La coyuntura electoral confirmó que entre varios políticos, las deidades son múltiples aunque la figura demoníaca una sola: Cristina Fernández. Además del espanto, esos políticos comparten una esperanza: en diciembre la maléfica mujer pierde el control del Estado y ello inauguraría una era de republicanismo redentor. (Daniel Avalos)

Si la creencia es sincera, no lo sabemos. Lo evidente, en cambio, es que esos políticos explicitan lo que vivencian como una  bienaventuranza en cuenta entrevista realizan. Desde la sobria Margarita Stolbizer que pidió celebrar que el 11 de diciembre ya no estarán los que hoy están aún ganando Scioli, pasando por el incendiario Julio Bárbaro que asegura por todos los canales de que el avance de lo peor culmina en esa fecha, siguiendo por los supuestamente castos conductores de TN que aliviados informan que con Scioli, Massa o Macri las reglas de juego cambian para bien de todos, y hasta el propio Urtubey que el jueves anterior a las PASO aseguró en un programa local que el 10 de diciembre la lógica kirchnerismo – antikirchnerismo deja de existir.

El objeto de estas líneas es preguntarse si eso que la heterogénea constelación opositora anti K presenta como el paso del infierno al cielo tiene sustento político – terrenal. Convendría relativizarlo. Esencialmente porque el axioma que sustenta la profecía funciona para algunos gobiernos pero para otros no. Ese axioma es el siguiente: sólo el control del Estado y el manejo de recursos posibilita adhesiones siempre circunstanciales por ser hijas de viejas pero eficaces estructuras para el manejo pleno de aparatos y terrenos electorales. Sin ese Estado, piensan los políticos mencionados y muchos otros, cualquier actor destacado de la política nacional está condenado a perder centralidad para luego presenciar cómo el apoyo que había concitado se disgrega más o menos rápidamente. Ocurrido esto, el círculo vicioso se reinicia: el nuevo conductor del Estado adquiere centralidad, manejo de recursos, control de aparatos electorales y adhesiones circunstanciales. Del razonamiento también participan aquellos que Mauricio Macri definió como el círculo rojo y que en lenguaje llano son los poderes fácticos del país. Sectores que no descartan al mismo Scioli como persona encargada de librarlos del mal kirchneristas porque después de todo, ese círculo rojo sabe bien que la historia del peronismo no desconoce de experiencias de ese tipo: elites partidarias que habiendo sido partes de la gestión comandada por el mismísimo Perón, pretendieron luego arrebatarle la conducción aprovechando la ausencia forzosa del líder en nombre de la reorganización y vitalidad del movimiento.

Con Perón vivo, el razonamiento no se materializó y los neoperonismos de derecha e izquierda nunca pudieron concretar el objetivo. Con Cristina Fernández de Kirchner tampoco parece que los neo o post kirchnerismos vayan a concretarse con la facilidad que la expresan quienes aseguran que en diciembre la historia da una vuelta de página que dejará atrás al kirchnerismo en general y a Cristina en particular. Si eso es así, obedece a que las figuras de Perón y Cristina comparten algunos rasgos que trascienden al mero manejo de estructuras electorales y políticas clientelistas. No son pocos, incluso, lo que sentencian sin complejos que así como el peronismo trastornó el orden oligárquico incorporando al goce de derechos políticos y sociales a miles de desamparados, explotados y perseguidos; el kirchnerismo trastornó el orden neoliberal recuperando el poder del Estado como órgano regulador, revalorizando a la política como dimensión que busca disciplinar al capital sin que ello suponga un programa anticapitalista, y reincorporando al sistema a millones de argentinos que el mercado se había encargado de vomitar. Que la naturaleza y la intensidad de los procesos mencionados deba ser analizada con mayor rigor para evidenciar las diferencias existentes entre ayer y hoy, no nos impide enfatizar que cualquiera que reniegue del modelo neoliberal podrá sentirse autorizado a discutir la profundidad de los cambios K, el ritmo de los avances y hasta la naturaleza de muchas medidas; aunque no podrá negar el indudable giro progresista de estos doce años con respecto a lo anterior. Tampoco podrá negar otras semejanzas. Por ejemplo esas operaciones semánticas y de fuerte contenido político que caracterizaron a esas dos experiencias: ponerle un signo positivo a las acusaciones de carácter negativo propinadas por los adversarios de turno –“cabecitas negras”, “descamisados”, “pingüinos”, “mierda oficialista”– que además de ubicar a los que desenfundaron la descalificación en el bando de los “otros” absolutos, creaba y reforzaba las identidades hacia el interior del espacio K. Aspectos materiales, políticos y semánticos que inclinaron a intelectuales que siendo críticos de la experiencia por izquierda, se vieron obligados a admitir que ese kirchnerismo logró reactivar una ideología que muchos vimos como agotada tras el menemismo o al menos reducida a existencia residual: la de un peronismo asociado a la promesa de liberación aun cuando ese kirchnerismo apele poco a la figura del viejo líder y mucho más a la militancia juvenil setentista. (Carlos Altamirano: “Peronismo y cultura de izquierda”)

De allí algunas cosas que habrían resultado increíbles hace una década: la popularidad de una mujer que tras doce años de ser pieza central de un proceso político, deja el gobierno con un inédito índice de popularidad; que puede permitirse presumir de resultados electorales muy superiores a los cosechados por el mismo Scioli hace una semana pero también a los de cada gobernador justicialista en cada uno de sus provincias. Cristina Fernández devenida en personalización de una determinada voluntad y fin político impermeable a disquisiciones pedantes sobre estilos y formas que en el fondo buscan evadir el fondo de la discusión. Una dirigente que en ocho años logró despertar fantasías y a su vez, dar forma concreta a las pasiones políticas de personas de carne y hueso. Fenómeno que la izquierda clásica anhela para el partido del proletario, pero que en esta Latinoamérica de populismo latente se personifica en personas reales y concretas.

En todo ello radica el deseo de quienes disputan el Estado para que el cambio de gobierno evapore un liderazgo consolidado que de quererlo, podría vetar políticamente las iniciativas de los otros para horadar prestigio. Una especie de espectro que aún sin proponérselo susurrara que aquello que se haga o deje de hacer, no puede atentar contra la orientación general que ella le imprimió al proceso. No es poca cosa. Es la confirmación de que aun careciendo de cargo formal y presencia física en las futuras mesas de negociación, tendrá chances influir en esas mesas de discusiones. Que varios cuadros políticos y técnicos de su propio riñón queden ocupando cargos parlamentarios se lo garantiza. Cristina, en definitiva, se ha convertido a futuro en una amenaza real para quienes queriendo ser presidentes, como buenos argentinos están convencidos que su plan de gobierno requiere de ocho y no cuatro de gestión y siempre aspiran a una reelección. Allí radica el carácter de la presidenta como hecho maldito de la política criolla inclinada a las relaciones carnales con los poderosos. Por lo dicho, pero también porque un porcentaje importante de la sociedad ha desarrollado lealtad política en torno a su figura; otro tanto puede no sentir inclinación por ella aunque ya le reconoce capacidad para guiar y liderar procesos; y otros tantos que anhelando la revolución, han concluido que en una eventual y futura disputa por la máxima autoridad de país siempre limitadas a quienes tienen posibilidades reales de ejercer el Poder, lo mejor sería cortar boletas si el que el infierno real que se vivió en el 2001 amenaza con volver.