Una idea comparten miles de salteños: la educación está en crisis. Hay quienes dicen, no obstante, que la sentencia es hija de fórmulas ideológicas y generalizaciones sin pruebas. Un informe de UNICEF sobre Salta vino a refutar esa impugnación al verificar empíricamente la profundidad de la crisis educativa. (Daniel Avalos)

Muchas páginas y docenas de cuadros estadísticos que confirman que el fracaso es grande. Gonzalo Teruel se encargó de mostrar esas cifras en la nota “Condenando al futuro”, por lo que acá nos preguntaremos sobre el porqué de semejante fracaso. No es un ejercicio original. Muchos se preguntaron y respondieron al respecto: la culpa es de la política; del poco presupuesto y la correspondiente precariedad edilicia; la falta de vocación docente; la incomprensión, falta de adaptación o saturación de las nuevas tecnologías de la comunicación… La lista de explicaciones no se agota allí porque es enorme, aunque hay un elemento que atraviesa a todas las explicaciones: el crónico desinterés de los estudiantes secundarios por la escuela.

Y allí delimitamos un poco más el objetivo de estas líneas: alegar a favor de ese estudiantado no solo para amortiguar sus culpas, sino también para señalar las culpas de los adultos: desde el gobernante que diseña políticas educativas hasta al docente que transfiere al estudiante el bagaje cultural que la humanidad produjo a lo largo de su historia. Es cierto que el grado de responsabilidad es mayor para el primero, pero ello no expía de responsabilidades al docente que es un profesional remunerado, uno que fue acumulando saberes y competencias orientadas a formar adolescentes. Docentes que, sin embargo, no pocas veces concluyen que el fracaso educativo se explica por la apatía juvenil. Una interpretación que evita la angustia de sentirse parte del fracaso, pero aborta la posibilidad de bucear en aguas profundas que permitan descubrir los secretos que explican el caos de la superficie. Uno de esos secretos lo reveló el pediatra Abel Albino. Es el fundador de CONIN, la fundación que lucha contra el hambre y que instaló un centro en el municipio salteño de Morillo. Al hablar de los efectos que la desnutrición provoca en los niños, Albino dijo: “La desnutrición es el resultado final del subdesarrollo, genera pobre cableado neurológico y su consecuencia es la debilidad mental (…) Ese niño estará condenado de por vida, no tendrá posibilidades de aprender y, por ende, estará condicionado al desempleo y subempleo, repitiendo el ciclo de miseria, pobreza desocupación y subdesarrollo del cual fue víctima”.

Leyendo esas 54 palabras uno se pregunta: ¿cuántos de los muchos estudiantes secundarios que UNICEF identifica como con sobreedad, sin comprensión lectora o directamente excluidos del sistema, tenían un año en los años 2000, 2001 y 2002? La elección de esos años no es desinteresada. Fueron años en que el país y la provincia se deshilachaban; en donde la tasa de desocupación en nuestra ciudad era de un alarmante 17,1%, aunque en Mosconi y Tartagal alcanzaba el escalofriante índice del 42,8% (Maristella Svampa: Entre la ruta y el barrio); épocas de cortes de rutas; asentamientos precarios; de niños, madres, padres y hasta abuelos alimentándose en comedores barriales que vivían de las donaciones o de lo que grupos piqueteros conseguían de los súper con cara de poco amigos. ¿Cuántos niños que crecieron así son los que ahora con 14, 15 ó 16 años han fracaso escolarmente?

Y a esa primera pregunta le sigue una segunda: ¿se acabará el fracaso escolar en el futuro inmediato con niños que siguen creciendo en condiciones alarmantes? Volvamos a los datos estadísticos. Tomemos para ello el caso de Morillo, la localidad en donde CONIN instaló un centro. El censo 2010 dice que el departamento del que Morillo forma parte (Rivadavia) cuenta con 6.656 viviendas. De ellas, 2.412 son ranchos y otras 465 son casillas en las que viven 13.462 personas: el 45% de la población. Si alguien cree que las 16.540 personas restantes escaparon de la pobreza porque viven en alguna de las 3.711 casas, se equivoca. De los 7.154 hogares (tecnicismo censal para identificar familias nucleares que pueden habitar una misma construcción) que viven en casas, solo 1.472 cuentan con sanitarios con descarga de agua, mientras los restantes 5.682 carecen de ese tipo de descarga y retrete. De esos hogares, 4.825 no contaba con heladeras (67,5%) y 6.681 no tenían computadoras (93,5%). El nivel de desnutrición llegaba al 10% según el Anuario Estadístico 2012 publicado por el gobierno provincial, porcentaje similar al de las personas mayores de 10 años que no saben leer ni escribir: 2.384 sobre una población total de 21.981. Ciudades más populosas cuentan con datos parecidos. Orán, por ejemplo, tenía en el 2010 138.879 residentes nucleados en 31.859 familias que habitaban 29.100 viviendas: 22.436 eran casas, 562 departamentos, 2.164 ranchos y 3.588 casillas. El 78,39% de los hogares (24.974) no poseía computadoras; el 82,32% (26.226) no contaba con teléfono de línea y el 4,38% de los mayores de 10 años era analfabeta; otro 34% de los hogares (10.082) habita lugares sin descarga de agua; y el 23% de esos hogares (7.355) carecía de heladeras allí donde el calor y la humedad se ensañan con los alimentos.

Conclusión: nuestra provincia hace décadas que empuja a enormes sectores a estadios de vida casi primitivo: la de hombres y mujeres, diría Hegel, que dejan de desear deseos que es lo propiamente humano, para desear cosas – comida por ejemplo – que deben devorar para seguir viviendo. ¿Cuál es la importancia que puede tener la Historia, las Matemáticas o el Inglés en un escenario así? ¿Qué sentido puede tener entre esos comprovincianos la escuela cuando sus estómagos se parecen a un plato hundido? ¿Quién podría condenar a esos niños o jóvenes que solo ven en la escuela el lugar donde pueden comer algo que impida que el hambre se coma la fortaleza innata que poseen. Entramos así a la cuestión del “sentido” de la escuela. Conviene entonces precisar la cuestión y decir que el sentido de algo proviene de que ese algo – la escuela – esté inscripto en una trama de hechos y sucesos que los jóvenes consideren que conduce a un horizonte deseable. Dicho esto, afirmemos que la escuela no posee para miles de jóvenes el sentido que tenía para otras generaciones. Una cuestión que trasciende al hambriento porque alcanza a quienes, no padeciendo hambre, carecen de la certeza con la que crecimos muchos: la educación como herramienta imprescindible de una movilidad social ascendente que solo es posible cuando una sociedad espera a la juventud con un lugar en su seno.

La literatura puede aproximarnos a ese tipo de sociedad que hoy el mercado ha desplazado. Pidamos para ello el auxilio de Roberto Artl y su novela El juguete rabioso, de 1926, en donde narra la vida de Silvio Astier y su anhelo juvenil: ser un bandido de alta escuela. Es un joven como muchos, cree que la vida adulta es la antítesis indeseable de una juventud maravillosa a la que hay que dilatar. Astier pone empeño y ciencia en sus andanzas de poca monta y gremializa a sus amigos en una logia que debía inmortalizarlos como delincuentes. Así transcurrían sus días, hasta que la madre de Silvio disparó una orden perentoria: “Tenés que trabajar, Silvio”. Silvio se estremece y discute la orden absurda; ella le explica el peso de los gastos; él justifica mal sus argumentos. Silvio resiste pero la resistencia va cediendo porque los recuerdos lo invaden. La imagen de su madre cargándolo en brazos, calentándole las rodillas con los pechos mientras recorría la ciudad pidiendo por su hijo y con la boca seca de tanto sollozar. Boca seca y hambrienta porque se priva del pan que cede al niño. Silvio Astier sucumbe: “Está bien mamá, voy a trabajar”. Silvio ya es otro. Ha ingresado al mundo del trabajo. Sus experiencias son varias y sus frustraciones también. Se angustia porque la vida es dura, también injusta y no está desprovista de fracasos. Pero Silvio vive en una sociedad que lo estaba aguardando y que culmina con la garantía de un nuevo y mejor trabajo en el sur después de que Silvio ha desistido de caer de nuevo en el delito y ha entregado a un delincuente, “el Rengo”.

Metáfora de una sociedad que exigía cierto itinerario a cambio de un lugar. Experiencia que la vida literaria del mismo Roberto Artl puede graficar porque vivió una época de escritores aristocráticos como José Luis Borges o Victoria Ocampo, que estaban familiarizados con el buen vivir y la erudición, pero que presenciaron cómo los escritores plebeyos como el mismo Artl, hijos de inmigrantes y sin capital cultural, se abrían paso en una sociedad que se desarrollaba precisando más brazos, más cerebros, más plumas. El peronismo potenció aún más el proceso. Universalizó la educación y abrió las universidades a los sectores populares que, de una generación a otra, vieron cómo el hijo del empleado iletrado se convertía en prestigioso médico. Por eso los estudiantes de aquellos tiempos y muchos de los que ahora somos adultos, podíamos burlarnos del profesor y jugarles malas pasadas sin por ello dejar de respetarlos, porque en ellos residía una certeza la que creíamos: la escuela tenía sentido.

No se trata de creer que todo lo maravilloso ya fue y nunca volverá a ser. Se trata de aceptar que, por razones que incluyen responsabilidades distintas, los adultos fuimos incapaces de perfeccionar lo que existía y hasta incapaces de mantener lo que medianamente funcionaba. De allí la incongruencia de prometer a los jóvenes aquello que con nosotros sí funcionó, pero que ahora no puede funcionar; de lo absurdo que resulta seguir usando anteojos conceptuales que sirvieron para una época, pero que ahora solo distorsionan la visión que tenemos del mundo; una distorsión que provoca que acusemos a la juventud de estar descalabrando una sociedad que ellos ya heredaron descalabrada. De allí también esa pérdida de autoridad de los adultos, los políticos, la escuela y los docentes ante jóvenes que están seguros de que no queda nada del mundo del que los adultos hablan; que el concepto de escuela que se les quiere enseñar se ha derrumbado; que ellos, los jóvenes, están terriblemente solos y en muchos casos deben arreglárselas enteramente solos. Y no se diga que es fácil hablar desde la soledad de una redacción, gozando de las ventajas de una editorial que nada sabe de las terribles condiciones en la que debe moverse el político que gobierna o un docente que enseña. Porque el que escribe también es director de escuela. También ha estado frente a un aula y por ello mismo también fue objeto de la reacción juvenil que, ante un contenido académico en particular, una típica sentencia docente o un consejo que pretendía ser paternal…recibió por respuesta un movimiento de cabeza que, a falta de palabras elaboradas, bastaba para convertirse en gesto de reprobación a una idea extemporánea. De allí que la gran pregunta sartreana se imponga a jóvenes pero sobre todo a los adultos: ¿qué vamos a hacer con lo que han hecho y hemos hecho de nosotros?