Los gobernantes nos venden que modificar la Constitución es el remedio para mejorar nuestras vidas, para hacernos más felices. Para que todos, de un día para el otro, seamos mejores. Y eso es una vil mentira. Nuestro sistema constitucional, se encuentra con claridad ante un grave peligro. Por Alejandro Saravia

Nuestro país es paradójico, qué duda cabe. Acostumbrados a violar todas las normas que tengamos a mano, ciframos nuestra felicidad futura en la creación de otras normas, destinadas, como todas, a ser violadas. Es una afición que nos viene ya desde la colonia, cuando los españoles de acá decían, respecto de las normas enviadas por los españoles de allá: “se acata pero no se cumple”. Es decir, se acataba, se aceptaba, la existencia de una autoridad peninsular, pero no se cumplían, con cualquier excusa, las normas que los de allá enviaban para los de acá.

Tanto se hizo carne entre nosotros esa costumbre, tanto se arraigó, que un importante intelectual y doctrinario del derecho, Carlos S. Nino, escribió un tratado sobre eso y lo tituló: “Un país al margen de la ley”. Es decir, un país anómico.  La anomia es justamente eso, es decir, el conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación, según el Diccionario de la Real Academia Española.

Más lo paradójico es que gobernante que llega al poder, lo primero que se propone es modificar la Constitución, Nacional o Provincial, para mejorar nuestras vidas, para hacernos más felices. Para que todos, de un día para el otro, seamos mejores. Y eso es mentira. Y es mentira por esa costumbre arraigada que tenemos y que arriba mencionáramos: violar la ley. Nuestro deporte nacional. Ese que nos hace anómicos.

El remedio contra ello es de sencilla enunciación: acostumbrarnos a cumplir con las normas. Acatarlas y cumplirlas. No desnaturalizarlas.

Esa afición por cambiar las normas se da, actualmente, tanto a nivel nacional como provincial. En nuestra provincia, por ejemplo, se pretende reformar la Constitución a través de una Convención Constituyente, pero elegida bajo un régimen electoral tramposo. Inconstitucional por violentar el principio de igualdad ante la ley.

Estoy esperando que alguien interponga una acción popular de inconstitucionalidad para dejarla sin efecto, habiendo perdido la esperanza de que lo haga el Ministerio Público, que es el que debe promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad. Para facilitarle la tarea: se estaría violando el artículo 16 de la Constitución Nacional que estipula la igualdad de todos ante la ley. Nuestro régimen electoral viola ese principio al darle valor distinto a los votos según sea el lugar de la provincia donde fuesen emitidos.

Pero a nivel nacional sucede algo aún más grave. La dueña actual del poder político, con una docena de causas penales en contra a cuestas, se ha propuesto modificar nuestro régimen institucional, suprimiendo la división de poderes o de funciones. Por adentro y por afuera.

Por adentro, pretende colonizar el Poder Judicial federal designando adeptos en cada una de las muy numerosas vacantes existentes en el mismo. Y que no han sido llenadas, como correspondía, por el gobierno anterior, que ocupará el Ministerio de Justicia con un inoperante burócrata judicial que en ningún momento comprendió el rol trascendental que le correspondía en ese lugar.

Por fuera, la dueña de este circo, pretende suprimir la independencia del poder judicial proyectando en el mismo, bajo la excusa de su democratización, el mismo sistema mayoritario de selección que rige en los poderes políticos, es decir, en el Poder Ejecutivo y en el Poder Legislativo. Con ello vulneraría la función de control, precisamente contramayoritaria que le cabe al Poder Judicial, en defensa de las minorías y en protección de los procedimientos a través de los que se manifiestan los poderes mayoritarios.

Si los tres poderes, o los cuatro si concebimos al Ministerio Público como el cuarto poder constitucional, se eligieran con la misma lógica mayoritarista, las minorías quedarían a merced de las mayorías, como sucedió en la Italia de Mussolini o en la Alemania de Hitler. Dictadores, ambos, que llegaron democráticamente al poder elegidos por las mayorías. Una vez instalados en el mismo la desnaturalizaron, como pretende hacerlo la vicepresidenta en defensa propia y de su familia.

Así es como mueren modernamente las democracias. Ya no como producto de golpes de fuerza militares, sino por vía de su desnaturalización. Cuestión que pondero de mayor gravedad al no producir a tiempo suficientes anticuerpos como para vencer, eficazmente, esa peste colectiva.

No es momento de hacerse los distraídos cuando nuestra libertad, nuestro sistema constitucional, está frente con claridad a un grave peligro de muerte.