Mientras escribimos estas líneas, un exgobernador, un exministro de la anterior y actual gestión, senadores, diputados, concejales y conductores mediáticos que quieren ser lo primero, lo segundo o lo tercero… preparan programas de radio o televisión con los que pretenden recuperar o ganar votos. (Daniel Avalos)
Todos los involucrados comparten una certeza: son los medios el mejor atajo para desembarcar o retener un sitial en alguno de los poderes del Estado. Se trata de un fenómeno que ya tiene algunas décadas, pero que ahora se ha convertido en una moda que de tanto emplearse en nuestra ciudad, carece de toda sustancia real. De allí que algunos creamos estar frente a la presencia de un ejercicio extemporáneo. De esos que, habiendo dado resultados en otros tiempos y con otros personajes, están ahora condenados al fracaso en lo que a búsqueda de adhesión civil-electoral se refiere. Tratemos de argumentar la sentencia. Para ello recurramos a la historia y al presente mismo. Para el primer caso, detengámonos en el momento fundante de la relación entre radio y construcción política: Perón. Y es que muchos recuerdan el uso que el fundador del justicialismo hizo de las radioemisoras mientras era presidente de los argentinos, pero muchos de esos muchos olvidan que el vínculo entre él y la radio empezó antes. Más precisamente en 1943, cuando con una frecuencia desconocida hasta entonces empezó a visitar las radioemisoras para protagonizar brindis, inaugurar estudios, difundir políticas de gobierno y para dar discursos altamente politizados, como el del 1º de mayo de 1944, en el que se presentaba ya como actor político redentor de las masas. Claro que entonces había algunos elementos que hoy no existen: la radio como medio de comunicación, por ejemplo, era toda una novedad; las visitas de Perón a ellas eran el objeto de las noticias mismas; y Perón tenía algunas cosas importantes para decir, al punto de haber marcado la política nacional desde entonces hasta nuestros días.
Por las diferencias abismales de contexto, conviene comparar el auge de los candidatos-conductores con los procesos presentes y locales. El ejercicio nos mostrará algo similar: que la ocurrencia presentada como estrategia político-comunicacional por los candidatos de hoy, también es extemporánea. Y es que, pretendiendo hacer uso de las lógicas de la denominada postpolítica, esos candidatos se han convencido de que sólo lo que se instala en los medios adquiere entidad para los votantes. Imposible negar que eso efectivamente está ocurriendo, pero convendría precisar que el exgobernador, el exministro, los senadores, diputados, concejales y conductores mediáticos que aspiran a serlo, olvidan que la estrategia sólo da resultado con aquellos que se han convertido en celebridades. Y las celebridades, sabemos, son aquellos que adquirieron fama a partir de años de carrera en shows mediáticos. Esa lógica, trasladada a la política, es en sí misma perversa. Sobre todo porque instala como cierto algo que no lo es. Que los medios garantizan cosas que las instituciones no: justicia, reparaciones, atención. Pero como la perversidad no implica carencia de inteligencia, y como esta última no siempre está asociada al bien común, la mecánica ha sido exitosa en muchos casos y ha llevado a muchas celebridades a ocupar espacios del Estado a partir de la popularidad alcanzada en un ámbito ajeno a la política. Guillermo Durand Cornejo, en Salta, es el ejemplo paradigmático de ese éxito y esa lógica perversa. Lo primero se ilustra con el caudal de votos con el que cuenta. Lo perverso, en cambio, se puede pincelar con esa insólita condición de un hombre que, habiendo desembarcado de los medios a la política, insiste en presentarse como un no político que impugna a las instituciones del Estado por no resolver los problemas de la población, aun cuando él forma parte de ese Estado.
A Durand Cornejo, precisamente, es al que pretenden emular los candidatos devenidos en locutores radiales, o los conductores televisivos convertidos en candidatos. No podrán hacerlo. Entre otras cosas porque la lógica requiere del éxito televisivo que Andrés Suriani, por ejemplo, nunca tuvo; o de un tiempo sostenido en los medios que Romero, Fortuny y los otros nunca le dedicaron. Así las cosas, sólo el pionero en el uso de esa estrategia puede presumir de exitoso. Nos referimos, obviamente, al presidente de CODELCO, que se hizo famoso conduciendo un programa televisivo durante años. Programa que lo catapultó nada menos que a la Cámara de Diputados. Programa también que logró ocultar lo que realmente es: un personaje conservador, administrador de un partido político unipersonal, similar a los del siglo XIX y cuyo éxito mediático-político ha sido posible por la descomposición de un tipo de política en donde la relación orgánica entre partido y sectores sociales, estaba dada por vínculos ideológicos y políticos. ¿Cuál es el hecho teórico que se extrae de esto? Que la condición de posibilidad de que los medios se convirtieran en el atajo hacia la política, es que la política que antes congregaba a los ciudadanos a la plaza ya no existe, y que las plazas se vaciaron. Por estricta cuestión de espacio, no podremos aquí explicar cómo esa política colaboró con ello. Deberemos conformarnos con señalar que los partidos tradicionales tiene sus enormes responsabilidades y que el auge de la llamada postpolítica se consolidó en los 90. Una de las primeras manifestaciones de ello, fueron los actos-caminatas. Esa práctica en donde los candidatos que no podían convocar a las masas a los actos fueron en busca de ellas paseándose por los barrios y estableciendo un contacto móvil y efímero con la gente. El candidato que ahora emplea la radio o la televisión para contactarse con los votantes protagoniza una fase superior de esa lógica, y en esa condición radican las semejanzas entre los que pretenden buenas performances electorales desde un lugar en los medios: ninguno de ellos proviene de una militancia barrial; tampoco de las unidades básicas o casas radicales; y menos de la militancia universitaria. Por eso mismo, cuesta imaginarse a Juan Carlos Romero, Guillermo Durand Cornejo, Andrés Suriani, Rubén Fortuny y a tantos otros en una marcha callejera con el bombo a cuestas, vinchas partidarias y arengando con el puño alto y cerrado por la gratuidad del boleto estudiantil, exigiendo incrementos salariales, gritando “Patria sí, colonia no”, o el cada vez más ausente eslogan de “No al pago de la deuda externa”.
Es lo lógico. Esos hombres y mujeres desembarcaron en la política desde las empresas que administraban, los programas televisivos o desde las urbanizaciones privadas. A ellos no les agradan las congregaciones sudorosas. Menos las impaciencias y el poco buen gusto con el que se manejan las gentes sencillas de costumbres sencillas, personas que, debiendo sobrevivir día a día, se fueron acostumbrando a avanzar por las calles a los codazos. A ellos les sientan mejor los encapsulados y pulcros estudios televisivos y radiales, en donde el éter o la señal de cable los separa de la mass media a la que, sin embargo, pretenden interpelar. Desde allí pretenden establecer contacto con Doña Rosa y Don Pancho. Esos salteños medios convencidos de lo que podríamos denominar democracia – fiscalista, los que creen que por sólo pagar impuestos, merece que todo el Estado ponga en primer término lo que el fiscalista ciudadano consideran sus derechos humanos indiscutibles. Homo fiscalista que siempre ve en las políticas institucionales y en las deliberaciones una pérdida de tiempo. Evitemos la ingenuidad de espiritualizar y subliminar a la pobreza y defender la tesis de que Doña Rosa y Don Pancho no existen entre los pobres porque, Doña Rosa y Don Pancho, constituyen una manifestación cultural que atraviesa a todos los sectores. Son parte constitutiva de la cultura nacional y provincial. Hombres y mujeres que, independientemente, diría un marxista duro, de la lucha de clases y las contradicciones económicas entre los distintos sectores de la producción, comparten valores, costumbres, creencias y prejuicios que los vuelcan a una moral miniaturizada que pone en primer lugar lo propio, sin preguntarse a quién o a quiénes perjudicaría la satisfacción de esa demanda. A ese sector, justamente, apuntan preferentemente todos los candidatos-locutores que hoy hacen uso del éter y las señales de cable. Lo que no todos esos actores entienden es que, para ganarse el corazón de ellos, el vínculo mediático debe trascender a una simple coyuntura electoral.
Y así las cosas, estando como estamos pegados a las pantallas de televisión, o con las orejas atentas a lo que el dial de la radio nos entrega para anestesiarnos, algunos podemos concluir, aun a riesgo de los seguros encasillamientos, lo siguiente: que el revivir de las movilizaciones públicas que ha impulsado el kirchnerismo en los últimos años representa una brisa refrescante. No por la nostalgia setentista en la que suelen caer los psicobolches que insisten en convencernos de que todo lo maravilloso ya sucedió y nunca más sucederá; sino por una disputa política concreta en cuanto a concepciones y prácticas políticas se refiere: la de ver en esas movilizaciones públicas una materialización concreta, reconocible y localizable que es la antítesis de la postpolítica reducida a fenómeno mediático.