Norberto Freyre, el administrador del grupo Horizonte -que maneja El Tribuno-, el mismo que levantó un programa radial porque el contenido del mismo no era funcional a la estrategia electoral del dueño de ese medio; vino a reinstalar una figura que muchos creen relegada al pasado: la del Censor. (Daniel Avalos)

Ese personaje que durante la colonia cuidaba que nadie ofendiera a dios, que en los estados modernos no se atacara al dictador, y que en el siglo XXI resguarda también los intereses de los poderosos grupos económicos. Es cierto, hay diferencias de estilo y de fines entre los censores de ayer y de hoy. Después de todo, cuando imaginamos a los censores de la colonia, la imagen mental que nos invade es la de un monje calvo, de barba rala, desdentado y con los ojos desorbitados de furia mientras amenaza con el apocalipsis a los que ponían en peligro al reino y el mensaje de dios. Todos hemos visto en la semana que el censor del Grupo Horizonte, Norberto Freyre, no es así. Se parece mucho más a esos nuevos ricos súper simpatiquísimos, un hombre moderno y que seguramente en muchos casos es un fiel devoto de esa regla que recomienda distribuir brindis y halagos al gran socio o cliente.

Pero además de las diferencias de estilo que el paso de los años vuelve lógicas; también hay otras diferencias entre el censor del hoy y el de hace siglos o décadas. Estos últimos censuraban en nombre de toda la grey cristina o de toda la comunidad nacional, mientras el censor de las corporaciones lo hace en nombre de la propia corporación con lo cual no puede argumentar que su conducta sea en resguardo de todos porque, sabemos, las corporaciones, sólo representan una parte pequeña aunque poderosa del todo.

Lo que el trascurrir del tiempo no ha modificado, es la naturaleza de los censores: hombres o mujeres de mentalidad fiscalizadora; seres subordinados a particulares intereses; burócratas que siempre, pero siempre, dejan explotar su indignación cuando censuran aquello que señalan como deplorable, tal como Freyre lo exteriorizó cuando, al explicar el por qué se levantaba el programa, acusaba al mismo de formar parte de una atmosfera sofocante, fascista y maligna: el kirchnerismo.

Hay otra semejanza brutal entre el censor de ayer y Freyre. Si ahora podemos afirmarlo es porque en la grabación que los afectados por la censura pusieron a disposición de todos, se puede escuchar cómo el censor les aconsejaba mantener la tranquilidad a pesar de perder su espacio radial porque de lo contrario, los afectados estarían en la “vereda del frente siempre”. Y uno escucha eso y dice: ¡Caramba!, esa fue una fea advertencia. No porque pusiera en riesgo la vida de los advertidos, sino porque el poderoso señor que debe tener muchos vínculos con los medios, les decía que por fuera del teatro que ellos manejan no hay nada, que ningún proyecto periodístico alternativo tiene chances de realización para quienes no están dispuestos a jugar el papel que los dramaturgos del poder asignaron a los periodistas. Sonó incluso a “lista negra”. Esa mecánica terrible y milenaria como la censura misma que consiste en identificar actores irritantes para someterlos a un proceso de asfixia económica; un paciente y demoledor trabajo que priva al “provocador” de los recursos indispensables para la supervivencia misma para así quebrarlo en su moral hasta disciplinarlo o eliminarlo.

Ante esto, una digresión se impone. Servirá para señalar que ese tipo de amenazas siempre atribuidas al poder de los Estados, hace rato que se ha vuelto práctica de los grandes grupos económicos. Situación que corrobora lo que hace años muchos denuncian: vivimos un proceso histórico en donde el poder omnímodo del Estado ya no es tal en Occidente, porque pierde terreno ante el poder de las corporaciones que aspira a ser hegemónico. Una situación que trasladada a la particular condición de los medios de comunicación, muestra en muchos casos que estos han logrado perfeccionar lo que alguna vez fue objetivo estatal: la capacidad de generar costumbres y sentimientos en los ciudadanos; la capacidad, en definitiva, de colonizar subjetividades. Condición que explica por qué la Ley de Medios debe avanzar y que además, conviene repensar los conceptos de libertad de expresión vigentes. Conceptos que siempre señalan al Estado como el actor capaz de obstaculizar el trabajo del periodista pero que prefiere olvidar que en tiempos como los que vivimos, el actor privado también es capaz de obstaculizar ese derecho. Norberto Freyre vino a confirmarlo: las empresas mediáticas que reclaman que el Estado no reglamente lo que el pueblo debe ver, leer u oír, sí pueden arrogarse en los hechos esa facultad hacia el interior de sus dominios en donde, justamente, se procesa la información que luego se irradia a la población.

Hecho el rodeo, volvamos al acto de censura que tuvo como afectados a un programa radial que para quien escribe, admitámoslo, era insulso. Conducido por dos trabajadores de prensa optimistas y alegres para quienes todo está más o menos bien y en donde no hay muchas cosas que cambiar; razón por la cual trabajan con fuentes a las que no salen a buscar porque son las fuentes interesadas las que van en busca de esos periodistas dispuestos a propagandizarlas. Personas que después de sufrir lo que sufrieron corrieron a fotografiarse con el gobernador, dejándonos a algunos con la desoladora sensación de que lo importante se estaba trivializando. Situación que nunca impidió que el eje del tratamiento en este medio fueran ellos, sino la condena abierta a esa pasión que ciertos poderosos poseen por silenciar. Lucha que supone no sólo disciplinar la tiranía de los funcionarios de gobierno o de los empresarios, sino también a la potencial tiranía de la propia opinión personal o de grupo en torno a aquello que se entiende por “buen periodismo”, que en este caso, nos acerca más al trabajo de no pocos periodistas de El Tribuno. Esos trabajadores de prensa que ajenos al diseño de la línea editorial de la empresa, han mostrado en diferentes casos que, independientemente de las apuestas ideológicas,  defienden celosamente su autonomía, no prescinden de sus certezas ni de su profesionalismo, variables estas a las que acompañan con una escritura firme y clara. No vamos aquí a mencionarlos. Sus notas firmadas cotidianamente defienden por sí solas la trayectoria de esos compañeros.

Concluyamos, simplemente, señalando que tras los hechos acontecidos, el urtubeicismo gobernante ha celebrado poder enfatizar aquello que hace rato denuncia: los medios de Romero no buscan la verdad sino generar noticias que dañen al gobierno devenido en adversario político. No habría que censurarle al urtubeicismo esa celebración. Después de todo, lo que Norberto Freyre dejó en claro es que el grupo mediático tiene un juego político y que la línea editorial del medio en una coyuntura electoral está determinada por la estrategia proselitista global. El medio, en definitiva, se politizó y en política, diría Perón, “las fuerzas negativas de la incapacidad suelen superar en la conducción política y en la guerra a toda previsión, porque los aciertos se neutralizan pronto, en tanto los errores se capitalizan siempre”. (J.D.Perón: “El arte de la conducción”).