La relación del Héctor Jouvé con Salta se dio en una época que empujaba a muchos al sacrificio revolucionario. En 1963 se internó en las selvas de Orán como miembro del EGP, un foco guerrillero organizado por el Che desde Cuba. (Daniel Avalos)
El objetivo de la organización era simple, pero desmesurado: acondicionar el terreno para que Guevara retornara al país para emprender una lucha revolucionaria. Al mando de la experiencia estaba el periodista y amigo del Che, Ricardo Masetti, quien era secundado por algunos cubanos que pelearon al lado de Ernesto Guevara en la Sierra Maestra. Al grupo original, se sumaron jóvenes porteños, cordobeses, chaqueños y correntinos que habían renunciado a todo para ir tras la utopía.
En vez de gloria, los revolucionarios se encontraron con una experiencia trunca que incluyó deserciones, muertes por inanición, dos fusilamientos, otros dos caídos en enfrentamientos con los gendarmes y un Masetti que, tratando de escapar del cerco de los uniformados, fue tragado para siempre por la selva de Orán. Héctor Jouvé fue uno de los que pasó de la selva a la cárcel de Villas las Rosas hasta el año 1972, cuando fue trasladado al penal de Resistencia del que salió en mayo de 1973 con la amnistía de Héctor Campora a los presos políticos.
Jouvé retornó a Salta en el año 2003, cuando se presentaba en un anfiteatro de la Universidad Nacional de Salta el libro Ideología y Mito en el EGP, una publicación bien artesanal que, dos años después, fue reeditada por la revista cordobesa “La Intemperie” bajo el título La guerrilla del Che y Masetti en Salta. El gran aporte de ese libro a la historia de la izquierda nacional era el apéndice documental: casi cien páginas de un testimonio descarnado que el propio Héctor hizo de aquella temprana experiencia guerrillera en la Argentina. Ese día de 2003, decíamos, el “Cordobés” volvió a Salta. Cuando bajó del colectivo en la terminal de ómnibus, estaba aturdido. Confesó que ingresando a la ciudad por El Portezuelo, desde la altura del ingreso, pudo ver el penal en el que había pasado nueve años. “No sabés todas las cosas que se me vinieron a la cabeza”, confesó, ante el silencio incómodo del anfitrión que sólo atinaba a recordar que, mientras estuvo confinado allí, contrajo matrimonio con Clara, su mujer de toda su vida; que estando prisionero nació su hija Tania; o que allí había compartido años con compañeros con los que forjó unos vínculos que a otros les habría tomado años forjar en situaciones normales.
Ahora que la noticia de su muerte llega al anfitrión de aquel entonces, y genera en ese anfitrión la necesidad de que otros, por muy pocos que sean, conozcan algo de la calidad humana de Jouvé, el anfitrión concluye que para ello nada mejor que recordar un día de octubre de 2002, cuando la entrevista, luego publicada, se concretó. Ocurrió en la casa cordobesa del “Cordobés” y tras comunicaciones telefónicas previas. El entrevistador estaba seguro de que se encontraría con un hombre que, como algunos militantes revolucionarios de los 70 a los que ya había entrevistado, mantendría aún cierta euforia bélica. Esa que deslizaba a algunos a jurar que todavía estaban dispuestos a morir calcinados antes que soportar la arrogancia imperialista.
El reportero estaba equivocado. Aunque flaco, Jouvé tenía el porte enorme y esbelto propio de los guerreros, las manos también enormes, los dedos gruesos que parecían poder triturarlo todo, una pelada prominente que justificaba el alias con el que era conocido. Pero era dueño de una mirada triste que ningún hombre de impronta castrense posee. Era la misma mirada del poeta Juan Gelman, o la del genial Eduardo Galeano, o tal vez era la mirada de gran parte de esa generación que, desgarrada por una revolución que creyeron posible y no fue, terminó siendo presa de la saña asesina instaurada en 1976.
Durante toda esa mañana, reportero y reporteado hablaron de grandes e insignificantes cosas. El primero estaba seguro de ser objeto de un meticuloso análisis de quien, siendo además psiquiatra, parecía escrutar cada palabra y cada gesto para procesar los datos que le permitieran identificar las intenciones de quien aseguraba que esa entrevista era la pieza crucial para parir un libro. En algún momento, las referencias a los tiempos de la revolución dejaron lugar a la literatura en general y a José Saramago en particular, el premio Nobel portugués al que Jouvé se refería cariñosamente como “el viejo”. A él también lo apasionaba la literatura de ese ateo hormonal inclinado, sin embargo, a narrar historias que reclamaban la elevación ética y moral de las personas, tal como lo reclaman las religiones en nombre de dioses que cuando aparecen desatan entre las personas un infierno de odio que termina por nublar cualquier tipo de razón. Para Jouvé había puntos de contacto entre ese novelista genial y un físico cuántico austriaco -Fritjot Capra- que del mundo subatómico extraía lecciones políticas y sociales que no eran distintas a las de Saramago: somos parte de una época donde emergen nuevos problemas que se analizan y buscan remediarse con categorías y conceptos que, exitosos en otros tiempos, ahora sólo nos conducían al fracaso.
Y, sin embargo, lo que el reportero creía, o le gusta creer, es que lo que predispuso al entrevistado a una gran entrevista fue la impresión que le causó el enorme bolso que colgando del hombro del reportero, tenía por único contenido un enorme radiograbador de 12 kilos con el que planeaba registrar la charla. Entre desconcertado y piadoso, Jouvé preguntó si un recorrido de 800 kilómetros no hacía recomendable esos grabadores portátiles con que la industria japonesa inundaba los mercados desde la década del 70. Observación lógica que produjo una incomodidad de la que el reportero sólo podía salir con la verdad: ese armatoste no sólo registraba hasta el zumbido de las moscas, también era lo que el historiador tenía a mano en medio de un país que, deshilachándose, ya lo empujaba a manejar un taxi porque el colegio donde enseñaba simplemente iba a cerrar sus puertas. Escribir, después de todo, también puede ser en determinados contextos toda una aventura épica.
Tras el almuerzo, vino la entrevista, que se extendió desde la siesta hasta bien entrada la noche. Para Héctor Jouve, si su vida había tenido alguna trascendencia de la que él dudaba, ello obedecía a todo lo que ocurrió en torno a ella y a cómo, ante las múltiples posibilidades que ese entorno le abrió, él optó, con absoluta conciencia, por algunos de esos caminos desechando otros. Si durante mucho tiempo había optado por no hablar de ello para una publicación, eso obedecía no a complejos ni a intentos de evadir responsabilidades, sino a la prudencia de resguardar a personas que siempre pueden verse o sentirse afectadas por el uso indebido que terceros pudieran hacer de sus palabras. Si ahora hablaba, era por una combinación de razones poderosas que incluían el paso inexorable del tiempo y el hecho de que la sociedad parecía demandar un acercamiento más sincero a aquel periodo antes estigmatizado por el discurso de la dictadura y luego por la teoría de los dos demonios.
Jouvé no renegaba de nada. No se arrepentía de que en las condiciones en que vivió su juventud y con los conocimientos que tenía entonces, hubiera optado por la lucha en la que se embarcó desempolvándose de cualquier tipo de interés personal. Si ahora reevaluaba críticamente aquellas apuestas, ello obedecía a que las cosas habían salido mal y que eso que todos llaman “experiencia” no es más que la evaluación rigurosa sobre las causas que explicaran el porqué del fracaso. De las varias que expresó en la entrevista, había una que valoraba como crucial y atravesaba al conjunto: una tradición de izquierda que, pese a sus permanentes invocaciones al pueblo y su soberanía, actuaba como vanguardia iluminada que se facultaba a moldear la historia sin recurrir al protagonismo de muchos condenados a acatar órdenes de los iluminados. Situación, aseguraba, que explicaba por qué, en el siglo XX, las revoluciones triunfantes podían contarse con los dedos de una mano mientras las derrotadas eran innumerables. Sentencias como estas le valieron críticas de muchos que tendían a hablar del exrevolucionario de “moral quebrada”, aunque Jouvé tomaba esas críticas sin rencores y con la naturalidad propia con que Jean Paul Sartre alguna vez declaró: “Cuántos amigos que aún viven he perdido. No fue culpa de nadie. Eran ellos, era yo; las circunstancias nos habían acercado y hecho amigos; ellas mismas nos han separado”.
El reportero vivió aquella charla como algo sublime. Ahora, a la distancia, a ese reportero se le ocurre asociar aquellas escenas con pasajes propios de la novela El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. No sólo porque reunía a un joven historiador que quería saber cómo aproximarse a aquellos tiempos y a un viejo que se esforzaba por transmitirle ciertos secretos del camino; sino, fundamentalmente, porque Héctor Jouvé se aparece como un perfecto personaje del novelista norteamericano: la historia del “Cordobés” era triste -revolución frustrada, prisión, asesinato de amigos, encarcelamiento de la mujer, exilio, retorno al país, desempleo, etc.-, pero no pesimista. Estaba atravesada por un coraje no asociado ni con el alarde físico ni con el exhibicionismo, sino con la manera discreta y estoica de enfrentar la adversidad sin ceder a las tentaciones de la autocompasión; alguien que con su testimonio de vida se empecinaba en proclamar con hechos que, aun en la derrota, los seres humanos son capaces de alcanzar una grandeza moral que muchos victoriosos jamás podrán ostentar.
A trece años de aquel encuentro, a una década del último asado compartido, a tres o cuatro años del último contacto telefónico, a días de conocer la noticia de su muerte, habrá que recurrir a la primera persona del singular para decir que, después de lo que vi, oí, sentí o leí de Héctor Jouvé, estoy seguro de que siempre había sido igual: un guerrero que en sus tiempos estuvo decidido a desatar la revolución con las armas, pero que mientras lo hacía añoraba un prado repleto de flores donde dejarse caer para pensar en su esposa Clara y luego en sus hijos, Tania, Juan y July.
Lo último que leí sobre él, apareció publicado en el libro El Che quiere verte, de Ciro Bustos. Ese pintor mendocino que en 1962 partió a Cuba para ponerse a disposición de la revolución caribeña y terminó convirtiéndose en hombre de confianza del Che quien solía admirar a los que se esforzaban por pasar inadvertidos. Ciro Bustos también había partido a Orán en 1963. Abocado a las tareas de reclutamiento en las grandes ciudades del país, se enteró por los diarios que el EGP había sido desmantelado por la gendarmería en las selvas de Orán. Meses después viajó a La Habana para dar cuenta al comandante Guevara sobre lo ocurrido. Bustos dio su visión de las cosas: los errores operativos, el aislamiento político, el empecinamiento del jefe e incluso las situaciones que él vivió como injustas. Todos aspectos que incluyeron un repaso de los participantes y sus virtudes. Bustos se sorprendió cuando Guevara le preguntó por el “Cordobés”, de quien ya se había hecho una idea a partir de los reportes que le habían llegado. Refiriéndose al Pelado Jouvé, el Che dijo: “Confirma la ley: de quinientos, cincuenta; de cincuenta, cinco, y de cinco, uno”.