Las cartas de Pablo Outes antes de ser asesinado en 1976 por la dictadura en Palomitas, fueron compartidas con Cuarto Poder por su hija Soledad. Una historia conmovedora que revela al militante y al padre de familia en una época signada por el terror militar y la complicidad de jueces como Ricardo Lona. (Daniel Avalos)
Con sólo dieciséis años, Soledad padeció una catarata de sucesos macabros en un periodo más bien corto: la detención del padre en noviembre del 74; el exilio fugaz del mismo entre junio y octubre del 75; el retorno del ser querido que terminó nuevamente encarcelado y su posterior asesinato en julio del 76, del que ella nunca tuvo certezas. Sin saber muy bien cómo y por qué, partió a un exilio no buscado y llegó a España en diciembre del 76, aferrada a una esperanza: que el padre estuviera viviendo clandestinamente en algún lugar, tal como los militares explicaban la suerte de quienes no aparecían ni entre los vivos ni entre los muertos. “Cuando pienso en aquellos años las imágenes que se me vienen son confusas, como en los sueños”. Termina la frase y se retracta. El término adecuado es bien otro: pesadilla. Y aunque tiene dificultades para encontrar las palabras que verbalicen aquel tormento, uno imagina que lo que quiere decir debe parecerse a esas imágenes que, mientras dormimos, se empujan unas a otras sin coherencia alguna en medio de una atmosfera gris que ensombrece todo y a ella la atraviesa como una llaga ardiente.
En esos días, ella y su hermana pasaron de la adolescencia a un periodo salpicado de responsabilidades propias de los adultos. La “Ficha Dactiloscópica de Recluido” con que las autoridades del penal de Villa Las Rosas registraron el reingreso del padre en noviembre del 75 lo confirman. Allí se informan muchas cosas. Que el hombre que será ejecutado en Palomitas nueve meses después había nacido en 1929, que su piel era blanca, sus ojos pardos, el pelo lacio y canoso e, incluso, que carecía de abogado defensor. Esa ficha informa también otra cosa: que en caso de urgencia, por indicación del reo, los carceleros debían comunicarse con las hijas Soledad y Rosario. La primera tenía 16 años. La segunda, 15. La información conmueve y posibilita afirmar que esos años horrorosos aceleraron un tipo de vínculo que a otros hijos con sus padres suele tomarles mucho más tiempo. Y aunque esos vínculos finalmente hicieron más insondable el dolor, el mismo reaparece una y otra vez en cada una de las cartas que el preso y su familia intercambiaron y que ahora, los tres hijos, donarán a archivos provinciales.
Una de ellas -redactada desde el penal de Villa Las Rosas el miércoles 8 de junio del 76- vuelve a estremecer. El padre les informa a sus hijas que la madre de ambas y del menor de los hermanos -Pablito de sólo siete años- le pidió autorización para que el niño viajase a España, en donde su exmujer iba a radicarse. El pesar lo invade, pero la decisión es clara: “Aunque para mí significa una preocupación tenerlo lejos (…) primero está lo que Pablito quiera y le convenga. Así que a Uds., les pido que hablen con él. Y en esa forma mi contestación está dada”. Otras misivas dan una idea de lo que el niño representaba para el padre. En una que escribe a su madre, Celestina Saravia, desde la cárcel de Devoto el 24 de abril de 1975, el preso le encarga un tipo de flexibilidad que por entonces no eran propias de las abuelas: “Te recomiendo que no lo eduques mucho, como todo chico debe jugar. No te preocupes del estudio a su edad y con su padre lejos es necesario que juegue mucho”. El mismo día, desde el mismo lugar, le escribió también a su hija Rosario. Con un cariñoso “Querida Gordita” por encabezado y después de recordarle la importancia de cultivar la inteligencia, cuidar el físico y recrear el espíritu, indaga: “Contáme más cosas de Pablito. ¿Con quiénes se junta, a qué juega, si anda en bicicleta, con quién duerme?”
Pablito es Pablo Outes. Un exfuncionario que hoy tiene un parecido asombroso con el rostro de ese hombre de la “Ficha Dactiloscópica de Recluido” de noviembre del 75. Allí, el recluido es dueño de una mirada triste, calza una camisa clara, tiene la calva pronunciada y una leve inclinación de cabeza sobre su hombro derecho. Nunca más ese hombre verá a Pablito. Veintiocho días después de autorizarlo a viajar con su madre, junto a otros militantes encarcelados en Villas Las Rosas -Celia Raquel Leonard de Ávila, Evangelina Botta de Nicolai, María Amaru Luque de Usinger, María del Carmen Alonso de Fernández, Georgina Graciela Droz, Benjamín Leonardo Ávila, José Ricardo Povolo, Roberto Luis Oglietti, Rodolfo Pedro Ussinger, y Alberto Simón Zavarnsky- fue objeto de un supuesto traslado carcelario ordenado por Luciano Benjamín Menéndez y ejecutado en Salta por quien estaba a cargo de la guarnición local: Carlos Alberto Mulhall. Al llegar al paraje Palomitas, los reclusos fueron obligados a descender del camión en que viajaban y, luego de ser alineados sobre el alambrado de una finca, fueron ejecutados.
Cada dos años, Soledad retorna de la España en la que vive desde 1976. En cada visita exige más Justicia. Este año no ha sido distinto. La condena a los principales responsables de Palomitas -Mulhall, Espeche y Gentil- no aminoró sus reclamos. Si estos últimos representan las figuras arcaicas que se entregaron a una fiereza y un sadismo sin retorno mientras torturaban y mataban, Soledad exige que los que posibilitaron el horror desde la frialdad de un escritorio, paguen también su culpa, ubicando entre estos últimos al exjuez Ricardo Lona. Por ello mismo, el pasado 29 de julio interpuso un despacho al juez Miguel Medina para que Lona sea citado a declaración indagatoria “atento la responsabilidad directa que le cabe en la Masacre de Palomitas”. La imputación, según el escrito, es atribuible a los testimonios que Carlos Alberto Mulhall y Juan Carlos Grande ofrecieron en 1984 ante las Fuerzas Armadas y en donde aseguraron que el exjuez fue “quien solicitó el supuesto ‘traslado’ que permitió aniquilar a todas las víctimas”. Medina se inhibió y la conducta provocará lo de siempre: una nueva dilatación judicial que permitirá a Lona gozar de una tranquilidad asombrosa y una fortuna amasada durante cuarenta años.
El último viaje
Foto: Soledad Outes y el pasaporte con el que salió del país
Trágicamente, para los Outes, sus vidas y la de Ricardo Lona se cruzaron mucho antes de la masacre de Palomitas. Cuando el primero retornó de su corto exilio en Venezuela, se presentó ante la Policía Federal en compañía de quien ya era juez. Fue el principio del fin de una historia que había empezado en noviembre del 74, cuando Outes fue detenido. Las versiones lo sindicaban como un subversivo que planificaba atentados, el copamiento de una guarnición militar y el rescate de detenidos políticos. En medio del clima ya enrarecido por los atentados de la Triple A, Outes comete lo que muchos consideraron una abierta imprudencia: se dirigió al aeropuerto El Aybal para recibir los restos de Aníbal Puggioni. Se trataba de un militante del Frente Revolucionario Peronista, una agrupación con referentes locales y cierta presencia en el norte del país y cuyo brazo armado era el Ejército de Liberación Nacional. El “Frente” fue de los primeros grupos provinciales en ser “golpeados” por la represión ilegal. Ante ello, Puggioni huyó a Buenos Aires pero fue secuestrado en Palermo por la “Triple A”. Su cuerpo apareció en el Riachuelo maniatado, con el rostro mutilado y dos disparos. Algunos militantes de los setenta aseguran que Outes militaba en esa organización. Otros insisten en que lo hacía en el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Lo indudable es otra cosa: Outes, que era de origen radical y ocupó una banca en diputados por ese partido, experimentó un proceso de radicalización política que fue común entre los militantes de aquellos tiempos.
Las cartas que los hijos conservan confirman que, entre noviembre del 74 y junio de 1975, estuvo en Villas Las Rosas, la cárcel de Devoto, el penal de Rawson y el de Resistencia. También que accedió a la opción de abandonar el país voluntariamente. Una herramienta contemplada en la Constitución (art. 23) con la que Isabel Perón y José López Rega también se deshacían de los indeseables. El mecanismo era sencillo: aprovechando el estado de sitio y la suspensión de las garantías constitucionales, pero careciendo la presidencia de facultades para aplicar penas, sí se podía arrestar y trasladar a los detenidos de un punto a otro de la nación si estos preferían no salir del país. Outes accedió al beneficio en mayo del 75. Optó por Venezuela y desechó Francia porque creía que el primer destino facilitaría el reencuentro con los hijos. Su obsesión con los chicos era eso, una obsesión. En carta a su hermana Josefina desde la cárcel de Devoto el 17 de abril, le pide que los dólares le sean enviados por alguien porque no sabe operar con las trasferencias bancarias; pregunta si será posible que viaje con él alguna de sus hijas y pide detalles sobre la situación de Pablito, “ya que con las chicas no tendré problemas”. Sobre la respuesta de la hermana, nada sabemos. Sí sabemos que en la misma carta Josefina realizó una serie de anotaciones que revelan las urgencias familiares del momento. En el margen derecho de la hoja anotó: “Viaja el jueves 24. Llevar la valija el 23”. La parte inferior de la misma fue ocupada por los cálculos cambiarios: “720 dólares = 1.880 bolívares. Comprados a $2.778 c/u, lo que hace en moneda nacional vieja $2.000.160”.
Cuatro o cinco meses después, Soledad recibió un llamado. Una voz anónima le informaba que el padre estaba en Salta y le preguntaban si quería verlo. Soledad pensó poco la respuesta y rechazó la invitación. Había sido advertida por su mismo padre que nunca accediera a invitaciones de ese tipo en nombre de nadie. Si la anónima invitación era bienintencionada o no, es algo que ella nunca pudo corroborar. Sí supo pronto que el padre efectivamente había vuelto: el 2 de noviembre de 1975, a las 2,40 de la madrugada, se presentó a la policía Federal en compañía del juez Ricardo Lona. Juez que meses después recibió una carta del mismo Outes que le informaba que su retorno obedeció a que fue enviado al exterior con una visa de turista de sólo un mes de vigencia, y exigía que su situación procesal se aclarara. El final de la historia ya lo sabemos.
La última carta
“Hola mi Soledad Querida. Por cierto que la única ´Soledad´ en el mundo que quiero sos vos, no sabes cuánto te extrañe ayer que no viniste. Rosarito me explicó los motivos; estás disculpada (…) Yo continúo bien, pensando y planificando un futuro que fundamentalmente les dé tranquilidad y alegría a mis tres amores Rosi, Sole y Pablo (…) Pedro López tiene que entregarme dinero de la venta de carbón, de ahí te daré para el viaje de julio”. La carta fue escrita desde Villas las Rosas el 26 de mayo de 1976. El viaje de julio al que hacía referencia era el que Soledad debía realizar con otros egresados de la secundaria. Fue en julio. El mismo mes en que el padre fue ejecutado, cuando la saña militar, ya en el poder, se adueñó de la vida de miles de argentinos y cientos de salteños.
No hubo más visitas a la cárcel ni intercambio epistolar. Tampoco una explicación a las hijas sobre lo ocurrido. Solo un fin de curso del que Soledad recuerda poco y un viaje a las apuradas que la depositó en Madrid. La derrota política de Outes y tantos miles se había concretado. Los hijos lo supieron por la ausencia irreparable. También porque la irreverencia de los Outes de querer arrebatarle la historia a los poderosos para entregársela a los de abajo, mutó en una situación en donde los verdugos terminaron determinándoles a ella y los suyos el resto de sus propias vidas. “Yo me sentía como una pluma arrastrada por el viento”, dice Soledad en un café céntrico en donde se concretó el encuentro. La frase estremece. Una similar fue estampada por el poeta Juan Gelman en algún libro refiriéndose al exilio: “Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, los calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire”. Así, como el clavel del aire, como la pluma arrastrada por el viento, fueron miles los que debieron preguntarse qué carajo hacer con lo que los verdugos habían hecho de ellos.
El idealista y la sencilla madre
Sin pretensión alguna de grandeza, dueña de una lucidez descarnada que contrapone con fervor al idealismo de su hijo, Celestina Saravia, madre de Pablo Outes, redacta una breve y potente carta con un solo objetivo: impedir que en su hijo siga creciendo la decisión de retornar al país desde Venezuela. Fechada en agosto de 1975, la madre evita los atajos y va al grano: “Querido hijo. Por tu carta a los chicos veo que estás bien, me dejó pensando lo que dices que echas de menos a tu familia y a tu patria, veo que tu intención es volver lo antes posible; yo no lo deseo…”. La situación se adivina terrible. Pablo Outes, el militante, el idealista, el que no puede vivir sin el contacto con los suyos, pero también el que siente que le debe más sacrificio a la sufrida patria; se encuentra con la férrea oposición de una añosa mujer en la que el único ideal que anida es el de salvar la vida de los suyos. Las palabras más duras de esa mujer se explican por esa urgencia: “…que sean otros los patriotas, ya nosotros sufrimos demasiado, ya no podría sobrevivir la más mínima pena”. Celestina no quiere que la patria le arrebate al hijo. Y para impedir esa posibilidad, no duda en recriminarle a él sus intenciones y su propia historia. Como muchas madres de muchos militantes, Celestina le recuerda que sus esfuerzos militantes nunca lo han recompensado: “Después de tan larga ausencia tienes que haber pensando mucho y verás que tu idealismo no te ha proporcionado nada más que dolores”. Su consejo final es sólo uno: que Pablo empiece una nueva vida “…tranquila de trabajo y cordura y con un poco de egoísmo”.
El desesperado pedido es el resultado de un diagnóstico que no carece de sus muy buenas razones. Con las palabras propias de quien nunca ha teorizado la política, la mujer ha arribado a un hecho teórico poderoso: los “ideales” han llevado a Pablo Outes a negar la realidad política del país que él tanto quiere. Quien posiblemente nunca se ha interesado por la política, quien seguramente nunca se ha entregado al ejercicio de evaluar las correlaciones de fuerzas entre los actores de esa política, quien indudablemente nunca ha sido parte de una conducción partidaria le transmite con firmeza al militante, generoso y experimentado, algo simple y fundamental: “…pensá que por ahora la Argentina está liquidada y pasará tres o cuatro años y entonces será todo distinto, pero por ahora ni pensarlo…” De ese hecho teórico la mujer extrae su advertencia: si vuelve cometerá una equivocación que resultará letal. Si él vuelve, le dice, sólo lo hará para terminar otra vez preso. De allí el pedido perentorio: “no insistas sobre esto que sabes sería una fatalidad…”. Pero él vuelve. Seguramente entendió las razones que su madre le expone, pero él es otra cosa. Un militante que ha interpretado el fin político del asesino José López Rega en el 75 como un síntoma de que las cosas podían cambiar. Y un militante formado en una ética revolucionaria en donde la autovaloración depende del grado de entrega a los otros y a los proyectos colectivos, es, en definitiva, dueño de una ética sacrificial.
Ese intercambio epistolar entre madre e hijo representa, como pocas cosas pueden representarlo, una particular forma de la tragedia argentina: el enfrentamiento de lo bueno contra lo bueno; de lo justo contra lo justo; la lucha materna por la supervivencia de la familia versus la convicción del hijo de que en el progreso del todo reside la condición de posibilidad de la plenitud familiar. Lo uno y lo otro son las caras de una misma cosa. Una que irremediablemente se dirigía a un final sólo deseado y diseñado por quienes asaltaron el Estado para ajustar cuentas con quienes quisieron democratizarlo y socializarlo, para así, finalmente, ponerlo al servicio de unos pocos.