Seguimos buceando en las reflexiones de Juan Carlos Dávalos publicadas en la década del 40. Ahora nos sumergimos en sus apologías de las excursiones,  prácticas pedagógicas vigentes en su época y que luego paulatinamente fueron desapareciendo. (Raquel Espinosa)

El título de la nota anterior, “La dicha de vivir”, es una expresión extraída de una frase de Juan Carlos Dávalos en un texto determinado pero también presente en otra cita que transcribo a continuación: “La dicha de vivir no radica sólo en el austero cumplimiento del deber; ni la asimilación de lo intelectual, fría y metódica. Es necesario también dar expansión a los instintos y a los sentimientos; pues nada se aprende sin amar la ciencia que se estudia, ni de nada sirven las obras en que no ponemos todo el fervor del alma”. Si en un caso “la dicha de vivir” estaba relacionada al ámbito de la literatura en este caso remite al campo de la educación, a la tarea de enseñar y aprender.

Vimos, en los artículos anteriores, que Juan Carlos Dávalos, a raíz de su jubilación publicó en 1942 varios artículos en El Intransigente con el título de “Recuerdos del colegio”.  El 30 de mayo de ese año, específicamente, dirige su atención a las excursiones, prácticas pedagógicas vigentes en su época que luego, paulatinamente, desaparecieron según su propio testimonio. Entre las causas que invoca sobre este hecho menciona el aumento considerable en la matrícula y los problemas de organización derivados del mismo. También tiene en cuenta los cambios ocurridos en los planes de estudio que precisaban más tiempo para las clases teóricas, en detrimento de los estudios de campo.

Evoca, entonces, con nostalgia y se lamenta por esos cambios ya que las excursiones, definitivamente, eran un método interesante para enseñar y aprender. Esas excursiones eran de dos tipos: patrióticas y científicas. Las primeras, organizadas por profesores de historia quienes visitaban con sus alumnos lugares como la quebrada de la estancia La Cruz, el campo La Cruz de Belgrano -donde hoy se alza el monumento a la batalla de Salta- y las márgenes del río Pasaje. Las segundas, organizadas por ingenieros o especialistas en Física y Química, tenían como meta final el ingenio San Isidro en Campo Santo o el Tincunacu en la desembocadura del río Arias.

En oposición a la práctica, la importancia de la teoría se relativiza, se pone en duda en el discurso davaliano. Las excursiones son valoradas como sumamente positivas porque permitían a los estudiantes comprender lo que debían estudiar, vivenciar los hechos ocurridos: “Sólo quien ha recorrido a caballo, como lo hicimos los alumnos de 4°año, el itinerario final de Güemes unos ratos galopando y otros a media rienda, puede concebir el grado de vigor físico y moral de los hombres que nos dieron Patria”.

En su discurso Dávalos aporta pruebas de que la teoría estaba plagada de imprecisiones y de hipótesis difíciles de comprobar. Lo dicho se demostraba, precisamente, en estas excursiones donde la práctica desenmascaraba a la teoría, por lo menos a aquella que pretendía un conocimiento cerrado, objetivo, irrefutable. Un valioso ejemplo de que el sistema educativo -por lo menos algunos de sus integrantes- realizaba una importante autocrítica a la formulación de certezas absolutas. El siguiente fragmento ilustra esta afirmación. “La excursión estudiantil a las márgenes del Pasaje, con el objeto de precisar el sitio en que Belgrano hizo jurar a sus tropas fidelidad a la bandera, fue una especie de Odisea de la que regresamos… desengañados nuevamente de la Historia, o mejor dicho, de la exactitud de sus testimonios, porque no pudimos…saber a ciencia cierta por dónde daría paso el río en 1812”.

El Colegio Nacional de aquellos años pervive en el imaginario social local como el ejemplo del viejo sistema educativo que diseñó el imperio del conocimiento y el saber. Don Sanca cuestiona ya en 1942 esta mirada y abre un debate aún no cerrado. Ahora bien, fuera de lo estrictamente curricular o académico, las excursiones servían también para la formación integral del joven, para completar su socialización o para aprender a interactuar con otros. ¿Sobrevivir? ¿Convivir? “En fin, si no aprendimos Historia, regresamos algunos con la comezón de los polvorines, garrapatas y jejenes, que por aquellos lugares abundan; algunos, que habían llevado escopetas volvieron con perdices, pavas del monte y charatas en sus alforjas; otros, dados al documento gráfico volvieron con fotografías de árboles y barrancas; y no faltó una pareja de camorristas que a consecuencia de un almuerzo demasiado húmedo, sacaron en conclusión un ojo en compota o un dedo recalcado por la pelea”.

Estas apreciaciones que deja en el artículo de El Intransigente se pueden cruzar con otros textos que el autor publicó en su libro Ensayos Biológicos, uno de los tres libros que publica coincidiendo con su jubilación como Director del Colegio Nacional. Allí cuenta sus experiencias como profesor de Ciencias Biológicas  -Zoología y Botánica- en compañía de sus alumnos. Con ellos realizaba colecciones de insectos; en las clases los diseccionaban y realizaban trabajos prácticos. Las excursiones tenían una doble finalidad: gozar de la naturaleza y aplicar lo aprendido en los textos. Dávalos transmite en su discurso un pensamiento que lo habilita para seguir vigente en la actualidad y constituye un verdadero elogio de las excursiones, de la dicha de vivir y del placer de aprender. No concibe a un estudiante de Ciencias Naturales que no sea capaz de amar la naturaleza, que se aprenda de memoria las lecciones del libro pero que en el campo no se interese por los mil hechos que halle a su paso. Sostiene que es inútil aprender si el conocimiento no añade nada a nuestra riqueza emotiva, es decir, a nuestra facultad de pensar y de gozar.

Lo que Juan Carlos Dávalos aplicó en el ámbito público -el colegio- no constituye un hecho aislado u opuesto a su ámbito privado -la vida personal y familiar- sino más bien una prolongación, una lógica conectividad y una prueba de coherencia entre el profesor y el padre. En su libro Los Buscadores de Oro (1928) el escritor nos cuenta una excursión a la Quebrada de Castellanos que realizaron cinco personas, entre ellas  el propio Juan Carlos Dávalos y su hijo de nueve años. Invito a los lectores eufóricos de la prosa de Dávalos a leer o releer estas otras “Excursiones”. ¿Para qué? Para dar expansión a los instintos y a los sentimientos. Para gozar y elogiar.