Por Alejandro Saravia

 

Quizás sin saberlo ni quererlo, el presidente Macri se encuentra enfrentado a unas de las corporaciones históricamente más fuertes de nuestro país: la Iglesia y los sindicatos o, más bien, a la conducción oficial de la Iglesia en nuestro país y a líderes de algunos de los sindicatos más fuertes. Aunque sordamente se enfrente a todos.

Pero ese enfrentamiento tiene un telón de fondo que viene de la historia. Sobre todo el primero. El segundo tiene elementos coyunturales, como actuaciones penales, que lo pueden explicar por otra vía. Aunque los intereses encontrados se extiendan como telaraña a toda la corporación y perturben, bastante, nuestro funcionamiento colectivo.

Como dirían Juan Carlos Portantiero y Tulio Halperín Donghi, nuestro país se encuentra maniatado por una suerte de empate hegemónico. Es decir, esa situación que se plantea cuando se enfrentan dos fuerzas equivalentes sin que una pueda sobreponerse a la otra. Esa disputa eclosionó, cobró forma orgánica y estructural, en los años 20 y 30 del siglo pasado: la puja entre los adeptos de la concepción republicana liberal propia de la Constitución Nacional de 1853 y los seguidores del proyecto corporativo de principios del siglo XX, que tuviera como grandes protagonistas a la Iglesia y al Ejército. No en vano el pacto entre ambas es lo que origina al peronismo, germen de la tercera corporación, la sindical.

Actualmente, por razones que ya todos conocemos, las Fuerzas Armadas están un tanto desvanecidas, aunque alguna vedette trasnochada pretenda despertarlas. Desde ya que esa invocación no puede equipararse a la de Leopoldo Lugones y su “hora de la espada”; sin embargo, siempre hay que tener presente el daño que causaron los golpes militares no sólo a nuestras instituciones y a los derechos humanos, sino a nuestra economía. La brutal desnacionalización de empresas durante la última dictadura. El cierre definitivo de muchas de ellas, explica con meridiana claridad la actual desocupación y marginalidad. Todo ello perfeccionado por las trasnochadas privatizaciones menemistas. Hasta los 70 esos fenómenos patológicos desde el punto de vista social no existían.  Tampoco su subproducto: la inseguridad.

Pues bien, Macri, sabiéndolo o no, intencionalmente o no, se enfrenta a dos grandes fuerzas que, en cierto modo, incidieron e inciden en la hechura de nuestra historia contemporánea. Ese enfrentamiento no tiene, desde ya, un carácter manifiesto, tangible, grosero, aunque a veces lo tenga; sino que es una puja sorda, como son sordas todas las disputas ideológicas. Lo que está en juego son dos visiones, dos concepciones disímiles, dos ideas diferentes de país.

Con este panorama cobra más sentido lo que decíamos la semana pasada en cuanto a los puntos que vinculaban Iglesia y peronismo. En especial, la concepción organicista de la sociedad. Lo que sucede es que esa concepción no se condice, no coincide con la implícita en nuestra Constitución Nacional. Hay como una esquizofrenia. Dos personalidades en un mismo cuerpo social que nos condena a vivir al margen de la ley, parafraseándolo a Carlos Nino.

Esta descripción no tiene, desde ya, valoración alguna. Es sólo eso: una descripción. El problema se plantea cuando refleja lo que los autores arriba citados decían: un empate hegemónico. Es decir, un empantanamiento. Nuestro país es el único que no crece en América Latina. Quizás esta sea una explicación.

Cuando la actual gestión nacional plantea la cuestión de la vieja o nueva política como un mero asunto generacional, yerra el camino. No es una cuestión generacional, es una cuestión ideológica, y como tal debió planteársela. Son dos modelos sociales diferentes. Y diferentes sustentabilidades económicas, cuestión que también es necesario recalcar. Porque es lindo eso de derechos ilimitados para todos y todas, pero ¿cómo se banca?

En la situación de empate hegemónico que mencionamos hay un ingrediente nuevo que desbalancea por su propio peso: es la primera vez que hay un Papa argentino y, para más, peronista.

Cuando un sacerdote se pronuncia en contra de una política económica determinada por un gobierno elegido por el pueblo, no actúa como sacerdote sino como corporación. Lo mismo cuando un sindicato o una confederación sindical hace un paro en contra de una política económica. ¿Por qué? Porque de esa forma se pretenden subrogar en la voluntad política de toda una sociedad y esa no es función de una Iglesia o de un sindicato. Esa es función de la dirigencia política: de los representantes del pueblo. Para eso están.

Es absolutamente disfuncional ese empate hegemónico. Nuestra ya larga decadencia así lo demuestra. Pero, ¿cómo se soluciona eso? Descartada por absurda una división geográfica, de lo que se trata es de trazar una diagonal que concite el interés de todos los habitantes de cada mitad. El objetivo debe conmover y la convocatoria debe también conmover. Por ello es necesario un relato que explique donde estamos y hacia donde tenemos que ir. Eso da sentido y si ese sentido vale la pena, como creo desde ya que lo vale, esa convocatoria se convierte en una epopeya movilizante de todas las reservas nacionales.

Esto es lo que debería estar detrás de las elecciones del año próximo. Esto es lo que debería jugarse en ellas. Hace, obviamente, a nuestra propia viabilidad.