Una de las frases más escuchada en la última década es la que compara a la inflación argentina con la droga. Dicho concepto mantiene una triste vigencia.

                                                                              Por Valeriano Colque

¿Hasta qué extremo el fin justifica los medios? En años electorales, la respuesta de manual será siempre la misma: hasta lo necesario. Al fin y al cabo, no hay mal que por bien no venga. La cuestión es quién o quiénes se benefician en detrimento de otros y a qué costos.

Con la inflación, una vez más, está pasando eso. Su trabajo sucio sólo tiene un ganador de corto plazo: el Estado, que puede licuar sus gastos (incluso el impacto de las Leliq) bajo esa “generosa” sombra, sobre todo la enorme mochila de erogaciones poco flexibles a los ajustes.

Por eso puede darse el tremendo lujo de promover nuevas paritarias que elevan al 45 % la actualización de los salarios. Difícil que el sector privado pueda seguir esa pauta, que además no impacta en el expandido universo del empleo informal.

El 30 % de toda la recaudación impositiva proviene de impuestos al empleo. Incluso, esa vía es mayor que IVA y Ganancias juntos.

Otra ventana para mirar el fenómeno es la evolución de los depósitos en el sistema financiero: los que generan los privados caen 4,7 % interanual en términos reales; los públicos suben 12,3 % real, según los datos hasta junio que elaboró el Banco Central.

¿Cuánto se demanda de todo ese volumen de pesos? Poco. Algo fluye a través del financiamiento para un consumo al que le cuesta salir del pozo. Y no mucho más. Ese desfase no es inocuo.

Jugado y con pocas fichas, el Gobierno rebota entre dos muros: el sanitario y el económico. Intenta incidir sobre ambos al mismo tiempo. La pelea contra el coronavirus es tan inédita como errática. En la gestión de la economía, no hay nada nuevo bajo el sol invernal.

Con una baraja de cartas marcadas, el oficialismo combina medidas heterodoxas con atraso cambiario y tarifario para construir una efímera ilusión en los bolsillos.

El problema es que buena parte de estos mecanismos implican costos diferenciales para el sector productivo. La historia de siempre: alguien tiene que pagar, un capítulo que el Instituto Patria esquivó en el seminario taller al que bautizó, con impronta ricotera, “Todo precio es político”.

En clave metafórica, el Estado está actuando como si fuera una megaempresa que se mueve en el mercado para defender sólo su propio arco. Suerte para el resto.

La inflación está haciendo su trabajo en todos los rincones en los que el gasto es inflexible. Pero eso recae sobre el sector privado, donde duele en las dos puntas (ingresos y costos) y, por lo tanto, no son las condiciones para poder crecer.

La esperada desaceleración de la suba de precios es una buena noticia a mitad de camino. Como no está traccionada por causas genuinas, la inflación núcleo nunca baja del 3 % en las proyecciones privadas. Uno de los lastres que habrá que atajar en 2022.

Otra mentira que se trata de ocultar con anuncios ilusorios

Alrededor de 4 millones son los beneficiarios del Sistema Previsional que perciben la jubilación mínima de 23.064 pesos.

Mientras tanto, la inflación avanza y cada día que pasa esa jubilación mínima pierde poder de compra frente a la canasta de alimentos.

Primera cuestión, fácilmente comprobable: hace sólo siete meses, el Gobierno nacional reemplazó la Ley de Movilidad anterior por otra. Entre los argumentos alegados, uno era que de ahora en más los haberes jubilatorios le iban a ganar a la inflación. Transcurrido el primer trimestre del año, se aplicó por ley el primer aumento y… ganó la inflación.

A tal punto que a esa franja de jubilados que cobran la mínima el Gobierno le adicionó un bono de $ 1.500 para abril y otro de idéntico valor para mayo, con el propósito declarado públicamente de que los haberes no perdieran frente a la inflación. A confesión de partes, relevo de pruebas. El debut de la Ley de Movilidad arrojó una derrota frente a la inflación.

Segunda cuestión, también fácilmente comprobable: durante el segundo trimestre, se produce el segundo aumento legal del año y ahora la mínima alcanza a $ 23.064. A todas luces, la inflación sigue su camino victorioso.

Entonces, el Gobierno comienza a producir anuncios que generan “ilusión” al colectivo de la mínima, prometiéndole que “hay una decisión tomada en el sentido de que se agregara a los haberes mínimos bonos nuevos”, uno de los cuales se pagará durante agosto y será de $ 5.000 y alcanzará a los integrantes de la clase pasiva con hasta dos haberes mínimos. Otra vez: a confesión de parte, relevo de prueba.

Alega también que no puede calcular el monto de dichos bonos complementarios porque todavía el Indec no dio a conocer el índice de inflación correspondiente a junio pasado, dato que permitirá tener la ratio exacta de inflación correspondiente al primer semestre del año.

En definitiva, la nueva Ley de Movilidad ha fracasado desde el comienzo, ya que cuando debió aplicarse tuvo que ser complementada con bonos que supuestamente ayudan a “ganarle a la inflación”. Lo cual es otra mentira que se trata de ocultar con anuncios quiméricos. Porque, a poco que se analice, la inflación oficial del primer semestre del año ya erosionó el poder adquisitivo.

Ahora estamos promediando el séptimo mes del año, los bonos de refuerzo que auxiliarían a las mínimas devaluadas serán sobre la base del índice semestral vencido, y además se percibirían durante agosto y septiembre, cuando ya habrá nuevos avances de la inflación.

Debe haber pocos casos de que una ley comience su vigencia con un resultado contrario a lo que se pregonó y que, además, por decretos deban dictarse bonos adicionales para que supuestamente complementen el disminuido aumento de ley frente a la inflación, y que tampoco alcanzan. Porque será cuestión de acercarse a la cola de los bancos donde los jubilados perciben sus haberes y preguntarles cómo les va con la inflación respecto de los $ 23.064.