Por Elio Daniel Rodríguez

El presente escrito sólo persigue la intención de dejar planteado un interrogante, y también, tal vez, una reflexión. Porque desde los inicios de 2020 los seres humanos fuimos testigos de lo que, con toda justicia y sin apelar a rótulos exagerados, puede considerarse como un cuadro -no es intención plantear aquí si justificado o no- de agitación del miedo.

Se trató de un esfuerzo, llevado adelante por gobernantes de todo tipo y por una enorme cantidad de profesionales de medios de comunicación, a todas luces intencional y con el objetivo supuesto de crear conciencia del peligro y movilizar a las sociedades a adoptar las medidas necesarias para hacer frente a las consecuencias de una enfermedad que se presentó a la población como una pandemia de consecuencias que podían llegar a ser devastadoras. Por ello, la pregunta que aquí quiero dejar planteada es la que sigue: ¿Hasta qué punto y en qué medida el miedo que se sembró en la población, sin demasiadas consideraciones y de modo brutal, y apuntalado por medidas que suprimieron en muchos casos los habituales medios de vida de las personas y hasta interrumpieron sus vinculaciones afectivas, deprimió sus sistemas inmunitarios, debilitándolas y predisponiéndolas a sufrir los embates de la misma patología a la que se buscaba enfrentar u otras concomitantes? Y aún más ¿puede ser básicamente el miedo el que nos ayude a explicar, al menos en parte, algunas o muchas de las muertes ocurridas en este marco de situación? 

Cuando se habla del miedo en general, puede pensarse que se trata de algo malo por definición, pero no es así. En palabras del especialista en medicina del estrés Rodolfo Pastore (com. pers.) “todas las emociones son necesarias para la vida, y el miedo es una de ellas. Si no tuviéramos miedo podríamos salir a caminar y suceder que nos atropelle un auto en la primera esquina, porque al no tener miedo, no nos fijaríamos en el tránsito de vehículos. El miedo, entonces, es necesario para la vida; y esto es así siempre y cuando ese miedo tenga una intensidad, una duración y una frecuencia coherentes, porque cada una de las emociones, incluido el miedo, nos hacen daño cuando aumentan en demasía su intensidad, duración y frecuencia”. 

Durante los tiempos más difíciles de la peste del coronavirus -y aún mucho después de que pasaran los picos de contagios de la enfermedad- campeaba el desánimo, la preocupación y la incertidumbre, pero seguramente la emoción básica más presente en una gran parte de la población fue el miedo descontrolado. 

Esta es la causa de que se llegue a hablar de ‘coronafobia’, un trastorno expresado en el temor excesivo a contraer el covid-19. Las personas que padecieron o padecen este miedo extremo tienden a experimentar un conjunto de síntomas fisiológicos desagradables desencadenados por pensamientos o información relacionada con esta enfermedad. Se indicó incluso que “esta fobia es realmente incapacitante en la medida en que está fuertemente relacionada con el deterioro funcional y la angustia psicológica y, por tanto, tiene importantes implicaciones para el bienestar mental” (Duque Moreno y Blanco Núñez, 2022).

Ahora bien. Ya casi no se pone en duda, por ejemplo, que una persona que se considere víctima de un hechizo, realizado con el objeto de enfermarla o matarla, puede padecer las consecuencias y hasta perder la vida por ello, incluso sin que se manifiesten patologías evidentes, aunque seguidamente examinaremos la forma en que aquello se produce. Teniendo en cuenta esto: ¿sería factible encontrar puntos en común entre el miedo al coronavirus y el que experimentan las personas que se consideran, como recién se mencionaba, hechizadas y padecen las enormes consecuencias de sus temores? ¿Podrían llegar las consecuencias de ese miedo a los extremos que llegan las del temor del que se considera destinatario de un embrujo? Analicemos la cuestión.

Las muertes por hechicería no son algo demasiado extraño, y se conocen casos en muchas regiones; por otra parte, desde hace décadas el tema es objeto de estudio.  

En un muy interesante artículo, de autoría de Walter E. Cannon, que llevó por título “Voodoo” death (1942), el autor se preguntó si podían ser reales los casos que reportaban en este sentido antropólogos y otras personas y, en ese caso, cuál podría ser la explicación. Concluyó que el fenómeno de la muerte vudú podía “ser real”, y “explicarse como resultado de un estrés emocional impactante; de un terror obvio o reprimido”.  

Cannon citó como ejemplo un caso referido en el libro New Zealand and Its Aborigines (William Brown, Londres, 1845) en el que se relata que, cierta tarde, una mujer maorí comió algo de fruta, informándosele después que la misma había sido extraída de un lugar tabú; entonces la infortunada exclamó que la santidad del cacique había sido profanada y que su espíritu la mataría. Sorprendentemente, al día siguiente, cerca de las 12, estaba muerta. 

No obstante, a veces es posible “rescatar” de la muerte a la persona hechizada, como relata también Cannon (op. cit.) que le fue referido, al narrar el caso de un hombre al que el médico brujo le apunto con un hueso, y creyendo la victima que de esta manera ya estaba condenado a morir. Ante su notorio desmejoramiento y debilidad, un médico y un misionero fueron a buscar al médico brujo y bajo amenaza, le exigieron que retirara el hechizo de la víctima. Este accedió, explicándole al enfermo que todo se había tratado de un lamentable error, con lo que el angustiado y maltrecho hombre, regreso a su trabajo y recuperó de manera extraordinaria su buena salud. 

Claude Levi-Strauss (1958), indicó que “un individuo, consciente de haber sido objeto de un maleficio, está íntimamente persuadido […] de que se encuentra condenado”. El eminente antropólogo señaló, además, que los que le rodean, amigos y parientes, participan de esta convicción y refuerzan en la víctima del maleficio la sensación de que el lamentable desenlace no puede evitarse; agregó que “desde ese momento la comunidad se retrae, alejándose del maldito, y conduciéndose ante él como si se tratara no solo ya de un muerto sino también de una fuente de peligro para todo el entorno”. En sus propias palabras, “la integridad física no resiste a la disolución de la personalidad social”. ¿Por qué? ¿Qué pasa en el individuo para que esto tenga lugar? ¿Por qué la magia alcanza tal nivel de eficacia?

Por cierto, puede parecer extraño para muchas personas el que se afirme que la magia es efectiva o el hecho de que nos preguntemos por qué se presenta así de efectiva; pero, como se vio, eso pasa en la realidad. La magia, en incontable cantidad de casos, resulta absolutamente contundente en sus resultados, aunque es necesario hacer una aclaración. Levi-Strauss (op. cit.) expresó que “no hay razones, pues, para dudar de la eficiencia de ciertas prácticas mágicas. Pero al mismo tiempo, se observa que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia”. Ese es el punto importante: creer en el poder de la magia hace a la magia poderosa. Cree en su magia el hechicero que la produce, el hechizado que la padece y la comunidad en la cual se realiza el acto de magia.  

Quizás, pueda comprenderse más fácilmente el hecho de que el hechizado pueda creer en la magia y que también participe de esta creencia la comunidad en la que el hechizo se lleva a cabo. Pero es más difícil el aceptar que el hechicero tenga confianza en sus técnicas; ¿acaso no está él al tanto del engaño?; ¿no es un estafador que aprovecha la ingenuidad de los miembros de una comunidad a la que puede manipular como le plazca? Aunque no es descabellado interpretar que en algunas ocasiones el hechicero engaña a su público, esto no sucede en todos los casos. Un caso mencionado por Vivante y Palma (1972) revela hasta qué trágico punto puede, quien lleva adelante el hechizo, estar convencido de la eficacia de sus procedimientos. 

Según un informante de los autores del libro, una bruja y hechicera de Salta tenía sus discípulos, a los que enseñaba sus “artes”. Cierta vez, le indicó a una de sus alumnas que le dañase a ella misma, colocando su foto en la boca de un sapo. La aprendiz así lo hizo y la hechicera enfermó. Su estado comenzó a empeorar cada vez más y la bruja pidió a la alumna que deshaga el hechizo sacando la foto de la boca del sapo. No obstante, tuvo lugar una tormenta y el sapo desapareció, no pudiéndoselo encontrar. El resultado fue que la hechicera maestra murió. 

El influjo de lo que pensamos que le puede hacer bien o mal a nuestra salud es de fundamental importancia, y esto es tan claro y real que en la práctica médica se suelen mencionar los efectos placebo y nocebo. De esta manera, las expectativas positivas sobre un tratamiento determinado suelen traducirse en efecto placebo y las negativas, relacionadas, por ejemplo, a los efectos secundarios que un medicamento pudiera tener, en efecto nocebo.  Los efectos placebo provocan resultados beneficiosos y los efectos nocebo provocan resultados nocivos y peligrosos (Colloca y Barsky, 2020). 

Sería interesante, aunque sobrepasaría los límites de este escrito, describir los mecanismos que intervienen en la producción de los efectos placebo y nocebo, pero, a los fines del planteo que deseo dejar expresado aquí, quizás alcance mencionar que, como explican Colloca y Barsky (op. cit.) “los informes de los medios de comunicación y la prensa no especializada, así como también la información obtenida de Internet o el encuentro directo con personas que presentan síntomas fomentan las respuestas nocebo”.   

Desde este punto de vista, en el contexto de lo que se presentó como una pandemia, la configuración que adquirió la comunicación a través de los grandes medios, como así también casi todas las medidas oficiales que se instrumentaron, alimentaron la desolación, la desesperación y el desamparo, lo que seguramente operó en una enorme cantidad de personas como una poderosa herramienta que volvió más vulnerable su sistema inmunológico, predisponiéndolas a sufrir consecuencias agravadas ante la aparición de cualquier síntoma, real o imaginario, asimilable a la peste.  ¿Podríamos establecer entonces un paralelismo posible, al menos en ciertos casos, con los sucesos de fallecimientos que obedecen, por ejemplo, a lo que se conoce como muerte vudú?

El concepto de muerte vudú se refiere a casos de fallecimientos de personas que han sido objeto de un hechizo o maleficio, lo que determina su fin sin que medie otra causa aparente, más que las mismas que se derivan del miedo atroz que experimenta la persona que ha sido objeto del embrujo. Tanto la víctima como así también sus familiares y amigos se muestran convencidos del poder para matar del maleficio y consideran que no hay forma de escapar a una muerte que se ofrece como inexorable (Lester, 2009). Es interesante destacar que no solo puede operar el miedo profundo al poder del hechicero, sino que también un sujeto pensará que está definitivamente condenado a la muerte si ha violado tabúes o rompió rituales importantes. 

Cannon (op. cit.) indicó que el análisis de casos demostraba que “un estado emocional persistente y profundo puede inducir una caída desastrosa de la presión arterial, terminando en la muerte”. 

Más adelante, Curt P. Richter (1957), explicó experimentos que realizó con ratas salvajes y domésticas; se trataba, por cierto, de pruebas crueles, que dejaron en evidencia cuestiones de enorme importancia para la comprensión del tema que nos ocupa. Detengámonos un poco en este asunto. 

Para resumir las cosas, puede decirse que estos experimentos consistían en introducir a las ratas en cubos de agua y observar cómo se ahogaban. Entre los pobres animales había grandes diferencias en relación al tiempo que duraban nadando antes de perecer, y sobre todo entre los animales salvajes y los domésticos. Entonces Richter le dio una vuelta de tuerca a su atroz estudio. Tomaba a las ratas y las liberaba, para después tomarlas nuevamente, introducir a los animales en el cubo de agua y rescatarlos al cabo de un tiempo. Las ratas aprendieron que, cuando eran tomadas, podrían ser liberadas nuevamente y que, cuando eran introducidas en el recipiente con líquido, no todo estaba perdido, por lo que, obligadas de nuevo a nadar, los pobres animales tuvieron mucha más resistencia, nadando horas y horas: estaban esperando un rescate que no llegaría. 

Este experimento demostró el valor de la esperanza en la lucha por la vida. Si el animal consideraba que ya todo estaba perdido, prácticamente, se dejaba morir, pero si creía que iba a llegar finalmente algo que la salvara, la rata aguantaba mucho más tiempo. La enseñanza parece ser que la desesperanza puede conducirnos a la muerte y que la esperanza ayuda a soportar los muy malos tiempos. 

Richter (op. cit.), estableciendo paralelismos entre las ratas del experimento y los casos de muerte vudú, señaló que existía evidencia que indicaría que el tipo de respuesta “varía inversamente con el grado de civilización o domesticación del individuo, ya que ocurre con más frecuencia en ratas salvajes que en domesticadas y […] de manera certera, se ha descrito principalmente en el hombre primitivo”. Pero inmediatamente después, aclaró que, “sin embargo, algunos médicos creen que este fenómeno existe también en nuestra cultura”. Debe tenerse en cuenta en torno a esto que, por ejemplo, según Cannon (op. cit.), el conocido cirujano del Hospital Johns Hopkins, Dr. J. M. T. Finney se negaba a operar a pacientes que mostraran un fuerte temor a la operación.

David Lester 1972), buscó un marco conceptual para explicar la muerte vudú a nivel psicológico y no a nivel fisiológico, y recurrió a los trabajos de Engel (1968) para encontrar las respuestas a la pregunta de por qué las personas enferman en el momento en que lo hacen. Mencionó que aquel autor “observó un patrón psicológico de respuestas consistente, que estaba asociado con la aparición de la enfermedad y, en ocasiones, la muerte. Llamó a este patrón complejo de abandono-renuncia”.

Engel argumentó que este complejo de renuncia-abandono tiene las siguientes cinco características psicológicas: un sentimiento de abandono, experimentado como impotencia o desesperanza; una imagen depreciada de uno mismo; una sensación de pérdida de gratificación de las relaciones o roles en la vida; un sentimiento de interrupción del sentido de continuidad entre pasado, presente y futuro; y una reactivación de recuerdos de períodos anteriores de abandono. 

Además, consideró que cuando un individuo responde al estrés con el complejo de renuncia-abandono, puede sobrevenir la enfermedad, ya que el cuerpo tiene en esos momentos una capacidad reducida para hacer frente a los procesos potencialmente patógenos. Este estado psicológico, por tanto, contribuye a la aparición de la enfermedad (Lester, 1972).

Para Sheldon J. Lachman (1983), la enfermedad vudú es una forma de patología psicosomática, que puede producir cambios patológicos en el funcionamiento fisiológico (trastornos psicofisiológicos) y la estructura anatómica (trastornos psicosomáticos). Según indica, este cuadro puede terminar en la muerte del enfermo, “cuando los patrones de reacción emocional son suficientemente frecuentes o prolongados y suficientemente intensos en la persona socialmente preparada para reaccionar y físicamente predispuesta (es decir, vulnerable por debilidad biológica determinada genéticamente o adquirida posteriormente)”. Esto conduce a que puedan “ocurrir cambios de tal magnitud en el funcionamiento fisiológico o en la estructura anatómica que sean incompatibles con la continuación de la vida. La muerte vudú corresponde a esa formulación de muerte psicosomática” (Lachman, op. cit).

Pero, ¿qué había pasado durante los meses más duros de la pandemia en relación a las emociones? El doctor Rodolfo Pastore (com. pers.), afirma que “la emoción miedo fue la predominante, dentro de las emociones destructivas, durante la pandemia. Esa fue la emoción básica fundamental, a la que se sumaron otras más complejas, como la incertidumbre, la frustración y la desilusión, que derivaron del miedo; fluyeron del miedo”. 

El miedo flotaba en el aire. Casi podía decirse que se respiraba miedo. Pero ¿era realmente así? ¿O solo es una conclusión equivocada? Quise conocer qué había pasado con las emociones de algunos jóvenes y le pedí a un grupo de unas 25 personas de entre 18 y 40 años con las que me reuní que escribieran en un papel, de manera anónima, una palabra con la que pudieran representar lo que ellos habían vivido durante los meses más duros de la cuarentena y la peste.  Las tres cosas más aludidas, con tres menciones cada una, fueron el miedo, la tristeza, y la incertidumbre. Evidentemente, en ellos había tenido especial gravitación el temor. Y no era para sorprenderse, porque lo que menos se hizo fue transmitir tranquilidad y esperanza. 

El escenario que se ofrecía, tanto desde los ámbitos gubernamentales como desde la mayor parte de los medios masivos de comunicación, solo alimentaba el terror. El paisaje en las calles y los vínculos entre las personas se vieron radicalmente alterados. Los espacios públicos estaban vacíos. Solo el sonido de las ambulancias, en un esfuerzo casi cinematográfico, nos recordaba a veces que habitábamos una ciudad colmada de personas. La televisión todo el día alimentaba el miedo, la confusión y la desesperación. Un mapa negro (el color de la muerte y la oscuridad: ¿una casualidad?) y rojo (el color de la sangre: ¿simple coincidencia?) efectuaba la contabilidad de los fallecimientos, minuto a minuto, como si del rating de algún reality show se tratara. Paramédicos vestidos como astronautas en un viaje a Marte llegaban hasta los infortunados que habían sido víctimas de la enfermedad o que posiblemente la padecían. Los enfermos se despedían de sus familias sin poder besar a sus hijos o cónyuges. A los viejos no podían llegar a verlos sus hijos, porque profesionales de la salud aseguraban que los ponían en peligro mortal. A los encerrados en los lugares de aislamiento les dejaban la comida en la puerta. A los muertos no se los podía despedir con ninguna ceremonia digna, salvo que se tratara de algún “miembro importante” de la sociedad. Los comercios se cerraron. A la gente se le impidió trabajar, y no faltaron los casos en que muchos tuvieron que esconderse de la policía o burlar los controles para poder llevar algo de pan a sus casas. A los chicos no los dejaron estudiar, más que con un sistema virtual que demostró carencias insalvables y pobres resultados en cuanto al aprendizaje, y eso si es que el niño o joven tenía la suerte de contar con una computadora o teléfono que le permitiera seguir las clases.  Los artistas empezaron a pedir caridad a las autoridades, que, lejos aún de las próximas elecciones, casi ni respondían. La gente se cubrió el rostro con máscaras faciales y plásticos. Las plazas se clausuraron. Se terminaron los besos a los conocidos o parientes. Se extinguieron los abrazos. El apretón de manos se trocó en un toque de puños. Los que habían viajado se tuvieron que arreglar como pudieron para permanecer afuera porque no los dejaban volver. Un humilde trabajador golondrina fue calificado por el gobernador de Salta de delincuente por el solo hecho de haber pretendido regresar a su casa. Los derechos y garantías consagrados en la Constitución fueron pisoteados. Ir tan solo a un almacén con una compañía era mal visto. No se podía hacer ejercicio, ni tomar sol al aire libre. Sentirse mal era el anuncio de una posible tragedia. Enfermarse era casi morir… y muchos murieron. 

Examinemos lo siguiente. El impacto extremo que se produjo dio como resultado una población atemorizada. Se la encerró, apelando a la idea de que así se evitarían los contagios, lo que igualmente no sucedió. Encerrada y temerosa, esa población dedicó sus horas, fundamentalmente, a ver televisión y así se incrementó el pánico generalizado, ya que, en general, los medios, por búsqueda de impacto o vaya a saber qué otra cosa, solo convocaron al miedo y al desamparo ante lo que se presentó como una amenaza absolutamente poderosa y destructiva.

Millones de ciudadanos permanecieron de esta manera sin ver a sus seres queridos; sin trabajo ni futuro cierto; con una cuarentena que se iba alargando según el “ojo de buen cubero” de autoridades absolutamente irresponsables, asesoradas por infectólogos a los que solo parecían importarle los contagios y sin poner ninguna atención en el terrible daño económico y emocional que personas sanas estaban sufriendo en carne propia. Sin poder salir de sus casas, sin poder realizar ejercicio físico para descargar tensiones, sin poder tomar sol para sintetizar vitamina D, sin trabajar, sin estudiar y paralizadas por el miedo alimentado durante el día y la noche desde un televisor, ¿es descabellado pensar que mucha gente pudo haberse ido derrumbando anímicamente y que esto posiblemente afectó sus sistemas inmunológicos haciéndola más vulnerables ante los efectos de la enfermedad?

El Dr. Herbert Basedow, en su libro The Australian Aboriginal (1925), ofreció una vívida imagen del espectáculo de un nativo cuando descubre que ha sido apuntado con un hueso. Describió la forma en que se manifestaba su horror, para después enfermar, negarse a comer y luego morir, si es que no llegaba justo a tiempo un contrahechizo que lograra salvarlo.  ¿Cómo se habrán sentido, si no todos, al menos muchos de los diagnosticados con covid-19?

Un hechizo o la violación de un tabú pueden generar enfermedad y muerte. Y hasta el peso de la superstición basta aparentemente para condenar al crédulo a pensar que sus días han terminado. 

Cruz Guíez fue un personaje singular, un gaucho matador de «tigres» de la antigua estancia El Rey, donde ahora se establece el Parque Nacional del mismo nombre, en la provincia de Salta. Puestero del Campo Azul, en las ramas de un algarrobo cercano al rancho en que vivía colgaban los cráneos de los jaguares que había matado. El inigualable Juan Carlos Dávalos lo conoció en persona y en él baso algunos de sus inolvidables relatos, en los que elogió su fuerza y valor. 

Se podría escribir un libro entero sobre la figura de Cruz Guíez, los escritos de Dávalos que lo toman como modelo de gaucho salteño y la visita en la que lo conoció, en 1921, Ricardo Güiraldes; pero en atención al asunto que motiva este escrito, se hace necesario contar solo lo que sigue. 

Cierta vez, en 1923, dos años después de la visita de Dávalos y Güiraldes, vio el gaucho Cruz que una vaca parió mellizos y lo considero un mal augurio. Estaba convencido de que era el anuncio de que alguien moriría y manifestó el temor de que quizás fuera él. Eso sucedió en abril. Pocos meses después, en septiembre, el bravo gaucho matador de «tigres» había muerto de un ataque fulminante (Patrón Costas, 2007). 

Entonces, y teniendo en cuenta la abundante cantidad de información y estudios sobre el tema: ¿Fue inocuo el miedo que se sembró durante tantos meses desde el comienzo de la peste de coronavirus y por el transcurso de dos años? ¿Sirvió solamente, como piensan algunos, para favorecer la adopción de medidas de autocuidado por parte de una población poco acostumbrada a tenerlas o pudo tener consecuencias no del todo estudiadas hasta este momento? ¿Pudo enfermarnos el miedo atroz que se inoculó en gran parte de la población? ¿Pudo afectarnos el temor hasta llegar a ser la principal causa de muerte de muchas personas en condiciones físicas que de otro modo les hubiesen posibilitado sobrevivir? Y lo que es todavía más perturbador: ¿Se alimentó ese miedo inocentemente o a sabiendas de lo que podía provocar? 

 

Fuentes: 

– Basedow, Herbert. 1925. The Australian Aboriginal. F. W. Preece and Sons. Adelaida. 

– Cannon, Walter B. 1942. “Voodoo” death. American Anthropologist. Vol. 44. N.º 2, pp:

169-181. 

– Colloca, Luana y Barsky, Arthur J. 2020. Placebo and Nocebo Effects. The New England Journal of Medicine. 

Massachusetts Medical Society. Febrero 6, 2020. Pp: 554 – 561. 

– Dávalos, Juan Carlos. 1997. Obras completas (Ëditas) Volúmen III. Honorable Senado de la Nación. Buenos Aires. 

– Duque Moreno, Aránzazu y Blanco Núñez, Basilio. 2022. Qué es la «coronafobia», el miedo «desadaptativo» que no nos protege del coronavirus. BBC NEWS/Mundo. En línea en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-59927239#:~:text=El%20miedo%20al%20contagio%20es,contagiar%20a%20los%20seres%20queridos.

– Engel, G. L. 1968. A Life Setting Conducive to Illness. Bulletin of the Menninger Clinic 32:355-365.

– García Pinto, Roberto. 1961. Autores y personajes. Ensayos sobre la realidad y la ficción. Cuadernos de Humanitas. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Tucumán. Tucumán. 

– Holt, William C. 1969. Death by suggestion. Canadian Psichyatric Association Journal, 14: 81-82

– Lachman, Sheldon J. 1983. A psychophysiological interpretation of voodoo illness and voodoo death. Omega, 13, 345-360. 

– Lester, David. 1972. Voodoo death. American Anthropologist. Nº 74. Pp: 386-390.

– Lester, David. 2009. Voodoo death. OMEGA Journal of Death and Dying. Vol. 59 (1) 1-18.

– Lévi-Strauss, Claude. 1994. Antropología estructural. Ediciones Altaya. Barcelona. 

– Patrón Costas, Roberto Luis. 2007. Estancia E Rey. Editorial Maktub. Salta. 

– Richter, C. P. 1957. On the phenomenon of sudden death in animals and men. Psychosomatic Medicine. Vol. 19. Nº 3. 191-198.

– Vivante, Armando y Palma, Néstor Homero. 1972. Magia y daño por imágenes en la sociedad argentina. Ediciones Cabargon. Buenos Aires.