres a otros pueblos desta misma nacion y por no repetir las mismas cosas, que en esta y otras misiones hemos dicho baste decir que se ejercitaron los mesmos ministerios catequizando y confesando muchos, bapticando mas de cincuenta, los mas adultos, de los quales, ha sido nuestro señor servido llevarse para si algunos. En el camino toparon con dos mochaderos que son donde los ydolatras ofrecen algunos dones a sus ydolos para alcanzar dellos buen viaje y para otros fines echaronlos por el suelo y pusieron en su lugar dos cruzes y hincados de rodillas las adoraron diciendo el hymno de Vexila Regit Prodeum Ett para que fuese adorado el verdadero dios donde hasta allí habia sido ofendido”.

Curiosamente, en todas las cartas se resalta el amor y el compromiso que los extirpadores establecían con los indígenas a los que sometían y humillaban. Una lectura atenta de los documentos muestra otra cosa: que el compromiso del jesuita no eran con el “otro” sino con el mensaje que difundían. De allí que la valoración que tenían del indígena dependiera de la actitud de éste ante el mensaje: al converso se lo ama, al pagano se lo bestializa. Operación clave de los colonizadores de todos los tiempos que así logran varios y relacionados objetivos: privar al pagano de condición humana, excluirlo por ello mismo de los derechos que los humanos sí gozan y -convenciéndose de la semianimalización de los condenados- someterlo a maltratos aminorando la culpa que casi siempre provoca maltratar a un semejante. Mano dura que no acompleja a sus ejecutores como puede leerse en otra Carta Anua, la de 1620, redactada por otro provincial, Pedro Oñate, que relatando las peripecias de sus enviados al antiguo pueblo de San Carlos en la actual provincia de Salta informaba que ante un indio que no quería confesarse, sus subordinados le dijeron “yo os doy mi palabra que y moris sin confesion os hemos de echar a los perros que coman vuestro cuerpo y envie al padre Oratio (…) que le dijo lo mesmo y con esto el yndio se dispuso para la mañana y se confeso muy bien”.

El accionar trasciende el simple arrebato porque el mismo es racionalizado: las idolatrías persistían tras un siglo de evangelización porque los hombres estaban inclinados naturalmente al mal, los indios aún más y los cristianos bien intencionados se equivocaban. Lo último es ejemplificado por el propio Diego de Boroa cuando en 1616 remitió una carta a un superior para explicarle que el fracaso de ciertos religiosos del Paraguay en la conversión de indígenas obedecía a que “Los padres siguiendo el consejo de San Gregorio Magno iban con blandura y poco a poco (…) tratándolos como niños en la fe…”. Hacía referencia a ese religioso que viviendo en el siglo VI, aseguraba a los religiosos que evangelizaban el norte europeo que la conversión debía ser gradual, apelando a la convicción y evitando el uso de la fuerza.

Habrá que admitir que el compromiso de los jesuitas con el mensaje se corporizó también en ellos. Eso explica el largo obituario dedicado a Juan Darío. El que lo escribió estaba convencido de que el homenajeado debía ser un ejemplo a imitar por los miembros de la Orden. Por ello hilvana un relato que no evidencia la realidad de los hechos pero sí  lo que los jesuitas creían de sí mismos y esperaban de sus miembros. Y así presentó a Juan Darío, como un hombre que siendo joven se desengaño de la vida terrenal y se entregó a Dios ingresando a la Compañía en 1587. Sólo entonces comienza la vida verdadera de quién desembarcara en Perú en 1598 y un año después llegara a estas tierras donde misionó, recompuso enemistades y fundó colegios jesuitas como el de la ciudad de Salta.

Los pasajes del obituario son curiosos en su mayoría aunque uno sobresale: el que asegura que Juan Darío vivió libre de pecados. Tamaña virtud debe explicarse y al hacerlo, el escriba pincela creencias arraigadas en aquellos católicos al afirmar que la virtuosidad de Juan Darío obedecía a que fue amamantado por una abuela que con la leche, le transmitió la devoción por la religión. Concepción común entonces y que sirvió para explicar la maldad incorregible de los calchaquíes que tenían “connaturalizados sus errores y sus vicios (…) como otros turcos no se rigen por racon ni aguardan a ella cerrandose en aquello que le enseñaron sus mayores y curacas”.

Y entonces Diego de Boroa “colige” -deduce- que la pureza del muerto era un designio del Señor y así “conservo sin mansilla su pureca virginal en lo florido de su edad en medio de las abominaciones del siglo”. Muerto que por supuesto conoció de flagelaciones purificadoras aunque no para expiar las culpas propias sino las ajenas: “manconuba consigo (…) y dando contra su cuerpo inocente la vengava en sí mismo”. Así lograban los jesuitas resistir a las maquinaciones de un demonio que para ellos era tan real como el dios por el que luchaban. Tampoco había aquí improvisación alguna. Siguiendo las enseñanzas del fundador de la Orden, Ignacio de Loyola, practicaron los “Ejercicios Espirituales” sometiendo el cuerpo al ayuno y a las flagelaciones siempre acompañadas por oraciones, misas o cantos que se intensificaban ante la proximidad de alguna misión. “Ejercicios” que debían mantener el fervor espiritual y evitar la relajación de costumbres que era otra variable central de la Compañía en aquel siglo: percibirse como la renovación hacia el interior de una Iglesia que moralmente relajada asqueó al rebaño europeo que se inclinó a los protestantes. Convencidos de ser los soldados mejor preparados para servir a Dios, los jesuitas se entregaron también a una rigurosa preparación intelectual que los proveyó de una mirada etnográfica sobre los pueblos con los que se topaban y del que casi siempre  aprendieron el lenguaje para garantizar conversión.

Todo ello, según los jesuitas, les garantizaba el favor de Dios que para ayudarlos se valía de un medio que luego será central en el origen de las Fiestas del Milagro: justamente el “milagro”, ese hecho sobrenatural que acaecido por intervención divina hace posible algo que terrenalmente no lo es. Pero el milagro mayor finalmente no ocurrió. Los calchaquíes no sólo se resistían a la conversión; también se rebelaron contra el orden español. En medio de una geografía donde los marciales cardones parecen vigilarlo todo, en un escenario gigantesco donde los caminos de hoy serpentean entre montañas que a veces parecen acercarse y otras huir del viajero, los calchaquíes se alzaron en armas durante años. La última de todas empezó en 1656 y duró casi diez aunque el triunfo conquistador fue rotundo. Miles de alzados muertos. Otros miles repartidos en pequeños grupos entre encomenderos de la región o en lugares tan alejados como la Quilmes de Buenos Aires donde la raza orgullosa terminó sus días con la mirada mansa, indiferente al mundo exterior y viviendo como si el existir fuera un mal hábito del que no se podían librar.

Con el fervor intacto, los jesuitas concentraron fuerza en regiones donde otras condiciones y otras características de los pueblos originarios se combinaron para producir la obra gigantesca de la que aun hay resabios arqueológicos en la actual provincia de Misiones. Acá, al parecer, fueron viendo cómo la relajación de las costumbres en las ciudades españolas provocaron unos sismos que otro jesuita, José de Carrión, aseguró que acabarían si se recuperaba la devoción.  El “milagro” finalmente ocurrió entre los blancos de entonces. El golpe mágico disciplinó al rebaño descarriado que se convenció de que era acechado por un Dios vengativo y cruel cuyos designios eran administrados por la Iglesia