Los billetes de dos pesos con el rostro de Bartolomé Mitre salieron de circulación y sólo serán cambiados por los bancos hasta fines de este mes. Cuarto Poder reproduce un relato a propósito de los últimos valores simbólicos que tuvieron esos papeles moneda. F.D.H.

Había llegado el temido día, se había terminado definitivamente la herencia. Convengamos que no fue un monto millonario, algunos cientos de miles tras la venta de la casa que teníamos en la villa Aníbal Verón. Fui el hermano que se llevó menos, me cobraron el tratamiento para rehabilitarme del alcoholismo, cuando estuve a punto de darle la vida -literal- a la borrachera. Qué se yo, no me propuse pelear por guita con ellos, acepté el acuerdo aún con el descuento por la terapia anti etílica.

La herencia duró un año y ocho meses, hasta que, aquella mañana de hace un semestre, me percaté que no tenía a mano ningún billete de los de tres cifras. Ni en los bolsos ni en las mochilas, nada adentro de los libros, mucho menos en la billetera ni en los cajones, tampoco en los bolsillos de mi acotado repertorio de ropa; por ninguna parte había de los grandes. Ni siquiera de 100, menos de 200 o 500, sólo las minucias, hasta escaseaban los de 50. En los primeros momentos de búsqueda desdeñé completamente los que tenían la cara de Mitre, a estas alturas de la depreciación monetaria, dos pesos valen menos que una manzana. Por afán de orden, sin expectativas económicas reales, los fui apilando en la punta del sillón. Al terminar el frenesí, tras recorrer cada rincón de la casa, el saldo ascendía a 825 pesos, en el estuche de la cámara había encontrado un enorme billete de 500 y en el de los anteojos aparecieron enrollados dos de 100. El resto se sumaba entre papeles moneda de 5, 10, 20 y 50 pesos. El dato llamativo fue que no encontré monedas.

Abatido por el resultado de la recolección, a sabiendas que pronto debería pensar en reacomodar mi vida, me tiré en el sillón con la mirada perdida en dirección de la biblioteca. Me percaté de los billetes de dos pesos que había apilado allí; en total había 56 Mitre’s, 112 pesos. Evidentemente los 56 billetes, como tales, tenían más valor que la suma monetaria que representaban. ¿Cómo aprovecharlos mejor?

Las palmas en la puerta de entrada me sacaron de las modestas especulaciones financieras que encaraba. Era Matías, vecino veinteañero con el que habíamos entablado una relación de amistad. Era actor amateur y trabajaba como ayudante en una carpintería, de talla baja y hombros menudos, con mirada punzante y un hablar sólido aunque excesivo. Descargaba parte de su locuacidad conmigo, solía escucharlo sin interrupciones hasta que me hacía una pregunta o me interpelaba directamente. Salía del paso con algunas breves palabras y le daba pie para que arremetiese otra vez con un parlamento, que podía variar de la filosofía occidental a los saberes budistas, aunque la mayor parte de las veces se detenía en sus vicisitudes personales.

— ¿Qué haces, amigo?

— Querido Matías, estaba acomodando un poco mi casa. ¿Querés usar las herramientas? —como no tenía las suyas propias, solía aprovechar las mías para hacer trabajos sencillos en madera que luego vendía por su cuenta.

— Sí, precisamente, necesito terminar la mesa ratonera que me encargaron la semana pasada. Acá te traje los 100 pesos que me cobrás por tu gentileza —dijo con sorna lanzando el billete arriba de la mesa. Recordé los billetes sueltos, tanto los 825 pesos como los 56 Mitre’s, y disimuladamente los guardé por separado, sin que Matías notara qué era lo que manipulaba.

— ¿Me acompañás a comprar cola vinílica?

Antes de salir para la ferretería, por si las dudas, atenacé los 100 pesos que me había dejado Matías sobre la mesa y uno de los 56 Mitre’s que se me había caído mientras guardaba lo inventariado. Al llegar al comercio de Mario, éste nos recibió con el mismo entusiasmo de siempre. La ferretería era en realidad de su hermana, aunque él la atendía y la enunciaba como si se tratase de una sociedad familiar. Evitaba reconocer que ella lo explotaba como si fuera un empleado cualquiera.

La cola vinílica, a la que llegamos tras una  conversación (para mi gusto) extensa entre Matías y Mario, costaba 52 pesos. El pibe pagó con 100, el entusiasta comerciante preguntó si alguien tenía dos pesos, las miradas me apuntaron y recordé el Mitre que había venido conmigo. Lo saqué, lo extendí como si fuese a colgarlo en el tender y se lo entregué a Mario. Por la gentileza, con exceso de redención, Matías me anticipó que podía quedarme con la cola, que él la usaría para terminar la mesa y la dejaría en casa.

Desde aquel momento entendí el valor de los esquivos Mitre’s. Subvaluados por la cifra de su papel aunque sobrevalorados por su escasez.

La cola vinílica la revendí.

Los siguientes meses encontré la manera justa de proveerme de salidas con amigos, comida para el día y hasta cigarrillos sólo manipulando las situaciones de compra. Siempre me ofrecía a ser el responsable de las compras, a menudo alguien me acompañaba, cuando íbamos a pagar los vendedores solían pedir dos pesos, o cuatro, y ahí entraba en acción mi aporte económico. Nadie detectaba la regularidad con la que salvaguardaba los vueltos con mis Mitre’s, pero sí obviaban preguntarse si yo aportaba algo más que esas módicas aunque oportunas sumas. En los meses siguientes, muchas veces comí asados con abundante bebida y variadas ensaladas invirtiendo sólo dos pesos.

Hice de la escasez de Mitre’s una manera de vivir, la permanencia de una circunstancia. Como la inflación en la economía nacional. Los 925 pesos de aquel día (825 sumados a los 100 que había dejado Matías), más los 30 pesos por los que vendí la cola vinílica, que cambié en el banco por más billetes de 2 pesos, sostuvieron mi economía durante un semestre. No sé con exactitud cuántos Mitre llegué a tener, lo cierto es que los utilicé de tal modo que multiplicaron con creces su valor monetario.

Pasaron seis meses así, la técnica de los billetes oportunos la perfeccioné de tal modo que hasta fantasee con vivir así hasta mi muerte, después de todo no me quedan tantos años. Pero se me terminó la plata, tras seis meses me quedé nada de nada. Ahora no queda sino aceptar el único trabajo que me ofrecen constantemente desde que me rajaron de la empresa: corrector de pruebas de galera para la editorial Bemba, manejada operativamente por un amigo que me dejó la universidad.